martes, 11 de septiembre de 2012

MURIERON CON LAS BOTAS PUESTAS




                  

Esta es la fétida historia, que ya no puedo sino airear porque me excreta por todos los poros del piel, de la vida afortunada de un ilustre inútil, el general George Armstrong Custer, mi marido, y de la abnegada existencia de una desconocida, su esposa, yo. Si convenimos en que la historia del Oeste Americano está enmascarada de mitos y leyendas –esto es, falacias-, la vida de mi difunto marido es un paradigma de semejante conclusión.

Nos conocimos en West Point, donde él era el peor cadete de la academia y solo destacaba por su fanfarronería e indisciplina. Llegaba yo a visitar a mi padre, amigo del general Sheridan, y sí, reconozco que, incauta e inexperta que era, cedí a sus zalameras galanuras. Tan valiente como se tenía, George me pidió temblando una cita, se la concedí y me dio plantón –el primer desplante a la caballerosidad de un miembro de la Caballería-, lo cual acabó de enamorarme de él. Faltó debido a que, en plena Guerra Civil, el orden alfabético y la debilidad del general Sheridan por los caraduras le valieron ser enviado a Washington como teniente de caballería.

Eran tiempos apurados en que el Sur nos ganaba terreno mientras George languidecía en la capital debido a que ningún mando iba a encomendarle misión alguna al oficial más incompetente del ejército. Hasta que en un restaurante conoció al general Scott y a cambio de cederle el último plato de cebollas logró el mando del Segundo de Caballería. Toda su carrera estuvo jalonada por estos golpes del mar de la Fortuna, a lomos de cuyas olas cabalgaba mejor que sobre sus caballos. Bueno, además de suerte, le concedo el mérito de caerles bien a los hombres que quería, es decir, a los influyentes.

En la primera escaramuza desobedeció y hasta noqueó a su superior, Sharp, y contraviniendo su orden de retirarse logró tomarle un puente al enemigo. Como en el ejército solo rige el código moral de la victoria, entre condecorarlo y fusilarlo optaron por lo primero. 

De permiso, vino a Monroe a cortejarme. Pero antes de llegar a verme, entró en el verdadero templo de sus devociones, la taberna, y borracho que estaría se enfrentó al propietario del local, que solo iba a cobrarle su alquiler al tabernero. Lo llamó petimetre y gordo pajarraco. Por fin se dignó a venir a casa y emprendió las zafias galanterías del caso; vaya una manera de cortejar que tienen los hombres. Además, apestaba a cebolla; intentaría disimular las copas con que se habría dado valor. Pero lo más increíble es que entonces volvió mi padre y resultó ser nada menos que el “gordo pajarraco” de la taberna. Papá lo echó y eso me decidió a prometerme con él. Si le caía mal a alguien tan obtuso como mi padre, aquel chico tenía futuro. Además, estaba harta de quedarme encerrada en casa, me gustaba contrariar a papá y me aburría principiar con otro el enojoso proceso del cortejo. Para escapar de la familia, George me parecía tan bueno o malo como cualquiera: me equivoqué. 

De nuevo, George debió a la casualidad su ascenso a general de brigada. Disperso en otros asuntos, el general Taipe, que llevaba años sufriendo su inutilidad, dio curso a la orden de sustituir automáticamente una vacante con el siguiente del escalafón, sin advertir que le tocaba a George Custer. Nunca hubo carrera tan meteórica y a la vez inadvertida que la suya.

En Hanover volvió a contravenir las órdenes y de nuevo la marea de la Fortuna lo exaltó en la ola del éxito: gracias a su desobediencia, esto es, por pura suerte, su regimiento fue el único en no quedar embolsado por las tropas de Stuart y Lee, y la Unión se salvó. ¿Con qué diablejo habría pactado George? Tratándose de él, con alguno salido de cualquier botella de whisky. ¿Se habían enamorado las estrellas de su bigote de rufián?

Cubierto el expediente de varias batallas y miles de muertos después, se rindió el Sur. Por supuesto que ante la fama de George mi padre depuso su animadversión y nos casamos en seguida. Entonces se inició mi via crucis privado. Licenciado del ejército y en tiempos de paz, era un suplicio sufrir a George todo el día en casa, hasta que dio en dilapidar los días en la taberna. Se abandonó a la bebida. Sin preparación ni interés genuino por trabajar, fue incapaz de emplearse en la vida civil. No salía de los discursitos sobre “la gloria” o “el honor”, conceptos que solo eran excusas para su holgazanería. 

