sábado, 25 de agosto de 2012

EL ASESINO DE "VÉRTIGO"




                    

Aquí tendido, en la pérgola de mi chalet monegasco, la coctelera a mano y los rayos declinantes de sol cosquilleando el agua de la piscina, me complazco en recordar, las pocas veces que no tengo a ninguna joven en las rodillas, lo bien que me resultó el único crimen que he cometido en mi ya dilatada vida. Asfixiar a Madeleine, mi esposa, fue un asesinato limpio, impune y pero que muy rentable. ¿Todavía alguien cree en las falacias del remordimiento, de la culpabilidad y la justicia? 

Madeleine era millonaria y yo su heredero universal –no tenía familia-; pero no podía tocarle un dólar sin su consentimiento, y en vez de su dinero tenía yo que gastar mis días en el astillero, regentando la empresa naviera de su padre, un negocio pesado, en todos los sentidos. Y además me hacía ella la vida imposible, escenificándome un enfado tras otro, y el trabajo apenas me servía de pantalla que disimulara los encuentros con mis chicas, porque a todas horas estaba llamando ella a la oficina y los almuerzos de trabajo tienen un límite. Si a algo no he podido renunciar jamás ha sido a mi libertad, el valor más americano que imaginarse pueda.

El germen de la idea de cómo deshacerme de mi esposa me lo inoculó el parecido que con ella guardaba Judy, una de mis amiguitas. Reparé en ello, pese a la diferencia de edad, mientras la más joven se miraba en el espejo del armario de su cuarto. Me la había presentado Joe, un bribón que no le había dicho que estaba casado y ya se había hartado de ella. No me extrañó. Era la típica chica de pueblo, ingenua y vulgar; venía de Salina, Kansas, y llevaba un par de años en la ciudad haciendo de cajera o camarera; eso sí, dotada de una belleza y unas curvas dignas del circuito de Indianápolis. Pero todo cansa; sobre todo si uno tiene que correrse las Quinientas Millas a diario. Por así decir, ella era vasta y basta.

Y, como digo, tenía algo más extraordinario, su parecido con Madeleine. Aunque me gustaba, si no hubiera sido por eso, a las pocas semanas habría hecho lo de Joe, pasársela a algún conocido. Extrañamente, creo que tampoco ella se enamoró de mí; al parecer solo se sintió halagada de que alguien como yo se fijara en ella. De todas formas, Judy era de las que había que prometerle que muy pronto iba a separarme de mi mujer, y la verdad es que por una vez la cosa iba en serio; en efecto, iba a perder de vista a Madeleine –yo y el mundo entero-, pero no iba a hacerlo para casarme con Judy.

Poco después le dije que mi mujer no me concedía el divorcio y la engatusé para que me ayudara a eliminarla –pero de lejos, ella no tendría ni que conocer o ver a la víctima, ni en consecuencia correría ningún peligro de ser implicada-. La muy tonta creyó que luego me casaría con ella y así daría un salto en la escala social. No me conocía: confiaba en mí.

Aunque todavía no había encontrado yo al hombre de paja que cargara con la culpa, como un genial director de escena, la fui amaestrando para que desempeñara el papel que en todo caso a mí me convenía, completamente opuesto al de aquella simplona. Al punto de que fuimos acortando, hasta suprimir, nuestros escarceos de cama con tal de que ensayara lo bastante. Incluso la insté a comportarse como su modelo cuando estuviera sola; y estoy seguro de que cumplió, tales fueron sus progresos en alguien tan limitado.

De modo que le enseñé modales, cómo debía trinchar la carne y el marisco o sostener el cigarrillo; cambié su forma de caminar y de vestir –mi buen dinero me costó-; la hice teñirse de rubio ceniza y abandonó aquel maquillaje tan chillón; le mostré cómo tenía que mirar y sonreír, adelgazó y aprendió a hablar más bajo y lento, y –lo más difícil- a callar. En resumen, le infundí clase, que en esta vida todo se puede aprender con el maestro adecuado. O al menos el suficiente estilo para embaucar al incauto de turno.

