sábado, 9 de junio de 2012

UNA DE ROMANOS


Fasto día para ese doble del malicioso Peter Ustinov que es Lorenzo, el de la mesa de al lado en el banco, y nefasto para los demás, porque ayer, para que viniéramos adecentados, el director nos anunció –como César arengando a los centuriones–, la visita de dos consejeros llegados de la metrópoli para pasar revista a las legiones –sucursales– acantonadas en la provincia; y eso daba a Lorenzo pábulo para elaborar todo tipo de oráculos –infundios– que según las teorías de Galeno le bajaran la tensión.


Llegó a inventar que –como un general derrotado por los bárbaros ha de excusarse ante el senado– el jefe justificaría nuestra falta de liquidez con la coartada de sucesivos atracos que la mafia (piratas fenicios venidos de Sicilia) nos había obligado a silenciar, y evocaba yo la aséptica eficiencia con que E.G. Robinson o Sterling Hayden (no el músico) manipulan las ametralladoras según el plan concebido durante años a la sombra por un cerebro casi siempre germánico, minuciosamente repasado en humosos apartamentos al brillo de las botellas y de los revólveres, cuando un frenazo procedente de la calle me privó de mis delirios cinéfilos.


Observamos por el ventanal que como en un choque de cuadrigas el Renault de Pepe, el cajero, embestía el morro del fúnebre Audi que intentaba aparcar en frente. Las puertas se abrieron con violencia y, con la actitud de un tribuno de la plebe contradiciendo a los patricios, Pepe se puso a discutir con un par de maduros repeinados, ataviados como para una boda, hasta con sendos pañuelos asomando por el bolsillo de las túnicas, digo americanas. Gritaban los tres, sin seguir la retórica ciceroniana, y manoteaban de momento al aire, pero ya tan cerca entre sí que en cualquier momento podrían rozarse, ante la expectación de algunos viandantes ávidos de que se derramara la primera sangre en el circo.

María, el amor platónico de Pepe y compañera de la caja, salió blasfemando a los dioses, saltó a la calle como un gladiador a la arena y, ya antes de alcanzarlos, se puso a increpar a aquel par de pijos. Lorenzo empezó a contarme que no era cierto que Pepe viniera del dentista, sino que había estado de juerga –haciendo libaciones a los dioses, pensé–, por supuesto sin dejar de engañar a María con alguna hetaira, y con la resaca no podía ni conducir.

Al rato se aplacaron los ánimos, y mientras los implicados se daban los datos del seguro tan ceñudos como si se intercambiaran las tarjetas acordando un duelo para el amanecer, María volvía a su puesto, como buena egiptóloga que es, mascullando para tranquilizarse los nombres de los faraones de todas las dinastías. Al poco cruzó Pepe, espasmódica la cara, y tras dejar pasar a un camión los otros lo siguieron al paso de cristianos perseguidos por leones, lo alcanzaron, y él se detuvo con la boca abierta al verlos pulsar el botón de la puerta. Con una risa neroniana resoplándome por las narices, les abrí y los tres se quedaron tan inmóviles como en Shakespeare o en Mankiewicz, Casio vacilante ante las estatuas de Julio César y Pompeyo, hasta que el jefe se les acercó, bien aceitadas las bisagras de la cadera, como adorando a Júpiter: los dos trajeados eran los consejeros delegados. La otra ventanilla también estaba desierta: sin haber pasado de Amenofis, María parecía trastear en los cajones de abajo deseando que la succionaran las arenas movedizas del Sinaí. Entró un vejestorio reclamando a voces que la vajilla que le habíamos regalado a cambio de domiciliar la pensión estaba tan resquebrajada como la confianza en el sistema financiero. Y tenía razón: ¿qué clase de banco somos? Mereceríamos la intervención, la nacionalización, un atraco, que nos presida Rato o los tres hermanos Marx siguiendo la doctrina del cuarto: Karl.