De madrugada subía tambaleándose al dormitorio y caía inconsciente en la cama sin prestarme ni un minuto de atención. Solo un imbécil como él pudo rechazar la única oferta que le hicieron, representar los intereses del Ferrocarril para lograr concesiones y vender acciones gracias a su renombre entre el populacho. Una vez más se amparó en que no podía arrastrar su nombradía en un proyecto meramente comercial. Desde luego que prefería seguir emborrachándose con mi dinero.

Desesperada, tuve que recurrir a uno de sus muchos protectores, el general Scott, el de las cebollas, que atendiendo a mis súplicas por un alcohólico, le buscó un destino militar: Fort Lincoln. George no pudo negarse a aceptarlo: aquél era el único camino hacia la gloria. Ahora serían los indios quienes tendrían que soportar su buena estrella, pensé. Ellos eran los verdaderos americanos de Estados Unidos y los estábamos expulsando de sus ancestrales tierras y exterminando sin piedad. 

Tuve que ir con él; como siempre, una mujer es la sombra de su marido. Al menos dejó de beber, pero en la cama seguía siendo un incapaz. No pude sino sospechar de las miraditas que lanzaba a los pantalones ajustados de los soldados y de la melenita que se dejó; también recordé lo simpático que lograba resultar a todos los hombres cuyos favores necesitaba. Lo peor de todo era tener que sonreír y responderle que sí cada vez que abrazándome me preguntaba si era feliz. Muy tontas tenemos que ser las mujeres para tolerar algo así.

Pero al menos ahora estaba entretenido limpiando la frontera de indios; parece que los hombres solo se divierten y arreglan sus diferencias vertiendo la sangre ajena con la coartada de banderines o crucifijos. Gracias a sus oficiales y a utilizar a cientos de sus hombres como blanco de flecha, forjó el mito del Séptimo de Caballería; el salvífico toque de trompeta, el estandarte sobre el polvo, el fragor de las armas al galope…

Se firmó un tratado de paz con Caballo Loco, el Gran Jefe de los sioux, según el que nos cedían su territorio a excepción de las Colinas Negras, su tierra sagrada. Pero un contrato firmado con los blancos es hoja de otoño, y como al Ferrocarril le interesaba aquella región, distribuyeron el falso rumor de que allí había yacimientos de oro, con lo que millares de blancos sucumbieron a la fiebre y profanaron las Colinas Negras. Así que Caballo Loco relinchó de furia y encabezó la rebelión de una alianza de tribus.

Entonces George tuvo su último golpe de suerte, solo que esta vez le impactó demasiado fuerte. Con su clásica desfachatez se coló en el mismísimo despacho del presidente Grant y lo cameló para que lo librara del Consejo de Guerra que tenía pendiente por agredir a Taipe y Sharp –a quienes odiaba desde West Point y a la sazón eran representantes del gobierno- y le encomendara el mando supremo contra los indios. En toda crisis es típico entregar la suerte de un país entero a la de cualquier imbécil.

Por desgracia, el resto de la historia pertenece a la mayor infamia infligida al Ejército de los Estados Unidos: Little Bighorn, la última chapuza de mi marido. Se mostró tan inepto como de costumbre, solo que esta vez no se elevaron las alas ni las olas de la Fortuna a socorrerlo y depositarlo en la orilla. El problema es que con él cayeron miles que sufrieron las consecuencias de su temeridad, el disfraz de su osadía y su desfachatez. 

Como no me dejaron contar nada, en las conmemoraciones póstumas me estallaron las glándulas de la furia, empecé a sudar por cada poro de mi piel y hasta ahora que he dicho la verdad no he parado de sudar caudalosos ríos de incomprensión e ira.

 Recuerdo que las autoridades tuvieron que taparse la nariz con pañuelos tan grandes como aquellas malditas banderas y algunos se desmayaron por el olor, que parecía emanar del cuerpo de mi marido anticipando su descomposición a marchas forzadas, como si quisiera encabezar al Séptimo de Caballería entrando en el Infierno y la condenación eterna.                   

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