lunes, 7 de mayo de 2012

EN EL AEROPUERTO


Henos aquí, entre la caravana de viajeros dispersa en el oasis de esta cafetería del aeropuerto, o más bien espejismo tipo “Lawrence de Arabia”, dado lo inmaterial de estas plastificadas viandas de astronauta de “Dos Mil Uno”, que sin embargo contrastan con lo nutrido de la factura presentada por un camarero exacto a aquel bandido de Omar Shariff.

Entre las dos horas de antelación con que nos hemos presentado aquí y el retraso de media en media hora promovido por una huelga encubierta de pilotos cruzada, en la intersección de nuestra desgracia, con un paro oficial de tripulantes de vuelo, hemos extenuado ya más de cinco horas. Alma no deja de sonorizar las reivindicaciones laborales de unos y otros. En cambio, influida por el milico –que dirían mis lectores sudamericanos– de mi suegro, la consorte clama por una intervención militar (tal vez sólo aeroportuaria) que nos provea de genuinos comandantes y degrade a los pilotos a azafatos y a los azafatos a… –justo entonces he desconectado el oído para conectar el portátil.

También yo rumio una grave preocupación, derivada de la advertencia que me ha hecho mi hermano de que después de una semana ágrafa, siete largos días sin escribiros, todos me abandonaréis como Clark Gable a Scarlett O’Hara al final de “Lo que el viento se llevó”, y que a la vuelta sólo con denuedo os reconquistaré, santuario que sois de mi desesperado ateísmo, coartada de mi existencia, última excusa para seguir pensando.



El cortocircuito de nuestro contacto se debe a la mezquindad criminal, propia de Shariff negando sus pozos a otras tribus, con que, según mi hermano –alias “el anti sistema prudente”–, nos van dosificando el acceso a Internet después de habernos habituado a su libre uso. Por otra parte, tampoco le gustaría a la consorte que en nuestro sucedáneo de luna de miel, delante de sus fauces, me entregase al vicio de la escritura.

Lo peor de todo es que en el ambiente precario y transitorio de la terminal, con el aire angosto, grávido y como desalentado, pesa un hastío que me impediría leer hasta a Dumas (padre o hijo, en realidad era una alusión a cierto autor actual de ligera prosa de espadachín). Por lo que me he hartado de barajar folletos y guías de Viena que no dejan de ensalzar a Salzburgo, la tarta Sacher, el Prater o la Musikverein, y de proclamar “El Tercer Hombre” como la mejor película de la Historia del Cine, lo que me ha sugerido escribiros esta última misiva de despedida.

Me pregunto con qué rigor puede sostenerse que ninguna película sea la mejor de la Historia. Ni siquiera creo en los criterios presuntamente objetivos que, según consenso de la mayoría de las listas que tanto proliferaron en el centenario del cine, enaltecen a “Ciudadano Kane” en semejante trono. En este caso se habla de diversas aportaciones técnicas que, lejos de ser las intuiciones geniales que muchos creen, procedían del cine mudo, del que Welles se hizo proyectar cientos de cintas antes de acometer su proyecto. Su mérito consistió en codificar esos lenguajes anteriores (de Ford, King Vidor, Griffith) en la koiné cinematográfica que sería del futuro.

Por eso convengo en que “Ciudadano Kane” es una de las “Películas más Importantes de la Historia” –aquéllas que en su día fueron decisivas–, lo que no tiene por qué coincidir con las “Mejores Películas de la Historia”, es decir, las que a mí más me gustan. “El Cantor de Jazz”, como primer film sonoro, aspiraría a figurar entre una de las más importantes, pero no entraría en mi lista, ni en casi ninguna, de preferidas. Y a todo esto, ¿por qué no se hacen clasificaciones de la mejor novela o cuadro de todos los tiempos? Teniendo en cuenta las variables económicas, ni siquiera son objetivas las clasificaciones de cuadros más caros o discos más vendidos.



Resumiendo, porque entre los viajeros más ingenuos corre, sustituyendo al contagio de bostezos, la especie de que vamos a salir: Yo no me atrevería a decir que ni “Ciudadano Kane” ni “El Tercer Hombre” sean las mejores películas de la Historia del Cine; y aunque sí podría jurar que no hay ninguna mejor que ellas, también podría nombrar, de entre las miles que habré visto, otras cuarenta y ocho (para que salgan cincuenta) o sesenta y nueve (por decir algo) que me gustan tanto como esas dos.

Al final me decido por setenta y siete. Os diré cuáles. El único criterio que sigo es el más sincero posible –en esto sí hay objetividad–: cuáles he preferido ver con más frecuencia en mis cinco lustros de espectador de vídeo o DVD –las vistas como mínimo una vez al año–, las únicas carteleras que he podido programar, aunque haciendo piruetas he logrado ver alguna vez casi todas mis favoritas en pantalla grande. También es cierto que los gustos cambian, pero para estas películas hay en mí una inagotable reserva de fidelidad casi tan rigurosa como la que guardo a la consorte, una suerte de ineludible lealtad a la que –para desgracia de mi capacidad crítica– renunciar significaría renegar de mí mismo o negarle la bendición a mi querida hija. En torno a ella los viajeros han trazado un diámetro de vacío, un círculo de seguridad para sus tímpanos.

Ya que setenta y siete son muchas y quiero creer en la sonrisa de asentimiento que nos va dedicando una empleada de la compañía, me limitaré a daros diez de ellas; no, ocho, pues ya os he dicho dos. Más adelante os desgranaré el resto. Me temo que, como todo en mi vida, la lista es poco original; será más inexacta o injusta que cualquiera de los balances del banco, y ya os he advertido que sería incapaz de elegir entre ellas. Renuncio a ordenarlas cronológica o alfabéticamente: allá van al azar del recuerdo; los freudianos podrán achacarme un orden inconsciente:
  • “Vértigo”
  • “Centauros del Desierto”
  • “Río Rojo”
  • “Campanadas a Medianoche”
  • “Con la muerte en los talones”
  • “El Puente sobre el río Kwai”
  • “Breve Encuentro”

Van siete: la octava que falta por hoy es “El Gatopardo”. Empieza el embarque. ¡Hasta la semana que viene! ¡Nos leemos el lunes trece! No, de momento no aparece “Aterriza como puedas”, más digna de una lista negra; espero que, contando con vuestros buenos deseos, la que llevo hecha no aparezca en la caja negra del avión.         

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