domingo, 14 de octubre de 2012

LAURA



                 

Despego los párpados y, sumido en el sofá de terciopelo ante el retrato de Laura, su imagen se me ondula en una niebla de lágrimas al recordar que ella sigue muerta, que solo acabo de soñar que la asesinada haya sido Diana Redforn, esa modelo, y que no es verdad que de entre los muertos ella haya entrado por esa puerta, ni que hayamos intimado mientras yo descubría al asesino de Diana, ni que vayamos a casarnos. Habríamos formado una curiosa pareja, una sofisticada publicista de éxito y un teniente de policía.

La tal Diana, con la que en el sueño todos –incluido el asesino- confundíamos a una Laura que había pasado el fin de semana aislada en el campo, solo es otro fantoche de mi fantasía onírica o alcohólica. En verdad es la pobre Laura quien yace en la morgue, el rostro tan devastado por la tormenta de balas como mis ilusiones ahora al despertar. Tendré que conformarme con este retrato pintado por Jacobi en estado de gracia –también él la amaba-, con la visión de estas pupilas llameantes a la noche de su pelo, de los pómulos de nácar, de los labios jugosos. Ya nunca llegaré a conocerla. Y no podré tocar su piel trémula y pálida, ni sentir el río de su sangre bajo la carne lunar, si de algún modo no logro disecar este sueño que ya se me desmenuza entre los dedos como la nieve del olvido. Tendré que conformarme con palpar la superficie neutra del lienzo, con resbalar por su inocuidad bidimensional.

Al menos, a esta belleza del cuadro nadie le hará daño: pienso llevármelo en cuanto se dé por cerrado el caso. Lo colgaré en el salón y cada noche lo trasladaré al dormitorio para hacerme la ilusión de vivir con ella. Pero para siempre seguirá lejos de mí, aislada de lo real por ese marco de caoba, encuadrada en esa ventana que se orienta a un mundo fantasmal, cercada por el círculo mágico del arte, congelada en esa actitud de serena complacencia y leve provocación, las llamas en las pupilas, inconsciente de la destrucción que éstas pueden promover y que han acabado por consumirla en el ardor de su fiebre. Los rumores de la lluvia resuenan en esta penumbra y los líquidos reflejos palpitan en sus mejillas creando el efecto de lágrimas.

Después de pasarme el día entero escuchando los ebrios recuerdos de sus amantes, la autocompasión de todos esos despechados que parecen celosos de la misma muerte que se la ha llevado, las nostalgias punzantes de los sospechosos de haberla asesinado, he acabado intoxicado por sus evocaciones. Sí, me han deslumbrado los reflejos que de Laura todos ellos proyectan en los espejos distorsionados de sus memorias, y al acabar la jornada no he podido resistirme a venir al apartamento de Laura, atraído como un suicida por la muerte.

Sin reconocer que me había enamorado de una muerta, venía con la excusa de volver a inspeccionar el lugar de los hechos, de revisar sus cartas y el diario para leer entre líneas el nombre del asesino. Pero en verdad he venido como a una cita de enamorados, ambientada con la soñadora melodía de su disco favorito, aspirando la estela que del perfume de jazmín aún guarda –con sus suspiros- el aire, bebiéndome su whisky y sin dejar de mirarla como en una velada íntima en la que hubiéramos optado por un silencio de mutua admiración que hubiera culminado durmiéndome en este sofá, abrazado, no obstante, al fantasma de su ausencia.

Con la coartada de encontrar alguna pista, antes de sentarme inspeccioné su cómoda, el armario y la mesita, para encontrar en la suavidad de la seda y en la caricia del satén un recuerdo imposible del tacto de su piel. Ha habido muchos que la han tocado de verdad y cualquiera puede ser el asesino. En el sueño el culpable era Waldo Lydecker, ese viejo zorro que la encumbró en el mundo de la publicidad y modelándola a la medida de su estética –y de su lujuria-, infundiéndole los valores de una religión en la que él era Dios y a un tiempo su sumo sacerdote, sobre todas las cosas la enseñó a amarlo y a considerarlo el más admirable de los hombres.