Pasada la hora de comer, proseguía el cónclave (la fumata blanca parecía más difícil que en “Las Sandalias del Pescador”), y ninguno nos atrevíamos a cerrar por si a la vuelta nos encontrábamos la puerta precintada, según vaticinaba Lorenzo con la gravedad de un augur que del vientre de una oca desentraña una catástrofe inminente. La verdad es que entretanto yo estaba encantado de seguir avanzando a través de “Yo, Claudio” (¿se ha notado que la estoy leyendo?), de Robert Graves, el autor que escribía best sellers históricos para permitirse el lujo de ser un gran poeta. Como una sibila, ahora Lorenzo parecía poseído por el arrebato de la adivinación, y los cajeros se miraban como Romeo y Julieta antes de envenenarse al alimón en una versión ligeramente variada.


Por su parte, a causa de algún motivo misterioso, los tres directivos iban con tanta frecuencia al lavabo que varias veces tuvo alguno que esperar en la misma puerta a que otro saliera, y hubo una vez en que fueron los dos visitantes quienes hubieron de esperar, enjugándose la frente con los ya menos ornamentales pañuelos, y como no se atrevían a conspirar delante nuestra ni sabían quién de los dos iba primero, irrumpieron adentro, a un grito de sorpresa del jefe, a seguir deliberando a tres bandas.

De tanto en tanto salía éste, más blanco que nuestra hoja de beneficios, a consultarnos algún dato. Como portentos o presagios de los idus de marzo, relampagueaban las pantallas de los ordenadores; la impresora alumbraba informes delirantes con la tinta desvaída, y hasta Lorenzo calló para buscar las ofertas de empleo del periódico y descubrir que ya es una sección extinguida de la prensa.

De vez en cuando se oían voces y bufidos de adentro; nunca del director. Nos gorjeaban los estómagos, el mío de contento porque, trasegadas cien páginas, ya había llegado a la parte en que el pobre Cla-claudio era un joven que tartamudeaba menos y albergaba la ilusión de llegar a ser historiador, y Pepe salió a comprar hamburguesas para todos, con la esperanza inviable de congraciarse con los consejeros.

Si, refundada por él la CNT, hubiera pasado mi hermano y nos hubiera visto trabajando a aquellas horas, cual moderno Espartaco habría cumplido su sueño de quemar una sucursal bancaria con Craso –mejor Creso, tratándose de un banco– (Lawrence Olivier) adentro. No habría comprendido lo que aquella jornada parecía representar –sobre todo cuando compartiéramos las hamburguesas, la solidaridad entre el capital y el trabajo, todos conjurados como Catilina contra la tormenta de los tiempos, remando codo a codo en un trirreme a los golpes de tambor del liberto de turno.


Pulsó el botón un cliente extemporáneo vestido de smoking, que resultó un camarero empujando un carrito cubierto del mantel de hilo de un restaurante de lujo y con una campana de cristal a modo de cúpula de protección. Camino del despacho, pasó delante nuestra sin saludar, con aires de César ante la plebe, dejándonos una estela de apetitosos aromas e ilusiones de justicia social perdidas, nuestras narices virtualmente aplastadas como las de los niños pobres de Dickens contra aquel escaparate donde resplandecían los cubiletes de plata con botellas color oro y pirámides de caviar. Desde una bandeja se agitaron las pinzas del cangrejo de la envidia, también el bichito del hambre. ¿Cuándo llegarían las hamburguesas?

Cerrando una novela que –al estilo aquéllas con o sin ketchup– pertenecía a “las letras de lectura rápida”, me vi tan absorbido por ella que solo podía pensar en términos romanos: igual que pasa con la comida rápida o ciertas series de televisión o extraterrestres demasiado fisgones, aquella obra me había abducido. Antes de volver a abrir el libro, incluso pensé que, como tarde o temprano se refiere más o menos accidentalmente en todas las películas y novelas de romanos y dado que en el presente apocalipsis estamos en el año cero, cualquier día María y Pepe tendrían un hijo maravilloso y se irían a Egipto de luna de miel.

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