viernes, 13 de julio de 2012

YO, KING KONG

                   


En mi tierra yo era Dios y aquí soy la Octava Maravilla del Mundo. Era inmortal y ahora preferiría morir a tolerar esta vergüenza. Antes ni siquiera sabía que hubiera un mundo fuera de mi isla: creía que nos rodeaba la eternidad del mar, un universo de agua salada. Y desde que andaban a cuatro patas he sido la memoria y el miedo de esa ridícula tribu de hormigas que a sí mismos se llaman hombres, y que aquí, donde les sirvo de espectáculo, se creen humanos cuando menos lo son.

No sabía que lejos de la isla esas hormigas fueran pálidas en vez de negras y que hubieran evolucionado tanto. Yo era eterno y nunca cambiaba. Nací con el tiempo y con la muerte, y los años no me afeitaban el vigor ni la majestad. Tal vez me aburría un poco: como no tenía igual, con nadie podía hablar. ¿Fui por eso presa dócil del amor, para escapar de la monotonía de la corona? Un gigante poderoso es alguien muy solitario, y yo era poderoso de verdad. 

En todo caso, aquella mañana no me gustó que las gaviotas me trajeran la novedad, amaneció nublado y solo más tarde las brisas me aturdieron con el fétido olor de los forasteros, el mar hedía a esos insectos que infectaban el aire como una amenaza, y por fin pude verlos acercarse en una ballena de hierro que en nada se parecía a las balsas de los indígenas. ¿Cómo podía ella venir con semejante raza de miserables? Eso es otra cosa que he aprendido. Que lo sublime puede mezclarse con la inmundicia.

Yo era un ignorante, y ahora que sé más que antes soy más infeliz que nunca. Me pasean encadenado por este hormiguero de hormigón que llaman Nueva York, y aunque de momento me admiran algunos ya han empezado a burlarse. No podré soportarlo si ella está delante. ¿Cómo puede vivir entre ellos? Pero es verdad que por fuera se les parece. Ese es el vértigo que nos separa: yo tengo demasiada fuerza y ella es muy delicada. En cuanto la vi, no pude resistirme a su belleza dorada, aérea, transparente. Con mirarme y gritar, ella logró lo que ninguna bestia, herirme de muerte. Desde que la conozco estoy seguro de que moriré. Esos salvajes la habían amarrado a mi lado de la muralla para ofrecérmela como sacrificio. Esos sí que me temían, yo significa su muerte. Era su bestia negra.

Cuando los otros me atraparon y me llevaron lejos de la isla, pensé que añoraría la exuberancia de la selva, el rastro de la sangre y de la salvia, la carne indefensa de tantas presas, la emoción de la lucha y la exaltación de la victoria. Y ahora aborrecería regresar porque estoy seguro de que ella no iría conmigo. Y odiaría volver a ser tan feliz y tan estúpido como antes. Solo echo de menos el miedo y el honor que todos me rendían, en vez de este ridículo. Al menos ella asistió a mi último día de reinado. Lo peor es que todavía no comprende lo que siento por ella. Sé que solo miedo le inspiro. Gritaba todo el tiempo y de nada me valía acariciarla. Aunque no me quitaba ojo, era porque la fascinaban mi fealdad bruta y colosal. Me gustaba tenerla en la mano como ellos sostienen en la palma una mariposa cazada, pero fue su aguja, y no la de los coleccionistas, la que me ensartó el corazón.

Una vez se desvaneció, aunque no de amor, y al despertarse me creyó una pesadilla. La salvé de pájaros, monstruos y reptiles, y pese a que me vio vencerlos no se sintió orgullosa de mí. Prefería a aquel marinero taimado al que no logré triturar. Es de su tamaño. Sí, ése es el problema, que yo tengo demasiada fuerza y ella es tan grácil y preciosa como una muñeca de nácar. Podría ser la bailarina de marfil que girase en mi inconcebible caja de música, la figurita de novia que coronase mi imposible pastel de boda.

Todavía me parece mentira haber derrotado a tantos dinosaurios como querían robármela y que luego me atraparan esos insectos. Yo temía las picaduras de sus disparos tan poco como a los mondadientes de las lanzas de los salvajes. De hecho, sus burlas me hieren más que sus balas. En cambio, con los aborígenes se podía convivir. Dejé que sus antepasados levantaran aquella muralla para que se mantuvieran al otro lado y no me molestara su miedo. Mientras tomaban mis pasos por terremotos y mis rugidos por huracanes, a mí sus antorchas me parecían luciérnagas y sus tam-tam y golpes de gong me sonaban a suspiros. Para mí luchar con los dinosaurios era un deporte de riesgo. Y si alguna vez hubiera perdido, lo habría aceptado: ellos atacan de frente y la fuerza era ley.

Todo lo contrario que estos hijos de la noche y de la niebla, que me aturdieron con aquellas bombas de gases narcóticos. Y con algo peor. Sus pérfidas mentes intuyeron que ella podía vencerme. Por ella perdí mi prudencia y mi fuerza, me ablandé y por eso me atraparon. Era mi debilidad y me inoculó una enfermedad desconocida de la que no quiero curarme aunque cerca está de domesticarme. Al punto de haber permitido que me traigan a este escenario a mostrarme como la Octava Maravilla del Mundo, esclavo de la curiosidad de estos insectos que se han vuelto entomólogos.

Pero la resignación no está en mi carácter. En realidad no hay cadenas que puedan retenerme, y si la viera en peligro, como ante aquellos monstruos de la selva, recobraría mi energía y me rebelaría. Lo más seguro es que acabaran conmigo gracias a esos abejorros de metal que han amaestrado y pican de lejos con veneno, pero, libre del peso de la inmortalidad, escalaría a la cima del mundo y solo caería tras una fulgurante apoteosis de gloria y destrucción. También he aprendido que no vale la pena vivir a cualquier precio.

Sé que ahora mismo ella está en el auditorio y tampoco voy a tolerar que me vea encadenado. Aglutino fuerzas para desencadenarlas en cualquier momento como un terremoto contra este panal de cemento con nichos por ventanas, abatiré esos árboles de cemento y cristal que a ellos les parece que rascan el cielo, desataré el vendaval de mi furia, y a ella la rescataré de estos insectos porque aunque está confiada cualquier día le harán daño, la dejarán morir de hambre o entre todos la enloquecerán haciéndole señales con esas cajitas que disparan fogonazos y le deslumbran la sonrisa. La pobre no sabe lo que pueden llegar a hacerle esos seres tan astutos que la convencieron de que iban a librarla de mí cuando soy yo quien tiene que librarla de ellos y huir con ella y demostrarle que nunca se es demasiado fuerte para salvar de este mundo a alguien tan frágil como ella.        

                

2 comentarios:

  1. Es interesante el enfoque que le diste a la historia, expresaste los sentimientos del único protagonista que no había sido tomado en cuenta hasta hoy. King Kong. Conocer sus pensamientos fue refrescante, he visto varias versiones de la misma, y todas coinciden en los temores de los humanos frente a lo desconocido.
    Me encantó.
    Saludos.

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  2. Bienvenida al club de fans del gran Kong! Destruyendo Wall Street a manotazos ahora lo veo como una alegoría de la crisis del 29. En cualquier momento puede volver al ataque. Un saludo.

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