domingo, 17 de junio de 2012

COMIDA PARA PERROS


La otra tarde la consorte saltó del sofá al aullido de su móvil, sin velar el visaje de contrariedad que le provocó abandonar el programa de cotilleo que aparenta no interesarle y que, cerrando “Yo, Claudio”, al fin pude seguir abiertamente, se enclaustró en el dormitorio y salió al rato, mientras yo calentaba el biberón, henchida como un sapo y la nariz apuntada a las humedades del cielorraso, con la altivez que Danielle Darrieux gastaba ante su ex mayordomo James Mason en “Operación Cicerón”.


No me cabía duda de que por la noche volvería a espetarme que le dolía la cabeza; y tan maligna era la llama de triunfo que le ardía en los ojos que me temí hubiera conquistado la admiración de cualquier galán del barrio, uno de esos inútiles fellinianos que apenas mellan en las esquinas el aburrimiento de sus vidas.


De tanto en tanto no podía ella reprimir una sonrisa tan radiante como la de Vivian Leight cuando se hizo con el papel de Scarlett O’Hara, e iba de aquí para allá con la majestuosidad de Audrey Hepburn en las tomas previas a su debut en “Vacaciones en Roma”. Impresionada, hasta la pobre Alma había dejado de llorar.

En la cena no pudo probar bocado acaso porque la euforia le estrangulaba el estómago, respiró hondo, y al escucharle el anuncio que me hizo con un tono que pareció expandirse por las bóvedas de la recepción de una embajada, no pude menos de sentir una no por ligera menos paradójica decepción de que se incumplieran mis temores: la habían contratado como modelo.

Hasta mucho más tarde, ya recogida la mesa, para que entretanto me surtiera efecto la impresión, se negó a entrar en los mortificantes detalles. Se trata de una irrisoria empresa –entre agencia y productora– de publicidad, no hace mucho inaugurada en una cochera de la calle de atrás, que sobre todo se dedica al reparto de octavillas publicitarias –pomposamente llamado mailing– y eventualmente logra encargos de mayor enjundia para alguna televisión local. Estuve a punto de pedirle un autógrafo, pero opté por una digestión serena. Lamenté haber compadecido a aquel donjuán imaginario que como mínimo hubiera tenido que soportar a la consorte media hora al día, ignorando que al día siguiente me acometería el sentimiento contrario, personalizado para la Historia de la Literatura en Otelo, el moro de Venecia gracias al cual Orson Welles ganó el festival de Venecia.


Fue por la mañana, al encontrarme en el suelo ajedrezado del portal, al pie de los buzones, un tríptico que anunciaba comida para perros con una curiosa fotografía publicitaria: en el soleado césped del chalet que nunca tendremos, contra un fondo dentado de improbables picos nevados, cierta niña castaña con trenzas, acaso parecida a Alma dentro de siete años, vaciaba un saquito color arcoíris de pienso en el plato de un Terranova de blanco impoluto que hubiera sido el horror de Melville, de caseta parecida a esas cabañas prefabricadas de madera, ante la sonrisa extática de la consorte, a la que un desconocido –moreno, velludo, lujurioso como un mono–, que parecía haberse enfundado uno de mis polos de golfista, le tenía echado el brazo en los hombros. Y lo peor era que el fotógrafo había sido tan chapucero que no solo había dejado de prescribir al maromo una sonrisa menos lasciva, sino que ni siquiera había advertido que, justo en la toma, el tipejo tenía las pupilas fijas en el escote de su esposa de ficción.

¿Haría el fotógrafo como John Ford –seguí parado en el portal clisado en el anuncio y sin devolverle el saludo a nadie–, cuando obligaba a sus guionistas a escribir un montón de páginas sobre la hipotética vida de ciertos personajes secundarios que apenas decían una frase en toda la película, de tal modo que por órdenes del publicista quizá aquel matrimonio acababa de bajar del dormitorio para que lo que hubieran hecho arriba ahora los compenetrase mejor y aportase a la escena el convincente aura de naturalidad de una pareja feliz? En efecto, las mejillas de la consorte parecían demasiado rubicundas, como si se las hubiera frotado contra algo, pero recordé el tratamiento químico que sufrieron los cielos de “El hombre tranquilo” y concluí que podría tratarse de un simple efecto lumínico. Y tal vez ahora les apetecería repetir y dejarían a la niña sola en el jardín jugando con el perro. En todo caso corrí a mirar en el armario a ver si me faltaba algún polo.