Sí, la convertí en una mujer lánguida y misteriosa, turbia y etérea, sutil y delicada. Y, como digo, bien rápido que aprendió; en lo más profundo de sí, con lo insegura que era, debía ser consciente de lo vulgar que era y estaría descontenta consigo misma. Pero estoy seguro de que si no es por mí, para siempre se habría quedado en lo que era, en lo que volvería a ser después de separarnos. Y luego, además de director de actores, me convertí en autor, porque empecé a escribir su papel, a enseñarle lo que tenía que decir. Aunque solo por encima, ya que hasta que no encontrara al hombre adecuado no podía adaptar a su caso las ideas generales, ni pergeñar con exactitud la trama de la obra.

Porque entretanto yo iba pensando y descartando posibles víctimas de sus encantos, y un día leí en el periódico sobre Scottie Ferguson, mi antiguo compañero de colegio. Al parecer se había retirado de la policía, afectado de acrofobia, después de que en una escaramuza a través de los tejados un compañero se precipitara al vacío intentando socorrerlo. Recordé su carácter amable y generoso, lo romántico –es decir, cursi- que era, me dijeron que seguía soltero y aunque no lo veía desde antes de la guerra supe que era mi hombre.

Me apresuré a completar el adiestramiento de Judy, y mirando el cuadro que del viejo San Francisco tengo en el despacho -¡tiempos de pistoleros y libertad!- y a la vista de un reportaje del periódico sobre el museo de la Legión de Honor, se me ocurrió largarle a Scottie la historia de Carlota Valdés. Me dio su teléfono otro condiscípulo y lo cité para el día siguiente en el despacho. Se trataba de convencerlo de que siguiera a Madeleine haciéndole creer que llevaba tiempo comportándose de una manera tan rara que me había decidido a llevarla a un terapeuta, pero antes quería conocer minuciosamente su conducta para exponer el caso al detalle.

Me costó convencerlo; con la edad, todos, hasta el bueno de Scottie, nos endurecemos. Y aunque seguía tan cabezota como siempre, al fin logré tocarle la cuerda de la compasión. Para identificarla, accedió a acudir al restaurante Ernie´s esa misma noche; con que viera a la esplendorosa Judy que yo había creado, una rubia radiante en su vestido azul prusia jalonado de misterioso encanto, estaba seguro de que quedaría encandilado. Lo que pudimos reírnos ella y yo de vuelta a su apartamento recordando la cara de alelado que puso mi amigo cuando la vio en el reflejo del espejo de la barra.

Así que a la mañana siguiente empezó a seguir a Judy haciendo de Madeleine, que después de nuestra última pelotera se había ido al campo. Hasta le había comprado un Mercedes de segunda mano para la ronda que tendría que hacer por San Francisco y alrededores. Lo que yo pretendía era que el ingenuo Scottie llegara por sí mismo a la conclusión de que mi mujer había sido poseída por el espíritu de su presunta bisabuela, Carlota Valdés, una pobre desgraciada que al parecer se volvió loca cuando la abandonó su amante llevándose a su hija con él, y que su antepasada le imponía la idea de suicidarse tal y como ella hizo en 1857.

A tal efecto Judy visitó el museo de la Legión de Honor, donde se exhibe un retrato de la tal Carlota –de peinado y joyas parecidas a las que di a Judy- , peregrinó a su tumba en la Misión Dolores y acudió al hotel Mckittrick, ubicado en la vieja casona de Carlota. En la cama con Judy, se me ocurrió cómo debían conocerse. Y dicho y hecho, al día siguiente, en la parte de la bahía donde el Golden Gate pasa a la altura del presidio, ella se arrojó al mar para que Scottie, que yo sabía buen nadador, pudiera rescatarla. Haciéndose la desvanecida, se dejó llevar a casa de Scottie. ¡Lo que no esperábamos fue que él se atreviera a quitarle la ropa mojada mientras se suponía que ella seguía inconsciente! ¡Y parece que se tomó su tiempo, je, je! Cómo me reí cuando supe lo lanzado que se había vuelto el viejo Scottie.

Por supuesto, yo daba por supuesto que Scottie se enamoraría de Madeleine, es decir, del personaje que yo había inventado. Lo que no me esperaba es que ella le correspondiera. Empecé a notarlo los últimos días; casi tenía que obligarla a acostarse conmigo y a todo le ponía reparos; no quería implicar a Scottie en nuestro asunto. Estuvo a punto de arruinarlo todo y hasta tuve que amenazarle con contarle la verdad a Scottie, que ella era mi cómplice y aquella Madeleine no existía: por algo era la mujer de sus sueños.

