lunes, 29 de octubre de 2012

EL CABO DEL MIEDO



                  

Fue en Baltimore. Hace más de ocho años. La edad de un niño, la duración media de un matrimonio o de una guerra encarnizada. Ocho años, cuatro meses y tres días. Tengo el tiempo clavado como una astilla de hielo en el corazón y no me la sacaré sino para clavársela al abogado. Por de pronto, se le ha muerto el perro –envenenado-, cualquier día su mujer tendrá un accidente, y en media hora su hija se convertirá en mujercita de un modo abrupto, harto traumático.

Lo que le pase al abogado será poco en comparación con ocho años de cárcel: el tedio de las tardes midiendo en el techo el ángulo del sol, los chasquidos metálicos de las verjas, la sustitución de las dóciles blanduras femeninas por otras carnes prietas, fibrosas, correosas: igual que comer carne de caballo en vez de faisán. Y aunque reconozco que no soy hombre hogareño, la reclusión también me ha privado de conservar una familia como la del abogado. Después de todo las cosas estaban mejorando en casa; desde que el chico entrenaba en el equipo de boxeo había dejado de atizarle, y a última hora siempre convencía a mi esposa de que no me denunciara.

Deslumbrado por la libertad, después de despedirme del alcaide, lo primero que hice fue venirme a ver al abogado. Sin embargo, en el camino añoré la posibilidad que en la cárcel tenía de dominar a los demás reclusos. Pero recordé que el alcaide esperaba volver a verme pronto y no podía dejarme detener sin llevar a cabo mi propósito. Incluso antes de buscar alojamiento me dirigí al Palacio de Justicia –de injusticia- y sin apagar el puro ni descubrirme el panamá entré en la sala. Allí estaba el abogado, en plena acción, embelecando al juez con sus argucias y esquivando la verdad con sus fintas legales, ocultando la realidad entre sus intrincados recovecos y sepultándola bajo un cenotafio de pompa y vacuos tecnicismos.

Por suerte él no había cambiado nada. Seguía tal y como en mis insomnios lo había enfocado la blanca luz de mi odio, envarado de hipocresía, engolado de falsa virtud, tan henchido de orgullo que en cualquier momento podía elevarse hacia el cielorraso de la sala. Exactamente como yo lo recordaba de mi juicio. Cuando mi abogado sonreía y desde el banquillo observaba yo por la ventana del juzgado cómo sobrevolaban las palomas el bosque de mi libertad, tuvo que venir el abogado a testificar contra mí como ciudadano particular. Alguien con su reputación convenció al jurado de que los gritos de la chica que había oído en el garaje y yacía conmigo en la oscuridad, no eran de placer.

Así que después de ocho años de espera lo seguí por los pasillos del Palacio de Justicia y lo abordé cuando ya estaba al volante. Simuló no reconocerme, lo que me enfureció más, aunque después de todo yo apenas seré otra de sus numerosas víctimas. Arrancó el auto y me dejó en la boca los saludos a la familia. A partir de entonces empecé a acosarlo de modo que, como en una jaula de cristal o en una celda translúcida, se sintiera como en una cárcel en el seno mismo de su cotidianeidad, maniatado por cadenas invisibles. Es curioso, pero bastan una mera sombra, el chasquido de un paso, una presencia sigilosa, para convertir en un infierno el apacible paraíso de cualquiera.

Como un mal recuerdo, lo perseguía a todas partes. Deslizándome como una serpiente por los resquicios de la legalidad, reptando entre los vacíos de la ley, estoy haciendo de su vida una pesadilla. Como me sobraba el tiempo, he aprovechado la clausura para leer libros de Derecho, lo cual, aparte de enseñarme bastante, me dio ocasión de reírme lo mío. Por tanto, me consta que no hay ley que me prohíba equivocarme de teléfono a medianoche, visitar la bolera favorita del abogado, pasear por su calle, alquilar en el muelle una lancha al lado de la suya o fumar, como ahora, a la puerta del colegio de su hija.

Cada vez que me descubre en uno de estos lugares, adopta esa expresión tan suya de puritana indignación, se estira en un ademán de ecuanimidad sorprendida, de inocencia ultrajada. Pronto lo desequilibré al punto de que ese campeón de la libertad y defensor de los derechos civiles pretendió encerrarme o como mínimo privarme de mi libertad de movimiento. Movió sus hilos en la policía y logró que me registraran la habitación y me detuvieran cuatro veces como sospechoso de robo o, en última instancia, de vagancia, para poder alejarme cien kilómetros de la ciudad. Pero me sabía de memoria el artículo correspondiente y había vendido la granja de mis padres precisamente para que mi honrada cuenta corriente les frustrara la acusación. No pudieron echarme, ni siquiera estaba borracho y, como buen ex convicto, cumplía con mi obligación de presentarme cada semana en comisaría.

Cierta mañana el perro del abogado, que no dejaba de ladrar en el chalet manteniéndolos a todos en vilo, de pronto enmudeció para siempre. Compungidos lo llevaron al veterinario; así son los hipócritas, capaces de llorar por un perro y de encerrar a un inocente con una sonrisa de satisfacción. Pero estos días su esposa y su hija lucen ojeras y las caras mustias, y el abogado está perdiendo casos inverosímiles.

He eludido la persecución policial gracias a la intervención de un abogado, Dave Grafton, que en la prensa es el látigo de la represión policial, este sí, un honorable partidario de la presunción de inocencia. Empecé a ganar la guerra psicológica. El siguiente paso del abogado fue contratar a un detective privado, un sabueso que me husmeara los pasos como yo husmeaba los suyos. Probé mi propia medicina: me molestó en mis escarceos amorosos.

Resulta que tampoco yo he cambiado estos años y ciertas mujeres aún se me quedan clisadas en los bares, hipnotizadas o fascinadas como quien mira a una serpiente, gracias a lo cual apenas tengo que recurrir a las profesionales. Son aquéllas de gustos, por así decir, complementarios a los míos, algunas que disfrutan justo con lo que a mí me gusta. Lo que pasó fue que ese sabueso estuvo a punto de atraparme mientras le cargaba yo la mano a una de mis conquistas. Reconozco que por una vez me excedí; al menos, después de lo que le hice a ésta, podía estar seguro de que no se atrevería a denunciarme. Fue una excepción: lo normal es que disfruten más que yo, como aquélla del garaje.

Muestra de que le estoy quebrando los nervios al abogado es que, como él diría, se está degradando por mi culpa, lo están perdiendo los instintos más primitivos y cerca está de sucumbir a los impulsos homicidas sobre los que tan aficionado era a elucubrar en las revistas especializadas. Para querer matarme no necesita tener la mandíbula prognática ni los ojos demasiado juntos. Ayer mismo me insultó y hasta atizó en el muelle, al verme apreciando los encantos de su hijita en shorts.

Para demostrarle mi superioridad psicológica, no me molesté en devolverle la afrenta. Pero sí me he hecho con una navaja, porque estoy seguro de que cuando sepa lo que le va pasar a su hija recurrirá a los sicarios. Ya son las cinco; la chica estará a punto de salir de la escuela y su madre sigue sin llegar. Puede que la consuele de lo del perro con algo nuevo que la distraiga; quizá le presente a otro amiguito cálido y peludo con quien también pueda jugar.

Tiene edad para que alguien le desvele con delicadeza ciertos secretos de la vida.          
                                                                                              

viernes, 26 de octubre de 2012

CON LA MUERTE EN LOS TALONES


             
                              

Ahora que he asesinado por control remoto a ese fastidioso histrión de George Kaplan, que a estas horas yacerá acribillado por la avioneta fumigadora –por fin privado de recuerdos, de su omnisciencia sobre mí-, surgen dificultades con Eve. Lleva esquiva toda la mañana, responde con monosílabos y mantiene la mirada en un punto indeterminado del pasado. Por una vez no ha reaccionado a mis caricias y la he dejado sola en la habitación para pasear por el centro de Chicago.

Serán los nervios. Ha sido ella quien ha cazado a Mr. Kaplan con el señuelo del sexo; a mí no me importa que utilice su cuerpo como cebo, pero ella siempre ha sido muy sensible a la cuestión. Más que de su carne, soy prisionero de su espíritu, y me encadena la apacible dulzura de su carácter. Como a otras muchas, la conocí en una de aquellas fiestas de la alta sociedad; el éxito es el imán de la belleza: las mujeres lo detectan tan fácilmente como a un homosexual. Cuando me presentaron a aquella joven diseñadora industrial, todo el mundo pareció enmudecer y me hirió la mano el vidrio de la copa quebrada. Tal vez solo debí contratarla para la empresa sin introducirla en la KGB. También se dice que no hay que mezclar la devoción con el trabajo, pero los genios no sabemos segregar la vida de la obra.

Al principio yo solo tenía una fábrica de piensos en Netwark. Y pese a mis modales refinados, a mi encanto natural y al acento británico –papá insistió en enviarme a Eton-, todo el mundo me daba de lado; resultaría demasiado intelectual y retorcido para la burguesía americana. Así que, como me sobraba tiempo, pasaba los fines de semana en Nueva York; por curiosidad asistí a un par de mítines, y antes de darme cuenta me estaban entregando mi carnet del Partido en aquella polvorienta oficina de seguros que empleaban de tapadera. Y al poco ya estaba aquel agregado de la embajada soviética ofreciéndome el negocio de mi vida, alimentar a todos los pollos de Kazajistán a cambio de ciertos informes de la Cámara de Comercio que tenía a mi entera disposición.

A partir de entonces me cambió la vida. Como no soy muy valiente, me puse a reclutar subagentes que me procurasen el material. Pero el método más fácil consistía en contratar por un fijo a un fotógrafo y a una joven que en Washington se dejase querer por cualquier senador de otro estado. Al poco canjeábamos los negativos de varias entrañables fotografías por un maletín obeso de información confidencial. A los dos años yo alimentaba a todos los pollos de Ucrania.

Las medidas de las chicas eran cada vez más vertiginosas, los senadores más viejos, y los informes de más alto secreto. Hasta que la semana pasada me hice con el protocolo del Pentágono en caso de guerra nuclear y lo he trasvasado al microfilm que llevo en el bolsillo de arriba de la camisa, muy cerca del corazón. Solo en la primera página consta lo que está dispuesta a tolerar la Casa Blanca antes de desatar la tormenta de neutrones. ¡Un éxito personal de Vandamm –yo-, el número uno de la KGB en América, justo cuando la Guerra Fría está más caliente! Y eso que he tenido que sufrir la persecución, como un remordimiento, de ese Kaplan.

El malestar de Eve es un precio barato por haberme librado de él. Espero que sea pasajero; ella se ha convertido en mi mano izquierda, mientras que Leonard es la derecha: soy zurdo. A Leonard lo conocí en Nueva York, en una conferencia que ofrecí sobre la coexistencia pacífica; me fijé en aquel tipo que en una hora entera no separó de mí sus ojos fanáticos, y que mientras los asistentes abandonaban la sala se quedó en su silla como la viva estatua del asombro.

Si desde el principio hubiera encomendado a Leonard suprimir Kaplan, las cosas no se habrían enrevesado, pero confié en Joe y Vince, el lanza cuchillos que vi en el circo. George Kaplan, el más versátil agente de la CIA, tan escurridizo y sutil que aún lo he habíamos visto la cara, inaprensible como un fantasma, ineludible como la muerte, venía siguiéndome a través de Filadelfia, Boston, Detroit y Nueva York. Había logrado que mi propia sombra llegase a pesarme. De no ser por Eve, lo tendría aquí, en Chicago, y de hecho, ahora que recorro la Avenida Michigan, no paro de volver la cabeza creyéndolo mezclado entre la multitud.

Anteayer Joe y Vince lo interceptaron en el vestíbulo del Hotel Plaza de Nueva York, donde se alojaba, y me lo llevaron a Glenclove, a la residencia de Mr. Townsend, que cuando tiene sesiones en la ONU pernocta en Nueva York y no sospecha que su ama de llaves lleva afiliada al Partido desde 1919. Ante nosotros Kaplan optó por interpretar el papel de Roger Thornhill, un inocente ejecutico neoyorquino. El FBI le habrá cambiado la documentación; a los espías nos sobran los nombres. Dentro de su teatralidad su representación fue convincente, pese a que le constaba que yo era el único crítico cinematográfico que podía desenmascarar su arte. Al estilo de ese Cary Grant de las películas, saturaba de ficción al espectador, lo hacía creer en la imposible verosimilitud de su actuación con el artificio de no pretenderlo. Con una falsa confesión de irrealidad, lograba que su papel fuera real.  

A un hombre se le mide por sus enemigos, y Kaplan es –era- un rival digno de mí. Encargué a Joe y Vince que tras haberlo emborrachado de muerte lo introdujeran en un Mercedes y lo precipitaran por el acantilado. Pero el tipo se rehízo, enderezó la dirección y acelerando huyó hasta lograr atraer la atención de la policía. Mis hombres tuvieron que volverse y a él, como agente del gobierno, los polis lo escoltarían al hotel para que durmiera a gusto la borrachera.

Ayer seguía en su habitación del Plaza, y como se confió, mis hombres lo sorprendieron allí, pero los muy inútiles lo dejaron escapar hasta el edificio de la ONU. Debió creer que allí lo protegería el habitual dispositivo policial. Olvidó que el Presidente visitaba Coney Island. En el interior se cruzó con Mr. Townsend, y mientras lo avisaba de que estábamos ocupando su casa lo utilizó como escudo humano contra el certero cuchillo de Vince. Volvió a escaparse y no a cualquier sitio, sino a la estación de trenes, donde subió al Expreso Siglo XX pocos minutos después que yo. ¡Sabía que me venía a Chicago y en medio de tantos apuros allí estaba, inevitable como un recaudador de impuestos!

Los de la CIA intentaron engañarme haciendo ver que perseguían a Kaplan-Thornhill por el asesinato de Townsend (como si el primero se hubiera vengado del segundo creyéndolo implicado en su secuestro de la víspera), y siguiéndoles el juego yo le envié a Eve para que se hiciera la encontradiza y, presuntamente atraída por él, lo escondiera de la policía. ¡Al fin encontré el punto débil de ese impecable agente: las rubias! Él simuló no tener billete con tal de pasar la noche en el departamento de ella. Leonard y yo viajábamos en el mismo vagón. Aunque no soy celoso, no plegué ojo; como siempre que se queda a solas conmigo, Leonard me miraba con los ojos empañados de un perro fiel.

A la llegada, mi enemigo le dio a Eve el número de su contacto en la CIA para que ella telefoneara por él y le facilitaran el lugar y la hora del encuentro con su enlace en Chicago; temería que los nuestros lo atraparan. Para escabullirse de nosotros, incluso prolongó la farsa carnavalesca de su huida de la policía disfrazándose de mozo. Pero a quien Eve llamó fue a Leonard, que le ordenó darle la dirección de ese descampado donde la avioneta ya lo habrá fumigado a conciencia.

Voy a llamar a Eve desde esa cabina; ya se habrá recuperado y no querrá perderse la subasta. Pujaré por alguna pieza donde esconder el microfilm para pasarlo por la aduana. Espero que ella nunca me deje de lado. He decidido que ésta sea mi última misión.  Hasta Eve y Leonard lo ignoran. Tengo dispuesta una ruta de huida al Caribe; también habrá que ocultarse de los rusos: los espías no se jubilan. Se acabarán los mensajes en clave, los maletines, los silenciadores. Eve me hace muy feliz y solo los desdichados pueden seguir asesinando durante mucho tiempo.

Pero si algún día me traicionara e hiciera lo que aquellas familias de Netwark que no querían presentarme a sus hijas casaderas, tendré que regresar a este maldito país y volver a amaestrar las serpientes del odio y tramar la destrucción de toda esta gente que desde el principio se ha conjurado para no aceptarme.                       
                                                                                                                                                                                                                                                                     

martes, 23 de octubre de 2012

LA REINA DE ÁFRICA


                 
                  

Mi vida es un río, el río es mi tiempo, y mi hogar esta barcaza. El río se llama Ulanga, luego Bora, y la barca es “La Reina de África”. Samuel se ha quedado en tierra, ya forma parte de ella, y ahora mi compañero es Mr. Allnutt, el único tripulante de “La Reina de África”.

Mi pobre hermano Samuel y yo llegamos a Centroáfrica con el nuevo siglo. Había solicitado ser destinado a misiones y el obispo lo envió aquí a fundar la primera iglesia metodista del país. Como no estaba casado y a mí me parecía que cuando paseábamos por el parque Brian miraba demasiado a las doncellas y hasta hedía a brandy, lo dejé y me vine con Samuel a Centroáfrica.

Llegamos con los baúles repletos de ilusiones, y con esfuerzo y una voluntad de piedra y ladrillos implantamos una parroquia en plena selva, trasplantamos al continente negro cualquier capilla de los Midlands. Muchos indígenas nos ayudaban con la casa y el huerto, por las tardes aprendían a leer y escribir, y algunos incluso olvidaban sus ritos paganos durante semanas enteras. Gracias a su ayuda manual pronto encontré tiempo para musicalizar  los Salmos de las ceremonias. Samuel y yo instauramos aquí nuestros pacíficos ritos del pasado, el té con bizcochos, el bridge de los sábados, las charlas de sobremesa, la paz soleada de los domingos por la tarde.

Hasta que hace unos meses empezaron a llegarnos, en los periódicos retrasados, noticias de ciertas hostilidades en Europa, que no obstante tenían la irrealidad de cualquier argumento de H.G. Wells. Pero anteayer la guerra irrumpió con toda su crudeza en nuestras vidas. En media hora los alemanes nos destruyeron quince años de trabajo. Dado que este país es colonia alemana y nosotros somos ingleses, incendiarnos la Misión fue una mera operación militar.

Agredido por un soldado y enajenado de sus últimos quince años de vida, a Samuel se le enturbiaron los ojos de horror, hipnotizado por las llamas como por la serpiente del Mal. De mañana se puso a plantar semillas, como si estuviéramos en cualquier agosto de Inglaterra. Soltó la azada y cayó víctima de un ataque de fiebre cerebral. Se puso a delirar. Dijo que la vocación le había venido cuando suspendió los exámenes de ingeniería, y que a mí Brian nunca iba a pedirme en matrimonio porque solo estaba jugando conmigo. Con su último hálito se apagó la bujía y me quedé a oscuras en el dormitorio. Estaba absorta en aquel pasado que paradójicamente los desvaríos de mi hermano habían dilucidado con nitidez, con sinceridad. Catatónica de frustración, por primera vez reconocí lo baldío de mi vida en perenne barbecho, como un arbusto reseco en un secano.

Con el calor que hacía, al amanecer un círculo de buitres ya sobrevolaba la chimenea. Por suerte entonces llegó Mr. Allnutt, el patrón de “La Reina de África”, que cada par de meses se pasa por la Misión. Estaba fugitivo de los alemanes porque es canadiense y tiene la barca cargada de valioso material de guerra. Me sirvió de gran ayuda: enterró a Samuel en el huerto y me sacó de allí; los alemanes podían volver en cualquier momento. Sí, me embarqué con él aunque al principio me parecía un sujeto brusco y tosco, tan mugriento y poco fiable como su embarcación, del basto estilo de los jornaleros que teníamos en la granja de papá. Desde los tiempos de Brian no había estado tan cerca de un hombre, y también éste bebía y blasfemaba lo suyo. Por culpa del tabaco parecía tan asmático como el motor de “La Reina de África”.

Dejé Kungbu con tristeza. Pero fue coger el timón a órdenes de Mr. Allnutt y respirar las auras del río, sentir la brisa en la cara y descubrir a pleno sol el vigor y el brío y el impulso de la libertad. Emprendía la segunda aventura de mi vida, también con un hombre, Mr. Allnutt, en lugar de mi hermano. Como llevábamos a bordo goma explosiva y tubos de oxígeno, y en la mina él es medio ingeniero –lo que no pudo ser Samuel-, le propuse que fabricara un torpedo para bombardear el “Louisa”, el acorazado teutón que, clave del control alemán del país, patrulla en el lago. Para desembocar en éste, antes habrá que salvar los rápidos y pasar ante una fortaleza pertrechada de artillería. Y convivir con Mr. Allnutt, cuya compañía es ardua conforme se empapa de ginebra y ahúma con tabaco.

Como canadiense, éramos aliados y no pudo negarse a ejecutar mis planes. Me he convertido en el látigo de su pereza alcohólica. La verdad es que sabe leer en el río como en un libro de oraciones, distingue bajíos y turbulencias, y adapta la barca a la corriente como quien encamina a un hijo. Ama entrañablemente a “La Reina de África” y parece tratarla como a un amigo cascarrabias; aviva la caldera con la actitud de quien da fuego a un íntimo que es fumador empedernido. Con las horas tuve que reconocer que, aunque agreste, no le falta el valor ni la inteligencia; solo precisa de la orientación necesaria; yo seré su timonel, y no solo de navegación.

Con todo, al fondear la primera noche, yo ignoraba a qué extremos lo llevaría aquel licor del infierno, la ginebra, tan traicionera que es del puro color del agua. Nos bañamos, él a la proa y yo a popa, y mirando para otro lado tuvo que ayudarme a subir a cubierta. Fue violento pernoctar tan cerca de él. Las estrellas me parecían múltiples ojos escrutándome los recovecos del cuerpo. Para colmo se puso a diluviar, vino a refugiarse bajo el toldo y, aunque lo eché afuera creyendo que venía en busca de otros calores, al verlo ensopado me apiadé y lo admití a mi lado.

Somos muy diferentes y tenemos de adaptarnos el uno al otro. Ahora somos un equipo, un dúo o tándem con un objetivo, y a los dos nos convendrá adoptar la perspectiva del otro. Tendré que escarbar lo mío, pero intuyo que al fondo de su personalidad tiene un poso de bondad y delicadeza de sentimientos.

Esta mañana zarpamos con la primera luz. En la Misión llevaba una vida sedentaria y ahora el río me está redescubriendo este país que ya es el mío, me revela la vegetación y las aves, los cielos y los paisajes. Siento como si una lengua o un brazo del río hubieran anegado aquel secano de mi vida pasada. Y, en efecto, hay otro panorama que me va desvelando el río, el verdadero carácter de Mr. Allnutt.

Acabamos de solventar los rápidos gracias a su intrépida habilidad. Viéndolo guiar con ese temple la barca en los remolinos vertiginosos, hendir con la quilla la vorágine espumeante como un caballo al galope, he comprobado lo segura que estoy en sus manos, hasta qué punto puedo abandonarme a ellas que, alargadas, fuertes, exactas, todo parecen hacerlo a la perfección. Yo estaba mareada, nerviosa y enferma de miedo, y en el ombligo del peligro, de repente me sentí serena, emocionada, feliz de confiarme a sus manos, como si ya fuera mi trémulo cuerpo, y no la caldera, lo que manipularan, con mi piel en tanta ebullición como aquélla. ¡Sí, lo peor es que estaba disfrutando, el peligro me estremecía y con Mr. Allnutt me vi capaz de afrontar todos los riesgos que nos aguardan! ¡Hundiremos ese acorazado, daremos la vuelta al mundo, desembarcaremos en Kiel e invadiremos Alemania si hace falta!

Y lo consigamos o no, será divertido intentarlo. Sé que será difícil y habrá veces que me hará estallar de furia como esa caldera del diablo, ¡pero haré que Charlie cumpla su palabra, deje la ginebra por el té, y aunque por mí acabe cantando los Salmos y leyendo la Biblia, me convierta en su única religión verdadera!            

                                                                                                                                                                           

sábado, 20 de octubre de 2012

RETORNO AL PASADO


                 


Tengo un gusano enroscado adentro que me va royendo el corazón: soy como una manzana apetitosa, radiante por fuera y podrida por dentro. Desde la pubertad el gusano me envenena la saliva que trago y la de todos los hombres que he besado. Tanto ha prosperado con mi sangre que ya me domina la voluntad, me dicta cada palabra y no sé ni lo que quiero. He vuelto con Whit, pero él tiene otro gusano igual de voraz y nos parecemos tanto que, gemelos en la maldad y el egoísmo, estar con él resulta incestuoso.

A los pocos días de convivencia ya nos exasperamos y Whit no quiere reconocerlo. Nos pasó lo mismo hace un tiempo. Él es un mafioso con una máscara de respetabilidad, un barniz de honradez que se le descascara al retumbar de disparos en cualquier callejón. Reparte tarjetas con ribetes de luto y tiene a un montón de carteros intentando adivinarle el nombre de los destinatarios. Por eso no entiende que yo no me deje sujetar por las ligaduras de su voluntad y de su obsesión. Aquella noche de mi cumpleaños, a un chasquido de sus dedos, los que chasquearon en la calle de atrás fueron los huesos de aquel latino que no paraba de sacarme a bailar. De vuelta a casa le dije que lo dejaba y como quiso impedirlo, en vez de los insultos de costumbre, le descerrajé tres disparos y me llevé los cuarenta mil dólares que estaba guardando en la caja.

Apenas le había magullado un hombro y ni siquiera mellado su obsesión. Obviando a la policía, a los dos días me puso detrás a un sabueso que me devolviera intacta a su dominio. Lo contrató por diez mil; a Whit lo que menos le importaban eran los cuarenta de los grandes. Como a mí, el dinero es lo segundo que más le importa en el mundo. Ambos coincidimos en la preferencia principal: yo.

Era un perdiguero de pedigrí que no se dejó despistar por mis fintas, amagos ni pistas falsas, sino que me siguió por todo México, a través de La Reforma, el D. F., Taxco y Acapulco, como si fuera el mejor amigo de mi sombra. Parecía inevitable y puntual como la muerte o un amante que viniera aspirándome la estela del perfume. 

Exhausta de huir por un laberinto que yo misma debía diseñar, me presenté a él en “El Mar Azul”, una umbría taberna de Acapulco, con el propósito de sobornarlo con sexo y algún dinero. El tal Jeff era un moreno grandullón de ojos nocturnos y rasgos tallados a hachazos, al que reconocí entre las cejas la marca de los inocentes, de modo que me senté con él y con insinuaciones y sonrisas me dediqué a encandilarle el aire de misterio. Creí oír cómo se le quebraba la voluntad en un millón de añicos. Incluso cometió el error de no preguntarme el nombre: me reconoció de las fotografías que le dio Whit. Le dije que las siguientes noches me buscara en la cantina de Pablo y lo dejé abismado de deseo.

En los dos días que tardamos en cruzarnos en lo de Pedro, no había avisado a su patrón: había mordido el anzuelo. Sabía yo que era de los que había que pescar con paciencia y caña larga; nada le habría sacado si me lo subo la primera tarde a los sórdidos altos de la taberna. Se trataba de hechizarlo con un buen encantamiento y dejarlo preñado de promesas y esperanzas. Los primeros días solo le dejaba besarme en la playa, entre las redes tendidas a la luz de la luna. Cuando lo dejaba, él mismo se encargaría de saturar de magia mi imagen y a la mañana siguiente yo intentaba reajustarme a los contornos de su fantasía.

Incluso lo convencí de que yo no tenía los cuarenta mil. No dejaba de flotar en una crisálida de éxtasis y ensueños donde el verano no declinaba. Quizá me contagié de esa inercia y tardé demasiado en llevármelo a la cama. Tal y como esperaba, justo entonces pinchó la burbuja de los sueños y reaccionó proponiéndome escaparnos a Texas. Pero la mañana que salíamos Whit se presentó en su hotel. En el bar Jeff le embotó las suspicacias explicándole que había vuelto a perderme y presentándole la dimisión. Mientras inadvertidamente yo pasaba camino de su habitación, Jeff le dejó caer su copa al regazo para distraerlo. Al final Whit renovó su confianza en él antes de tomar el avión de vuelta. Nos libramos por poco.

Nos fugamos a San Francisco. Como los tentáculos de Whit son extensos, vivimos como topos una temporada. Solo salíamos de noche; Jeff se emboscó detrás de una barba, y yo tras unas gafas. Me conmovió que nunca volviera a preguntarme por el dinero: solo me quería a mí. Aunque vivíamos precariamente, yo tenía el consuelo de palparme la cartilla del banco con el dinero, que llevaba oculta en el forro del abrigo. Y cuando salíamos a airearnos por las plazas de la noche, me cogía del brazo y me sentía tan ligera y libre y feliz como un gorrión que ha aprendido a volar. El cual parecía haberse comido el gusano del corazón.

Pero nos confiamos. Empezamos a ir al béisbol y a las carreras, y una mala tarde nos vio Fisher, el socio de Jeff en la agencia de detectives. Whit lo había enviado a rastrearnos, ya que a éste no hacía falta azuzarlo: al fugarse con el estipendio de Whit, Jeff también lo había traicionado a él. Procuramos esquivarlo, pero nos siguió y nos sorprendió en aquella cabaña de Pyramid Creek. A cambio de no delatarnos, me pidió los famosos cuarenta mil. Por supuesto, a éste no pude persuadirlo de que no los tenía, y lo peor es que aquello reveló a Jeff mi engaño. Tuve que liquidar a Fisher de un disparo al estómago y me escapé sola en el coche de Jeff. Le había visto en los reflejos de los ojos que ya no creía en mí. Le quería, pero amaba más al dinero. Cuarenta mil dólares solo ceden a cuarenta y un mil.

Aprendí el valor del dinero en el tugurio del suburbio donde me crié. Con trece años, mi madre me alquiló por una noche al prestamista por los treinta y cinco dólares que le debía, intereses incluidos. Loca de miedo, muchas noches aún siento las ratas de las manos del viejo corriéndome por la piel. Él me sembró la larva del gusano. 

Al dejar a Jeff, volví a Nueva York y, como estaba sola y temía a Whit, me presenté a él diciéndole que estaba arrepentida y que había comprendido que no podía vivir sin él. Nunca me ha importado cambiar de bando: el auténtico amor de mi vida soy yo misma. Así conservé cierta ventaja que hubiera perdido si me hubieran enlazado alguno de sus sicarios. Además, él deseaba creerme con todas sus fuerzas. De hecho se tragó que había sido Jeff quien liquidara a Fisher. No fue mala idea volver con él. Soy el punto flaco de Whit, la única que puede apaciguarle su gusano; en cambio él, tarde o temprano, acaba por enardecer al mío.

Y así hasta que por casualidad un hombre de Whit ha encontrado a Jeff trabajando en la gasolinera de un poblacho. Whit va a hacerlo venir y con su amenazante benevolencia aparentará cobrarle la deuda pendiente encomendándole un asuntillo. Como un novelista genial que entrecruza dos tramas paralelas, pretende eliminar a su asesor fiscal, que lo está chantajeando, y hacer pasar a Jeff por el homicida. Y me necesita a mí para hacerle caer en la trampa.

Lo haré. Aunque ahora que estoy cerca de volver a verlo, me noto en la espalda el crecimiento de las alas que me llevaban flotando por las calles nocturnas de San Francisco, las alas de aquel gorrión que en verdad no se comió al gusano.   

                                                                               

miércoles, 17 de octubre de 2012

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD



                  


Ahora los relojes se me paran, en los clubs las chicas han dejado de sonreírme si no les enseño un billete de cincuenta, y a mi paso se funden las bombillas y las flores se marchitan incluso en la exuberante Hawái. Hasta los subordinados me saludan con desgana a mí, su capitán, a quien hace bien poco, del miedo que me tenían, llamaban “dinamita” Holmes. Y tampoco bastaba con que mis superiores siguieran ignorando mis advertencias de que cualquier día los japoneses atacarán una base tan desguarnecida como Pearl Harbor, ni con que el general Slater cambiara de conversación cada vez que me refería a mi ascenso, ni con que mi aburrida y cursi esposa me engañara –encontré un hirsuto y retorcido pelo rubio en el lavabo-, sino que además he tenido que dimitir del Ejército.

Toda la vida soñando con ser oficial y casarme con una mujer como ella, para acabar destinado a un agujero como éste de Schofield, Hawái, y hace años desterrado de la cama de Karen. Ella me acusa de que por mi culpa perdió a nuestro hijo. Al parecer volví borracho y me quedé inconsciente la noche que iba a dar a luz y necesitaba a un médico, de modo que lo perdió y quedó incapacitada para concebir otro. Pero nada de esto habría pasado si, expulsado de su dormitorio, no hubiera tenido que buscar consuelo en la calle. Cómo me conmueve recordar la fila de chicas entre las que habría podido elegir en Wisconsin, la mayoría más atractivas que Karen –debí sospechar de la aureola frígida y puritana que la rodea-, pero ninguna con su familia ni tanto dinero.

Para tolerar esta existencia atroz, vacua, inerte –y a la vez plúmbea-, no tenía más remedio que evadirme por las noches (de retreta a diana), al Kalahua Inn, al Mambo Club o al Long John Silver’s Parrot, y dejar que las pupilas me sirvieran un ron tras otro y me coronaran de pámpanos y me colgaran collares de flores en un carnaval de risas y músicas y luces que no por falaz –mi buen dinero me costaba- me divertía menos. Y ahora que tendré que volver a los Estados Unidos, me pregunto si el modesto empleo que encuentre en la vida civil me permitirá siquiera parodiar semejantes fiestas en algún motel de carretera con el neón opaco de polvo.

Para mis escapadas contaba con la ayuda de mi mano derecha, el único soldado competente de por aquí, el sargento Warden, un hombretón honesto y atractivo, en quien puede derrocharse la confianza. Ducho en el papeleo, perito en la instrucción y con carisma entre los hombres, podía delegar en él sabiendo que todo lo dispondría casi tan bien como yo, de haber tenido la voluntad o energía suficientes. Es un tipo válido para cualquier cosa menos para presentárselo a tu novia.

Fue él quien me trajo, aquella infausta mañana, al soldado Prewitt, aquel joven que parecía tan tímido e indefenso, procedente del cuerpo de cornetas. Yo lo había admitido porque era el instructor del equipo de boxeo, lo había visto combatir en una velada memorable y necesitábamos un peso medio para el campeonato. Y me encontré con que el muy testarudo se negaba a boxear desde que un golpe suyo había dejado ciego a no sé qué compañero de entrenamiento. Por un simple accidente estaba dispuesto a perder todas las ventajas inherentes a formar parte del equipo; tenía que ayudarlo a recapacitar.

En el ejército, el boxeo no es ninguna tontería; mantiene alta la moral de los hombres, y a mí me servía de entretenimiento en este pozo de tedio. Además, preveía que si ganábamos el campeonato, me rehabilitaría en la estima de mis superiores; últimamente en el club me evitaba hasta el limpiabotas. De modo que, como Prewitt insistía en despreciar su talento, prescribí a los hombres que por su bien le aplicaran el “tratamiento”. A ellos también les afectaba su negativa, ya que el equipo vencedor se gana diez días de permiso. Por el calado de su mirada nocturna debí advertir que el propósito de Prewitt no sería maleable, pero confié en su aire apocado, inerme.

El “tratamiento” consistía en hacerle cavar zanjas, barrer el patio, fregar los platos, dar vueltas al campo de entrenamiento o realizar marchas de diez kilómetros bajo el sol, todo lo cual yo esperaba que le sirviera de entrenamiento; pero a ese potro indómito no había forma de embridarle la voluntad. Parecía disfrutar derribando al polvo mis ilusiones.

El equipo de boxeo era mi único aliciente en el cuartel y ahora Prewitt me derrumbaba el castillo de naipes de mis ilusiones. Nadie sabe lo duro que puede resultar servir en una ratonera como ésta, tener que ir de resaca a la comandancia a firmar los papeles que Warden me tenga dispuestos y luego volver a casa a afrontar la cara mustia de Karen, que se sumía en un silencio tan glacial que me obligaba a volver a la ciudad a sumergirme en las luces y las risas y las copas de los barrios alegres. ¿Qué iba a hacer? ¿Quedarme toda la noche discutiendo con ella? ¿Recordarle que en Fuerte Bliss se acostó hasta con el ordenanza? No me habría importado siempre que lo hubiera hecho con discreción; mi reputación andaba en juego.

Prolongando el “tratamiento”, el sargento Galovitch le arrojó a Prewitt un cubo de agua sucia desde el cuadrilátero y le ordenó fregarla. Se negó a hacerlo y, de no mediar el sargento Warden, le habría preparado un consejo de guerra por insubordinación. Y ahora se me ocurre que, sabiendo lo mucho que dependía de él, el sargento abusaba de su influencia conmigo y me convencía de cualquier cosa… Sí, bien mirado, es un hipócrita que todo el tiempo habrá conspirado contra mí para ocupar mi puesto. Y también caigo en que reconoció que se iba a presentar al examen de oficiales justo el día que Karen me pidió el divorcio. ¡Es de su cabellera de donde procedía el pelo del lavabo! ¡No contento con hacerme la cama, se acuesta en la mía con mi mujer! ¡Resulta que no puedo tocarla salvo con “mi mano derecha”!

Tanto confiaba en él que todo lo firmaba sin leer y seguramente le habré firmado una autorización para investigar en el regimiento. Y hablando de eso, al fin logré que Prewitt peleara, pero en una reyerta privada contra Galovitch. Boxeaba tan bien como yo recordaba. El problema fue que los de la investigación me vieron presenciar la pelea sin detenerlos, lo cual, con el resto del informe, me obliga a dimitir si quiero eludir un consejo de guerra.

Ahora me esperan la vergüenza y el oprobio. Al oír mi nombre todos denegarán con la cabeza renegando de mí, o más bien afirmarán con ella, dando a entender que ellos bien sabían cómo acabaría yo. ¿Quién me iba a decir que ese Prewitt sería mi enterrador, con ese aspecto desvalido e inocente, el típico del que se puede abusar sin riesgo? ¡Que lo atraviese el rayo de mi maldición y caiga fulminado en la primera zanja!

Y en cuanto al resto del ejército, ¡ojalá los japos arrasen Pearl Harbor y todo nuestro acantonamiento en Hawái y los jefes para siempre se arrepientan de haber ignorado al capitán Dana “dinamita” Holmes!    
                                                                                                                                                                                                                                                                 

domingo, 14 de octubre de 2012

LAURA



                 

Despego los párpados y, sumido en el sofá de terciopelo ante el retrato de Laura, su imagen se me ondula en una niebla de lágrimas al recordar que ella sigue muerta, que solo acabo de soñar que la asesinada haya sido Diana Redforn, esa modelo, y que no es verdad que de entre los muertos ella haya entrado por esa puerta, ni que hayamos intimado mientras yo descubría al asesino de Diana, ni que vayamos a casarnos. Habríamos formado una curiosa pareja, una sofisticada publicista de éxito y un teniente de policía.

La tal Diana, con la que en el sueño todos –incluido el asesino- confundíamos a una Laura que había pasado el fin de semana aislada en el campo, solo es otro fantoche de mi fantasía onírica o alcohólica. En verdad es la pobre Laura quien yace en la morgue, el rostro tan devastado por la tormenta de balas como mis ilusiones ahora al despertar. Tendré que conformarme con este retrato pintado por Jacobi en estado de gracia –también él la amaba-, con la visión de estas pupilas llameantes a la noche de su pelo, de los pómulos de nácar, de los labios jugosos. Ya nunca llegaré a conocerla. Y no podré tocar su piel trémula y pálida, ni sentir el río de su sangre bajo la carne lunar, si de algún modo no logro disecar este sueño que ya se me desmenuza entre los dedos como la nieve del olvido. Tendré que conformarme con palpar la superficie neutra del lienzo, con resbalar por su inocuidad bidimensional.

Al menos, a esta belleza del cuadro nadie le hará daño: pienso llevármelo en cuanto se dé por cerrado el caso. Lo colgaré en el salón y cada noche lo trasladaré al dormitorio para hacerme la ilusión de vivir con ella. Pero para siempre seguirá lejos de mí, aislada de lo real por ese marco de caoba, encuadrada en esa ventana que se orienta a un mundo fantasmal, cercada por el círculo mágico del arte, congelada en esa actitud de serena complacencia y leve provocación, las llamas en las pupilas, inconsciente de la destrucción que éstas pueden promover y que han acabado por consumirla en el ardor de su fiebre. Los rumores de la lluvia resuenan en esta penumbra y los líquidos reflejos palpitan en sus mejillas creando el efecto de lágrimas.

Después de pasarme el día entero escuchando los ebrios recuerdos de sus amantes, la autocompasión de todos esos despechados que parecen celosos de la misma muerte que se la ha llevado, las nostalgias punzantes de los sospechosos de haberla asesinado, he acabado intoxicado por sus evocaciones. Sí, me han deslumbrado los reflejos que de Laura todos ellos proyectan en los espejos distorsionados de sus memorias, y al acabar la jornada no he podido resistirme a venir al apartamento de Laura, atraído como un suicida por la muerte.

Sin reconocer que me había enamorado de una muerta, venía con la excusa de volver a inspeccionar el lugar de los hechos, de revisar sus cartas y el diario para leer entre líneas el nombre del asesino. Pero en verdad he venido como a una cita de enamorados, ambientada con la soñadora melodía de su disco favorito, aspirando la estela que del perfume de jazmín aún guarda –con sus suspiros- el aire, bebiéndome su whisky y sin dejar de mirarla como en una velada íntima en la que hubiéramos optado por un silencio de mutua admiración que hubiera culminado durmiéndome en este sofá, abrazado, no obstante, al fantasma de su ausencia.

Con la coartada de encontrar alguna pista, antes de sentarme inspeccioné su cómoda, el armario y la mesita, para encontrar en la suavidad de la seda y en la caricia del satén un recuerdo imposible del tacto de su piel. Ha habido muchos que la han tocado de verdad y cualquiera puede ser el asesino. En el sueño el culpable era Waldo Lydecker, ese viejo zorro que la encumbró en el mundo de la publicidad y modelándola a la medida de su estética –y de su lujuria-, infundiéndole los valores de una religión en la que él era Dios y a un tiempo su sumo sacerdote, sobre todas las cosas la enseñó a amarlo y a considerarlo el más admirable de los hombres.

Polígrafo y crítico de todas las artes, la pluma de Lydecker es la más valorada de Nueva York y su opinión deviene sentencia. Se trata de un cínico manipulador capaz de remover los criterios y conmover los sentimientos de las masas; un prestidigitador de la verdad, de verbo tan sutil y estilizado como su figura; un malabarista de la realidad para quien no fue difícil subyugar a Laura. Y además de no resistirse a su decadente encanto, ella le estaba agradecida por la manera en que impulsó su carrera.

Hasta que Laura, treinta y cinco años menor que él, despertó de su hechizo y empezó a sentirse atraída por jóvenes sanos y atléticos –como yo-, mucho más atractivos que ese cadavérico viejo complicado y retorcido. Las pasiones crepusculares de esos estetas que se presumen inasequibles al convencionalismo de las “emociones corrientes”, si son frustradas, pueden desencadenar reacciones más peligrosas que las de los matones de los barrios bajos. Pero no he de dejarme arrastrar por mis prejuicios contra él, por el horror a lo opuesto, porque yo soy lo contrario que Waldo, un hombre de acción, y, aunque nunca la haya visto sonreír al sol radiante ni apresurarse bajo la lluvia -¿se puede estar más viva y bella que en el retrato?-, también estoy celoso de Laura.

Lydecker sostiene que anteanoche –la noche de autos- había quedado con Laura para cenar y a última hora ella canceló la cita porque había pensado pasar el fin de semana en el campo –de ahí mi sueño- para meditar sobre su futuro inmediato. Pero no llegó a salir de aquí.

Todos esos galanes que la trataron son tan sospechosos como Waldo. Jacobi, el pintor (por así decir, el que me la ha presentado), fue el primero a quien se entregó Laura, recién huida de Waldo. Luego siguieron Davies, el novelista; Lawrence, el arquitecto, o el célebre empresario Anderson.

De todos ellos la rescató para sí Lydecker utilizando su más eficaz arma, el veneno de su estilográfica. Como todos eran más o menos famosos, bastaban un par de artículos para desactivar en público los engranajes de sus talentos, desenmascarar su inoperancia, desvelar los trucos de que se valían sus artes, desvelar a una luz desfavorable los rudimentos de sus obras. Desengañada la auténtica destinataria de aquellos artículos, Laura volvía a los descarnados brazos de Waldo como quien recae en una enfermedad.

Pero ella conoció a Shelby Carpenter en una fiesta, le buscó un puesto en su empresa de publicidad y, paradójicamente, los ataques de Waldo se estrellaron contra el bastión de estupidez del alto, fornido y apuesto Shelby. No pudo desacreditarlo sencillamente porque era un donnadie canallesco que no tenía reputación ni obra que defender. Se trata de un joven vividor, cretino y crápula, que desde la adolescencia se deja mantener por mujeres maduras. Saltan a la vista su falsedad, superficialidad y cobardía; y cuando una mujer se enamora de semejantes cualidades, resulta arduo hacerle cambiar de opinión.

Shelby no tiene una coartada válida para el viernes noche; ni siquiera se la ha prestado su última conquista, Mrs. Treadwell, precisamente la tía de Laura, otras quincuagenaria desesperada y susceptible, como Waldo, de locura homicida contra el único obstáculo a su pasión otoñal: su sobrina. Tampoco puedo olvidarme de todas las esposas y amantes de los hombres que amaron a Laura; ellas también tenían un móvil. Y sin embargo, amo demasiado al sueño que acabo de disfrutar como para no creer que haya sido premonitorio: Lydecker es mi sospechoso número uno.

Sea quien sea el culpable, voy a llevarlo a la cámara de gas. Siento que se lo debo a Laura por haberme inspirado el más feliz sueño de mi vida.

Aunque bien pensado, si no hubiera sido por el asesino, nunca habría llegado a conocerla.                         
                                                                                                                                                                                                                                                

jueves, 11 de octubre de 2012

TENER Y NO TENER




                

Ya que tanto presumo de que mi música se mantiene al margen de la política, es decir, de la guerra –con nuestra Martinica en poder de Vichy-, tampoco debería insinuarse en mis canciones la influencia de ninguna mujer, ni su presencia traslucirse en las melodías que toco aquí, al piano del bar del hotel Marquis, desde el primer trago de café a la última calada de la noche. Frenchy, el dueño, dice que nunca me ha visto sino sentado al piano, y es verdad que, atornillado a él como a la tortura de mi talento, bebo, como, fumo, amo, y solo me falta bajar la tapa y acurrucarme en él para dormir.

Harry Morgan, uno de los clientes más frecuentes, es como yo. Desde que vino desengañado de la guerra de España, donde condujo una ambulancia, dice que ninguna guerra es la suya, aunque los fascistas sean uno de los bandos. Hoy en día lo tenemos difícil los neutrales; cualquier noche tomarán las románticas letras de mis canciones por mensajes en clave.

Harry conoció en esa barra al viejo Eddie. Fue mientras aún desinfectaba con whisky sus traumas de guerra. Y cuando ese charlatán ineludible logró convencerlo de que dejara de beber, nos dimos cuenta de que ahora el alcohólico era él, de tanto acompañarlo en sus acampadas en la barra, así que entonces fue Harry quien empezó a ocuparse de él, que sin embargo aún cree cuidar de Harry. El caso me inspiró una canción que, como de costumbre, tuvo un discreto éxito; aunque no están los tiempos para eso, aún espero que alguna de mis noches en vena coincida con la presencia de algún agente o magnate fonográfico. Pero me temo que la buena suerte ignora las coordenadas de mi destino.

Harry y Eddie tienen una barca, la “Queen Conch”, que alquilan a aficionados a la pesca, aunque no han tenido suerte con el último cliente, un tipo adusto y con la pendencia en la punta de la lengua. Con la lucidez del alcohólico, Eddie lo tenía catalogado de gafe. Nunca pescaba nada, y la última vez lo oí desde aquí comprometiéndose con Harry a pagarle por la mañana los ochocientos cincuenta dólares que le debía. Como contaba con ese dinero, Harry pudo rechazar la oferta de Beaucleare, un amigo de Frenchy, el patrón, que necesitaba la barca para efectuar alguna misión para la Resistencia. Es curioso, este bar es un semillero de rumores, y aunque intente amortiguarlos con mis notas, las voces y los susurros acaban por convertirse en las letras de las canciones y sin quererlo me entero de casi todo.

Esa misma noche, de repente, como ocurren los milagros, entró en el bar la mujer de mis sueños. Ya sé que todos los amantes del mundo dicen lo mismo, que hasta hallarla nunca han amado a nadie como ella, pero en mi caso no hay elementos de comparación porque a mis años lo único que he tocado con cariño ha sido el piano. Parecía avanzar sobre las aguas, balanceándose de un lado a otro como una rama de cerezo al viento de marzo; y a su paso florecían las luces de los focos y las rosas de las mesas, y se encendió en la sala un silencio tan instantáneo y misterioso como un atardecer del trópico.

Angulosa y sutil, tardó una eternidad en alcanzar el piano, como si se me acercara desde un sueño de la adolescencia, me enamoré de su sonrisa, que por el ventanal pareció hendir la noche con el filo de la luna, y me puse a tocar, que es mi manera de celebrar la vida. Y ella me acompañó con una voz vibrante y rasgada, crepitante de seda y chasquidos de fuego. La verdad es que hacíamos buena pareja, no tardé en comprobar que solo artística (¿no es bastante?): también mi piano se enamoró de su voz.

No tardé en conocer su historia; el whisky y mi hombro son propicios a las confidencias. Hace veinte años Marie nació en San Francisco. Huérfana a los trece, tuvo que esquivar el interés excesivo que mostraron por ella su tío, el director del establecimiento de acogida y los dueños y clientes de los sucesivos garitos donde actuó. Desde entonces había peregrinado por el Caribe en un derrotero de desventuras y llegado a Río, de donde ahora había naufragado en la Martinica porque era adonde le había llegado el dinero para el billete.

Marie me dejó para sentarse a la mesa de Mr. Johnson, el cliente de Harry, que embobado en esa metáfora de la belleza y la felicidad que es ella, no advirtió cómo le sustraía la cartera. Harry la vio hacerlo desde la barra. La verdad es que Marie y Harry llevaban un rato mirándose de una manera que me privó de cualquier esperanza. Los conectaba una electricidad que chispeaba en el ambiente como las ruedas de todos los trenes del destino. 

Después, supe que Harry la siguió y le exigió la cartera para que su cliente no tuviera problemas en hacerle la transferencia. Por el tempranero billete de avión que le encontró, supo que Mr. Johnson no tenía pensado pagarle. A éste nada le salía bien –el bueno de Eddie tenía razón-, sobretodo cuando sufrimos un atentado de la Gestapo, que, sabedora de que aquí se reúnen elementos disidentes, granizó el ventanal con sus balas. Vergüenza me dio protegerme tras mi querido piano, que por suerte salió indemne. No así Mr. Johnson, en honor de quien toqué una marcha fúnebre.

Llegó la policía, con ese colaboracionista del inspector Renard a la cabeza; grasiento de maldad y apestando al más agrio cinismo, ya que aparentaba investigar una matanza que él mismo habría instigado, se llevó a Frenchy, Marie y Harry. Estos dos ya iban juntos a todas partes. Los soltaron después de interrogarlos, y no sé en qué ocuparon la noche, pero lo cierto es que regresaron tan enfadados que apagué la última llamita de ilusión. Cuanto peor se llevan, más unidos están; cuanto menos se comprenden, más se entienden. El hielo que a veces los separa siempre acaba por quemar. 

Cualquiera que los mire puede advertirlo. Marie y Harry parecen moverse en un ámbito único, en un mundo transparente que solo a ellos pertenece; y uno ocupa el lugar que el otro acaba de abandonar y que de algún modo le está reservado, destinado, para colmar consigo el molde que el otro ha vaciado, encarnar la sombra con su cuerpo. Es un hecho, ambos se mueven en un tiempo que solo para ellos corre, o más bien que se les ha detenido a los dos mientras que para el resto sigue pasando. Sí, hasta los botones de las camisas de Harry anhelan abrocharse a los ojales de ella.

Ya sabía que tendría que conformarme con acompañarla al piano. Cuanto más enfadados parecen, están más de acuerdo. Lo único que al principio los separaba era que mientras ella quería ayudarle, él no habría aceptado ni la ayuda de su propia madre. Marie me ha confesado que al final Harry asumió el trabajo de la Resistencia para poder comprarle a ella un billete a San Francisco; él creía preferir la paz al paraíso infernal de Marie. Para asegurarse, Harry incluso me encomendó que la llevara al aeropuerto mientras él llevaba a cabo la misión.

Consistía en pasar a la isla a los Bursac, un matrimonio de agentes de la Resistencia. En contra de su voluntad tuvo que llevarse a Eddie, que pretendiendo ayudar solo fue un problema añadido. Todo fue bien hasta que a la vuelta se toparon con una lancha de la Vigilancia Marina. Se escabulleron en la niebla, pero Bursac sufrió una herida de bala en el hombro. 

De vuelta, aunque Harry simuló enfadarse de que Marie hubiese tirado el billete a la basura –y yo no tuviera que abandonar el piano por una hora entera-, estaba encantado de encontrarla. Yo mismo había hallado la solución: convencí a Frenchy de que la contratara. 

Hoy, todo se ha precipitado y no me dejan concentrarme en lo que estoy componiendo. Parece que a Bursac la herida se le ha infectado y han tenido que traerlo al sótano para que Harry le extraiga la bala, ya que todos los médicos están vigilados y él tuvo alguna experiencia en España. Ha venido el inspector Renard a intentar sonsacarle a Eddie sobre los Bursac y, por mucho que lo ha emborrachado en la mesa de al lado, ha sido él mismo quien ha terminado con jaqueca de tanto oír la cháchara de Eddie sobre las picaduras de abejas. Y luego todo se ha embrollado tanto como ésta dichosa melodía que no acabo de resolver.

Ya que no lo ha logrado con el ron, Renard se ha llevado a Eddie para encerrarlo sin darle su medicina hasta que hable, Bursac se muere en el sótano y su esposa está histérica. De un momento a otro Frenchy va a tener que cerrar el local, a mí me embargarán el piano, y ella y Harry tomarán el avión que los eleve hacia un sol cenital que que a mí siempre me ha cegado… y al menos ya se me insinúa, desde el fondo de la tarde, la canción que Marie me ha inspirado, la melodía del fracaso y la resignación.

Es lo único que he conseguido de ella y no me queda mucho para convencerme de que no es lo peor que ha podido darme.