Polígrafo y crítico de todas las artes, la pluma de Lydecker es la más valorada de Nueva York y su opinión deviene sentencia. Se trata de un cínico manipulador capaz de remover los criterios y conmover los sentimientos de las masas; un prestidigitador de la verdad, de verbo tan sutil y estilizado como su figura; un malabarista de la realidad para quien no fue difícil subyugar a Laura. Y además de no resistirse a su decadente encanto, ella le estaba agradecida por la manera en que impulsó su carrera.

Hasta que Laura, treinta y cinco años menor que él, despertó de su hechizo y empezó a sentirse atraída por jóvenes sanos y atléticos –como yo-, mucho más atractivos que ese cadavérico viejo complicado y retorcido. Las pasiones crepusculares de esos estetas que se presumen inasequibles al convencionalismo de las “emociones corrientes”, si son frustradas, pueden desencadenar reacciones más peligrosas que las de los matones de los barrios bajos. Pero no he de dejarme arrastrar por mis prejuicios contra él, por el horror a lo opuesto, porque yo soy lo contrario que Waldo, un hombre de acción, y, aunque nunca la haya visto sonreír al sol radiante ni apresurarse bajo la lluvia -¿se puede estar más viva y bella que en el retrato?-, también estoy celoso de Laura.

Lydecker sostiene que anteanoche –la noche de autos- había quedado con Laura para cenar y a última hora ella canceló la cita porque había pensado pasar el fin de semana en el campo –de ahí mi sueño- para meditar sobre su futuro inmediato. Pero no llegó a salir de aquí.

Todos esos galanes que la trataron son tan sospechosos como Waldo. Jacobi, el pintor (por así decir, el que me la ha presentado), fue el primero a quien se entregó Laura, recién huida de Waldo. Luego siguieron Davies, el novelista; Lawrence, el arquitecto, o el célebre empresario Anderson.

De todos ellos la rescató para sí Lydecker utilizando su más eficaz arma, el veneno de su estilográfica. Como todos eran más o menos famosos, bastaban un par de artículos para desactivar en público los engranajes de sus talentos, desenmascarar su inoperancia, desvelar los trucos de que se valían sus artes, desvelar a una luz desfavorable los rudimentos de sus obras. Desengañada la auténtica destinataria de aquellos artículos, Laura volvía a los descarnados brazos de Waldo como quien recae en una enfermedad.

Pero ella conoció a Shelby Carpenter en una fiesta, le buscó un puesto en su empresa de publicidad y, paradójicamente, los ataques de Waldo se estrellaron contra el bastión de estupidez del alto, fornido y apuesto Shelby. No pudo desacreditarlo sencillamente porque era un donnadie canallesco que no tenía reputación ni obra que defender. Se trata de un joven vividor, cretino y crápula, que desde la adolescencia se deja mantener por mujeres maduras. Saltan a la vista su falsedad, superficialidad y cobardía; y cuando una mujer se enamora de semejantes cualidades, resulta arduo hacerle cambiar de opinión.

Shelby no tiene una coartada válida para el viernes noche; ni siquiera se la ha prestado su última conquista, Mrs. Treadwell, precisamente la tía de Laura, otras quincuagenaria desesperada y susceptible, como Waldo, de locura homicida contra el único obstáculo a su pasión otoñal: su sobrina. Tampoco puedo olvidarme de todas las esposas y amantes de los hombres que amaron a Laura; ellas también tenían un móvil. Y sin embargo, amo demasiado al sueño que acabo de disfrutar como para no creer que haya sido premonitorio: Lydecker es mi sospechoso número uno.

Sea quien sea el culpable, voy a llevarlo a la cámara de gas. Siento que se lo debo a Laura por haberme inspirado el más feliz sueño de mi vida.

Aunque bien pensado, si no hubiera sido por el asesino, nunca habría llegado a conocerla.                         
                                                                                                                                                                                                                                                

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