He dicho que Judy se enamoró de Scottie y ahora, con el tiempo –tantas veces he saboreado el episodio-, más bien pienso que de quien realmente se enamoró Judy fue de Madeleine, esto es, de la imagen que de ella se había hecho Scottie, de aquella mujer sofisticada y fascinante, lo que nunca Judy había ni soñado ser. Sí, ahora estoy seguro de que Judy fue muy feliz interpretando a la poética Madeleine, creyéndose ella. Desde luego que por parte de ellos dos esta historia demuestra la fantasmagoría de eso que llaman amor. Semejante cosa no es más que una ilusión solipsista, un falaz reflejo que de sí mismo pretende proyectar el amante en la amada, pura vanidad de querer reconocerse en el espejo del otro. Por suerte yo no caigo en semejantes espejismos con las chicas que me visitan en el chalet, je, je…

También dejé que el tonto de Scottie descubriera por su cuenta cuál era el decorado de las supuestas pesadillas de Madeleine, que también fluyeron de mi imaginación; en realidad ha sido una pena apropiarme de la fortuna de mi mujer, porque de verme en apuros me habría convertido en un novelista o dramaturgo de éxito. Al referirme al escenario onírico de Madeleine, aludía a la Misión de San Juan Bautista, conservada tal cual era bajo dominación española. Obedeciendo inconscientemente a mis designios, Scottie concluyó que si la llevaba a la Misión, ella exorcizaría sus demonios. Judy, ¡no, quiero decir Madeleine!, concluiría que conocía el lugar porque había estado allí y no porque en sueños le hubiera conjurado su imagen un espíritu que la llamaba desde la orilla de la muerte.

En cuanto Judy me avisó que aquel mismo día irían a la Misión, salí disparado a visitar a la Madeleine real, a mi esposa, con la excusa de reconciliarme. Seguía ella en el campo, en la mansión de sus padres situada en Landon’s Creek, a cuarenta millas de la ciudad. Puesto que había vecinos cerca, no podía permitir que gritara, de modo que aproveché su siesta para aplicarle la almohada sobre la cabeza. Murió en paz: poco antes habíamos hecho las paces y ahora le perdoné todos los malos ratos que me había dado.

Le puse un vestido sastre gris marengo, idéntico al que Judy había de vestir, la llevé al garaje –uf, siempre engordaba en el campo-, y para cuando Scottie y Judy llegaron a la Misión yo ya esperaba en el campanario, adonde la había subido a cuestas. De forma que cuando Judy se libró de Scottie y subió la torre a arrojarse desde el campanario, consumando así sus presuntas tendencias suicidas, el cuerpo que desde las escaleras Scottie vio por la ventana caer al vacío fue el de mi mujer, vestida como Judy.

Todo salió bien; no cometí ningún error: la prueba es que estoy aquí, no tan incómodo como querrían algunos moralistas, de conocer mi historia. Me refiero a todos esos que creen que el criminal siempre paga, los que prohibirían cualquier película en que el asesino quede impune. ¡Cómo sufrirían al verme aquí tan feliz! Pensarían que el peso de la culpa me hundiría en una piscina en la que, sin embargo, me entrego a ciertos escarceos con mis esbeltas visitantes, je, je…

Corrí mis riesgos, por supuesto. Una autopsia me habría puesto en apuros, o que Scottie se hubiera quedado a identificar el cadáver. Pero yo sabía que después de lo de su compañero estaba completamente traumatizado y no podría enfrentarse ni asumir tan pronto lo que había sucedido. Nadie sospechó de mí. Lo más peligroso fue que al recibir el pésame de varios pazguatos estuve a punto de explotar en una carcajada de puro regocijo. Desde luego que me era indiferente la suerte de Scottie, pero el asunto rodó tan bien que hasta él salió bien librado. El juez se limitó a darle un pequeño rapapolvo y yo descarté pedirle ninguna indemnización.

Heredé sin problemas, vendí la empresa naviera y para acá que me vine. Un magnífico escenario para la madurez. En cuanto a Judy, tuvo que conformarse con quinientos dólares de propina. No podía acusarme de nada sin delatarse a sí misma. Ah, también le di un puñado de joyas de mi mujer que le había dejado para su caracterización.

Las joyas de Carlota Valdés.       

                                       

                                                                                   
                         

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