domingo, 1 de julio de 2012

SOBRE "BREVE ENCUENTRO" (y II)


Decíamos anteayer que la progresión dramática del guión de "Breve encuentro" se acompasa a los pudorosos avances venéreos de Celia y Trevor, lo cual, en combinación con el estilo subliminal, elusivo, metonímico, sugestivo, de David Lean, hace que la acción avance como un inquilino insolvente sale de puntillas para no ser advertido por la patrona.

Y así no se cogen del brazo hasta el tercer jueves, de vuelta a la estación -él vive en otro suburbio con su esposa y tres hijos-, después de haber pasado el día juntos. Porque habiéndose encontrado por casualidad en el restaurante, no solo han compartido almuerzo, paseo -ya empiezo a burlarme de lo que más quiero- y película (significativamente titulada "Llamas de pasión"), sino también el pago de tales eventos, educadas conversaciones y hasta la típica broma privada que siempre vincula a los amantes en una complicidad excluyente del mundo: la desafinada violoncelista del restaurante que en el cine reaparece como pianista.


Al despedirse esa mima noche, a él le cuesta tanto sonsacarle una cita para el próximo jueves como si le hubiera propuesto consumar su amor en los lavabos de la estación; y, de hecho, después de otorgársela con el alegre reconocimiento de quien asiente concediéndole al otro toda la razón, de vuelta a casa ella se vuelve histérica de culpabilidad -como si en verdad hubiera accedido a ir a los lavabos- al achacar a sus zascandileos londinenses el accidente -leve- de su hijo, sin duda caracterizado por Noel Coward como insufrible para justificar las evasiones de su madre. 

Pero he aquí que después de tanto rogar, Trevor no aparece al jueves siguiente, y el día transcurre como los míos, gris, inerte, vacuo, para una Celia que no logra convencerse de que no está desilusionada, hasta que en la estación, justo cuando su tren está a punto de partir, irrumpe él a codazos lamentando entre jadeos que en todo el día no ha podido desertar del hospital, y felices y reconciliados con su precaria felicidad, quedan para el siguiente jueves, eufóricos de postergar la felicidad que es un problema, afines a esa erótica de la contención tan propia de ellos.


Y como si nada de lo que ocurriera en el intervalo importara nada, sin solución de continuidad saltamos al otro jueves, en un fundido encadenado de alegría, y directamente los vemos riéndose juntos en el cine, en cumplimiento automático de su promesa de verse, esos hijos del jueves, aliados contra el resto de la rutina semanal, que aún no saben que los jueves pueden acabar siendo igual de rutinarios, a quienes este jueves ningún error del destino ha desviado del palco del cine, del cenit de sus esperanzas, en lo más alto de sus vidas. Luego salen de excursión al jardín botánico, navegan en barca por el lago, Trevor vuelve a hacer el payaso en el circo de su amor, y mientras toman el té en la garita del encargado esperando a que a él se le sequen los calcetines y los zapatos, se besan por primera vez. ¡Y solo estamos en el quinto jueves!

Al sexto él la invita a un selecto almuerzo con champán suficiente para persuadirla de que lo acompañe al apartamento de un amigo. Lo cual logra no sin esfuerzo; el gran Lean nos muestra de modo indirecto (sin dejarnos oír el diálogo) su negativa inicial, y poco después, la vemos renegar de su pudibundez, bajarse del vagón que iba llevaba a casa, y correr a través de la estación -mientras irrumpe una fálica locomotora- hacia el apartamento donde la espera Trevor el paciente. Y he aquí que, reunidos al calor de la chimenea, cuando el deseo debería chispear al roce del tweed de él con la seda de ella, ambos parecen tan desanimados y pálidos como las llamas del fuego; y hasta parecen aliviados cuando inopinadamente aparece el dueño y ella ha de escabullirse por la puerta trasera.

Fascinante personaje el propietario del apartamento, que según mi cuñado, al pedirle a Trevor que le devolviera su llave, le inspiró a Billy Wilder la idea generadora de "El apartamento". Pero, a diferencia de la infeliz ingenuidad de Jack Lemmon, las quejas de este turbio colega de Trevor por el empleo de su propiedad, amén de su aire equívoco y decadente, parecen implicar celos homosexuales: dice estar "decepcionado" con él, el asunto de su ligue le parece "desagradable" y llama a las mujeres "histéricas".

                             

Lo cierto es que aunque la pareja se reconcilia en la susodicha cafetería de la estación, que no por casualidad -como en el verso de Eliot en "The waste land"- está a punto de cerrar, acuerdan separarse, que el próximo jueves sea el último. 

La pareja no supera el coitus interruptus de su mala suerte; todo el mundo, ellos los primeros, se ha conjurado contra su amor. Y el séptimo jueves apenas consiste en una ráfaga de humo, en el pretil de un puente de piedra en el campo, los silbidos de las inevitables locomotoras; cuando algo o alguien está sentenciado, ya ha empezado a morir. Y en la cafetería volvemos al punto de partida, a la escena de la separación para colmo interrumpida por el encuentro con la amiga parlanchina, como si la mala suerte los privara hasta de la melancolía de las despedidas. Solo que ahora asistimos a ella desde el punto de vista de Celia y sabemos lo que en una perfecta adecuación forma-fondo Lean nos ha ocultado hasta ahora, ya que algo tan ominoso, tabú, debe ocultarse en lo posible, la desesperación que a punto ha estado de arrastrarla al suicidio, al borde de los raíles, su rostro fúlgido al trueno metálico de la muerte y del tren ante el que casi se arroja, y que aún pasa y seguirá pasando delante de ella.

                             

Por supuesto, lo que la salvó en el último instante fue el recuerdo de sus hijos y de su marido; y sin embargo a mí el matrimonio de lo único que me ha librado es de leer poesía, y me pregunto por qué los versos más arduos de erradicarme del recuerdo son los de "La tierra baldía" de Eliot, ese maldito puritano que, ahora que caigo, se parece mucho al dueño del apartamento del que huye Celia; será porque también él tenía una llave, la explicación de una época -los deprimentes años treinta-, en clave de tristeza y desesperación. Un período de fracaso tan profundo como el nuestro. ¿También incubará nuestra ruina otro huevo de serpiente como el de entonces?

De momento, aquí y allá, con aliento alcohólico y voz pastosa, los camareros, los dependientes y las madames no paran de susurrarnos: "Cerramos en cinco minutos"... "Lo siento, vamos a cerrar"... "Cerramos en seguida"...

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