domingo, 5 de agosto de 2012

JAMES DEAN SOMOS TODOS

                 
                  


Sobre “Rebelde sin causa”.

Los padres de Jim se habían mudado cinco veces en tres años intentando que por fin se integrara en algún grupo de amigos. No sabían que fueran donde fueran, como un desastre portátil, llevaban los problemas en el equipaje. La última pelea de Jim fue porque no toleró que lo llamaran gallina: lo que él sabía que era su padre, un payaso manejado por su madre y su abuela. ¿Cómo iba a respetarlo si al volver de la oficina se ponía el delantal encima del traje y recogía a cuatro patas las migajas del almuerzo? Pero a excepción de Platón y Judy, que de todos modos no se dejó acompañar al instituto, sus nuevos compañeros allí parecían mucho peores que los anteriores.

¿Para qué vamos al colegio? No le encontramos sentido a lo que nos cuentan en clase o en casa. Somos tan distintos a nuestros padres que no creemos en sus dioses. Al menos ellos habían sabido contra quién luchar: fueron a la guerra. En cambio nosotros estamos perdidos; solo podemos pelear contra nosotros mismos y ya estamos hartos hasta de hacernos daño. El que no es un juguete roto ya se ha quedado sin cuerda. Nuestros padres nos han estropeado y ahora no saben arreglarnos.

Como su padre era un gallina, Jim tenía que hacerse el duro. Por eso aceptó el desafío de Buzz. Todo ocurrió el primer día de Jim en el instituto, a la salida de la visita de la clase al Observatorio. Buzz le provocó y primero se enzarzaron a navajazos. Luego quedaron en el promontorio del acantilado, con toda la panda, y se retaron a ver cuál de los dos era el gallina que se arrojaba antes de un par de coches en marcha que acabarían por despeñarse al mar. Utilizaron dos autos robados del desguace. Judy dio la salida; en el fondo era tierna y tibia, pero delante de los demás parecía dura y fría como una piedra. Platón cruzó los dedos para no perder a su nuevo, único, amigo. Jim saltó a tierra casi en el borde, pero Buzz tuvo un problema con la puerta que le hizo precipitarse al abismo dentro del coche. Pareció tardar una eternidad en estrellarse contra las rocas.

¿Por qué nos peleamos y hacemos esas locuras? Nos lo preguntamos a nosotros mismos antes de que lo hagan nuestros padres, la policía, los terapeutas. Estamos desesperados y el alcohol, la velocidad y la violencia son vías de escape. Algo hay que hacer por las tardes, ¿no? Lo único que nos adapta a la vida es el riesgo de perderla, y apostar contra ella es nuestra manera de valorarla. Como el ludópata solo aprecia el dinero en función de que le posibilita el juego. Porque nuestras casas son manicomios y preferimos el reformatorio o la cárcel. Al menos allí no hay locos. Nuestras familias han dejado de ser hogares; de las repisas de las chimeneas y de las vitrinas han caído todos los dioses, y sus sacerdotes han enloquecido. Todos nosotros estamos solos y buscamos un padre de verdad, no cualquier fetiche o muñeco de mentira.

Ya en la cuna Platón oía discutir a sus padres. Su madre no paraba en casa desde que su padre desapareció como un fantasma, y Platón creyó encontrarlo en Jim. Y eso que solo tenía tres o cuatro años más que él y apenas lo conocía desde por la mañana. Por un momento creyó que había sido él quien cayó al acantilado. El padre de Judy tampoco la comprendía y ella no tenía a quién contarle cómo había crecido el mundo mientras ella seguía siendo una niña. Para él su hija solo era un problema transitorio que se solucionaría cuando pasara la llamada edad crítica.

Sí, estamos en la época que nuestros padres llaman difícil porque lo han oído de algún divulgador –esos psicólogos de la tele-, pero no comprenden que además de nosotros también ellos han cambiado, y se limitan a regalarnos cazadoras, motos, coches y hasta la razón. Nos la dan como a los locos o a los niños que no somos, para dejar de oírnos. Cualquier cosa menos escucharnos. Eso sí, no dejan de rezar por nosotros ni de creer que lo que nos pasa solo les pasa a otras familias. Aunque apenas nos prohíben nada, tampoco nos dan ninguna respuesta. ¿Con quién podemos identificarnos? Nuestra vida es una película en la que todos los personajes son malvados o cretinos. En casa todos son hipócritas; hablan mucho, pero se han cortado los hilos de comprensión. Y cualquier cortocircuito puede provocar un incendio.

Los padres de Jim no querían que fuera a comisaría a contar lo de Buzz para ahorrarse problemas. El escándalo es una serpiente que no debe colarse en casa. Para su madre la sinceridad era como un perro abandonado en una cuneta. Por eso ni a Jim, ni a Judy, ni a Platón nada les salía nada bien, siempre iban a contracorriente, con el viento en contra. Y así Crunch, Moose y Goon, los matones de la panda, creían que Jim los había delatado a la policía y toda la noche lo estuvieron persiguiendo. Como sus casas eran de locos, aquella madrugada Jim, Judy y Platón se habían refugiado en una mansión abandonada junto al Observatorio, la casa de sus sueños. Allí estuvieron parodiando a sus propias familias: fingieron que Judy y Jim eran un matrimonio medio y Platón el agente inmobiliario que les enseñaba la casa. Estuvieron jugando y fueron niños por última vez, hasta que Platón se quedó dormido. Fue la primera y última noche feliz de su adolescencia. Hasta entonces los tres habían estado buscando a alguien que los aceptase y por unas horas lo habían conseguido.

A veces, fuera de casa, logramos algún que otro buen momento, pero en seguida se nos escurre como la arena entre los dedos. Somos entrenamiento de psiquiatra; las crisis nerviosas nos desatan la tormenta de la violencia. Pero todas nuestras casas ya eran un polvorín y nosotros solo encendimos la mecha. ¿Qué querían que hiciéramos? ¿Que nos quedáramos a la mesa mientras ellos trinchaban el pavo aparentando que no olía a chamuscado? ¿Que siguiéramos cenando mientras ardía la casa entera?

Cuando los tres matones llegaron a la vieja mansión, sorprendieron a Platón dormido. Se les escapó y lo persiguieron a través de las habitaciones apolilladas. Pero él se volvió loco porque creyó que Jim lo había abandonado. Igual que había hecho su padre: por eso llegó a dispararle. Hirió a uno de los matones y llegó la policía. También disparó a varios agentes, cada vez estaba más intratable y se refugió en el Observatorio. Jim entró a intentar tranquilizarlo. Lo consiguió, pero a la salida Platón volvió a enloquecer por un error de la policía y lo acribillaron. Sin embargo, sus verdaderos asesinos estaban lejos de allí. Su padre nunca le enseñó a jugar al béisbol; su madre no llegó a abrocharle el último botón del abrigo de borlas. Por eso Platón siempre tenía frío. Necesitaba una cazadora que lo abrigara y Jim le había dado la suya.

Ahora que hemos muerto y el cadáver de cualquiera de nosotros yace con un calcetín de cada color a las puertas del Observatorio, nos queda el consuelo de que Jim se incline a subirnos la cremallera hasta el cuello.      

  

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