Y hablando de Ford, anoche tuve la desgracia de ver “El fugitivo”, una de las dos películas desafortunadas (la otra es “La mascota del regimiento”) que de sus ciento veintidós le conozco –solo he visto ciento cuatro–. Volvió a cumplirse la proverbial mala suerte del muy cinematográfico Graham Greene en aquellas adaptaciones de sus novelas en las que no interviene él mismo, y esta vez tuvo que ser a manos de un guionista enorme, uno de los más grandes, Dudley Nichols, aunque parte de la culpa habrá que atribuírsela a los códigos tácitos del cine, que con frecuencia convierten a los fascinantes antihéroes de las novelas o de la vida en héroes carentes de interés. ¡Ay de la película que necesite un héroe que la salve!


En este caso el vigor de “El poder y la gloria” (la novela), que se nutre, fotófobo, del lado más oscuro del protagonista, un cura católico –alcohólico y padre de una niña– que durante cinco años de clandestinidad sobrevive en un imaginario (mexicano) estado marxista, queda debilitado en el film por no haber permitido que la integridad a carta cabal –más allá de la pantalla– de un Henry Fonda quede lastrada por taras tan onerosas como las de un personaje que precisamente gracias a ellas, a sus contradicciones, se muestra muy vivo –inmortal– en la novela. Con decir que en el guión se atribuye al “malo”, al jefe de policía que persigue al sacerdote, la hija natural que en la novela es de éste, queda condenada semejante prevaricación narrativa.

Como una botella de champán abierta la víspera, incluso desde un punto de vista religioso –que no es precisamente el mío–, se habrá volatilizado el valor testimonial, incluso teológico, de la novela respecto a la existencia del mal y de la caída en el pecado. Y así ésta alcanza su clímax cuando, en un país en que el alcohol y el catolicismo están prohibidos, un cura borracho, un “Pater–whisky”, ha de procurarse vino de contrabando con que consagrar en la Eucaristía, con la consecuente tentación de bebérselo.


Así que con tanto personaje esquemático, la perversa caracterización de estos y la carga de un tipismo folclórico –ausente en la novela–, de “El Poder y la Gloria” apenas queda en “El Fugitivo”, y peor plasmada que en aquélla, la actualización del mito de Judas en la figura del siniestro mexicano (interpretado por el mismo actor con pinta de canalla que en “El Tesoro de Sierra Madre” también hacía de bandido sin escrúpulos) que acaba por venderlo a la policía.

Y es que, por más que en el film Fonda se empeñe en acusarse de cobarde, solo demuestra serlo en la novela, pero se trata de una cobardía que, aunque le impide evitar que fusilen a los rehenes (¿o quizá está doctrinalmente obligado a proteger su sagrado ministerio aun a costa de una vida humana?), también le permite ser el último en su casta en resistir sin renegar de su fe o exiliarse tan cómodamente como hicieron sus colegas, perseverando en una constante, infernal huida hacia la muerte, sin apenas apoyo de sus antiguos feligreses, perseguido por un policía que cree en su trabajo y por una inclemente mala suerte Pero no voy a seguir por este camino porque cada vez que leo o pienso algo sobre Graham Greene (a pesar de que él odiaba que lo considerasen un novelista católico, en vez de un novelista que daba casualidad que era católico) me encuentro al borde de la conversión –o reconversión, ya que solo perdí la fe poco antes de la Primera (y casi última) Comunión.

Total, el peor Ford posible –no sé cómo me atrevo a pronunciar semejante blasfemia–, almibarado y con enfáticos efectos lumínicos, por una vez superficial e incapaz de comprender al humanista que era Greene.

Banal como cualquier anuncio de comida para perros.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario