lunes, 8 de octubre de 2012

CENTAUROS DEL DESIERTO (THE SEARCHERS)





                 

La mañana que como capitán de los Rangers de Texas –también soy predicador-, recorrí los ranchos repartiendo la mala nueva de la presencia de comanches por la región, en casa de los Edwards se me atragantó uno de los bizcochos de Martha al encontrar a su cuñado Ethan de vuelta. Nos constaba que, sin aceptar la rendición de Lee, llevaba más de tres años inasequible a la paz, vagando por sierras y desiertos, sin abrigarse más que con el capote de su soledad, lejos del cariño y de la amistad, sobreviviendo de rapiñas y atentados a las propiedades de quienes seguía considerando enemigos, y sin renunciar a unas precarias insignias que solo podía lucir en aquellos andurriales.

Sí, él seguía en guerra, sobre todo consigo mismo, mientras que los Estados Unidos estaban en paz. De hecho, me mostró con orgullo su sable: no había claudicado. Al menos, se ofreció como voluntario a los Rangers en lugar de su hermano Aaron, el marido de Martha, ya que éste tenía tres hijos que mantener, Dan, Lucy y Deborah, y hasta otro adoptivo, Martin Pawley, el mayor, con una octava parte de sangre india, que también se nos unió. Fue un buen gesto de Ethan. Aunque desde luego se negó a someterse a juramento: seguía sin reconocer ninguna autoridad que no dimanara de la Confederación.

Pese a que venía tan tozudo como siempre, la soledad le había secado los ojos y embotado la expresión; ensimismado en sus conflictos, no podía conjurar el hechizo de su aislamiento. Es verdad que lo recibí refunfuñando, pero no lo es menos que me encantó volver a verlo. Ethan es un ejemplo de cómo se puede querer y al mismo tiempo detestar a alguien. Terminamos de desayunar y los quince nos dispusimos a partir. Con el último trago de café logré tragarme la bola que se me había hecho en la garganta viendo de reojo cómo Martha acariciaba el capote de Ethan. El capote de su soledad. Yo sabía que llevaban quince años pensando el uno en el otro. Pero Aaron la había conocido antes; Ethan no se atrevió a decirle nada, y cuando ella le condesó que le correspondía, ya había nacido Lucy. Y mientras decidían si se fugaban o no, estalló la guerra y Ethan fue de los primeros en alistarse. En lo más profundo de sí, sin saberlo él mismo, me parece que se alegró de que, como suele pasar en estas historias, sobreviniera una guerra que resolviera sus problemas particulares; siempre le ha gustado quedarse solo, aparte de todos, en el umbral del amor, al margen de la vida.

Partimos y, espoleados por el peligro, pronto nos alejamos. Lo peor fue que hasta no dejar atrás la meseta del Tambor y hallar en el valle una res lanceada, no advertimos que habíamos sido víctimas de una treta de los comanches para alejarnos de nuestros ranchos. Dos eran los principales candidatos al infierno, a ser pasto del fuego y las flechas, el de Jorgensen y el de los Edwards. Galopamos al primero porque era el más cercano y, como era lógico, Ethan y su sobrino adoptivo Martin se dirigieron al de los suyos. Es fácil inventarse esa clase recuerdos, pero antes de alejarme, mientras él disponía su montura, le reconocí en el ceño la fatal nube de un presentimiento. Acertó.

Hallaron los cadáveres de todos a excepción de Lucy y Debbie, raptadas por los comanches. Ebrio de odio tras haber perdido a casi toda su familia –y a la secreta mujer de su vida-, Ethan nos conjuró para rescatarlas. En el entierro, ni siquiera  aguardó a que yo acabara las plegarias ni escuchó las recomendaciones de prudencia de las mujeres. Impío y furibundo, estuvo a punto de reventarnos los caballos en una inverosímil persecución. Éramos un puñado de hombres tragándonos el polvo que levantaban cientos de comanches. Bajo una losa hallamos el cadáver de uno de ellos y, enfermo de rencor, Ethan le vació los ojos de sendos disparos: según las creencias de su pueblo, ya no ingresaría en la Tierra de los Espíritus, sino que vagaría por la perenne oscuridad de ultratumba.

Tal y como me temía, lejos de rescatar a las niñas, fueron sus raptores quienes nos atacaron. Nos libramos de milagro, gracias a que no portaban armas de fuego y a que logramos cruzar el río y desde la otra orilla los mantuvimos a raya. Se empurpuraron las aguas. Cuando se limitaban a recoger a sus muertos, le desvié a Ethan el rifle asesino y, delirante de ira, estuvo a punto de atizarme. Estaba loco, transido por el furor. No nos entendíamos y, ya que éramos demasiados para rastrear a los indios y además teníamos que llevar a los heridos a casa, le dejé que hiciera solo el trabajo. De modo que ya estaba otra vez al margen de todos, haciendo la guerra por su cuenta y contra sí mismo el primero.

Permitió que le acompañaran Martin y Brad Jorgensen, el novio de Lucy; no envidié a ninguno de ambos. Tardaron año y medio en volver, cuando la nevada del setenta y seis les hizo perder el rastro. Y fueron solo dos los que volvieron. Ethan y Martin contaron en casa de los Jorgensen, donde les ofrecieron alojo, que Brad, el hijo de la casa, se había dejado matar por los comanches en cuanto encontraron el cadáver de Lucy. 

El odio de Ethan no había remitido: es una enfermedad incurable. Seguía empecinado en recobrar a Debbie. Esa era su única baza sobre los indios, la perseverancia de su rencor, que para ellos es inconcebible. Conozco a Ethan; lo que no toleraba era la idea de que Debbie creciera y, tras cierto rito de pubertad, cualquier noche de luna se convirtiera en otra comanche. Además, los Jorgensen le enseñaron la carta de un tal Futterman, que contenía el retal de un vestido de Debbie presuntamente comprado a la tribu del gran jefe Scar, y ofrecía por un precio información valiosa.

Así que después de una sola noche de estancia, los Jorgensen no pudieron retenerlos –ni siquiera Laurie, la hija de la casa, que tenía predilección por Martin-, y salieron en busca de Futterman. Y desde entonces apenas hemos tenido noticias suyas, por anémicos rumores o las contadas cartas que nos hacen llegar. Y en ellas nada han comunicado de lo que más me interesa como autoridad legal de la región, de la muerte de Futterman a las pocas horas que fueran a verlo.

 Sí hemos sabido sobre la grotesca boda de Martin según el rito indio con una comerciante comanche, sobre la penosa marcha de ambos tras las huellas de Scar, y también sabemos que Ethan dispara a los bisontes solo para que en invierno no sirvan de alimento y abrigo a los indios. Y poco más de momento, solo que los ríos se deshielan, los almendros florecen, pasan las lluvias, giran las estaciones y las cosechas, y han pasado cinco años y Debbie ya habrá cumplido los catorce. Dentro de muy poco, si no lo ha hecho ya, definitivamente se habrá convertido en una comanche. Y Ethan odia a los comanches. Y su odio no se deshiela. 

Luego sería preferible que nunca la encontraran.                                

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