miércoles, 16 de enero de 2013

DÍAS SIN HUELLA




                   


Conmigo, Wick Birnam, el hermano menor de ese borracho de Don, hasta ahora la vida se ha portado como una mujer fatal que se entrega a todos menos al que la ama de veras.  Justo al revés de Don, que todo lo desgrana sin haberlo cultivado. Predilecto de nuestra madre, aunque a los quince ya volvía a casa en zigzag, trazando arabescos con los pies y dejando una estela alcohólica, papá lo envió a la universidad porque, aunque sacaba peores notas que yo, decía que tenía más posibilidades, y nada menos que a Cornell, porque un tal Nabokov impartía allí clases de escritura creativa. Don quería dedicarse a la literatura y creía que bebiendo como Faulkner o Hemingway lograría un estilo parangonable al de ellos.

Antes de irse lo eximieron del servicio militar y yo ingresé en el mundillo de los seguros. En la facultad debió prolongar su idilio con la botella, pues apenas aprobó nada en dos años y volvió a casa con la excusa de que quería escribir a tiempo completo. Seguro que emborrachando al editor de turno logró publicar un cuento, “La Botella”, en no sé qué revista, y la familia toda lo coronó de laureles y pámpanos como a Baco mientras yo no paraba de rellenar pólizas en la oficina y recibía palmaditas de consuelo por no tener su talento. El cual se reducía a escandir y libar todo tipo de licores.

Sin embargo, después del accidente que mató a nuestros padres, aquel joven tan brillante vivía a mi costa y hasta le daba yo dinero suelto para cigarrillos, asistir a algún concierto (su aria favorita es el brindis de “La Traviata”) o, por supuesto, mantener a su querida –la botella-. Don no paraba de llenar papeleras y vaciar copas. La verdad es que si me ofrecí a mantenerlo hasta que publicara, fue para demostrale que nunca lo conseguiría y enseñarle al mundo cuál de los dos hermanos era el realmente inteligente. Hoy en día su imaginación se reduce a encontrar sitios donde esconder botellas.

Pero se me apretó la primera tuerca del tormento cuando me enamoré de Helen, la novia de Don, que por supuesto no la merece. Y mientras ella se afana en dilucidar el inconcebible movimiento que lo libre del jaque mate, ni siquiera se habrá fijado en el otro jugador. Dudo de que sepa el color de mis ojos. Y eso que desde el principio, aparentando encubrir sus borracheras y darle cobertura en las resacas, intenté presentarme ante ella como el hermano abnegado y generoso, lo cual también me valió para retrasar su conocimiento del problema (Helen debe tener embotado el olfato). Al seguir idealizando a Don durante más tiempo, yo esperaba que al final su imagen caería de un pedestal más alto y se rompería en un millón de añicos. La primera vez que ella vio rodar una botella debajo de la cama., aparenté que el borracho era yo para hacerme el noble a sus ojos, sabiendo que la verdad no tardaría en aflorar.

Eso fue hace bastante. Esta tarde, en teoría para coronar una cura de diez días de abstinencia, habíamos quedado él y yo en irnos a la granja familiar y pasar allí el fin de semana. Íbamos a coger el tren, pero Don aprovechó que a Helen le sobraba una entrada del concierto para animarme a acompañarla con la excusa de que no fuera sola y de que a mí me gusta Brahms más que a él (su músico favorito es aquel borrachuzo hermano de Haydn). Aunque ella no era partidaria, para darle ocasión de recaer aparenté admitir sus protestas de sobriedad y le hice jurar –yo sabía que en falso- que tomaríamos el tren de las ocho. Antes de salir le encontré una botella colgando del marco de la ventana como del último hilo de esperanza. Mientras me aseguraba que la había puesto allí antes del último período de abstinencia, disfruté observando los sedientos ojos con que me vio vaciarla en el lavabo. Si la pobre Helen se hubiera estado desangrando, no habría él puesto esa mirada de sorda desesperación.

En el ascensor tranquilicé a Helen diciéndole que no le quedaba dinero, que todos los camareros del barrio estaban advertidos y en el piso no quedaba ninguna botella más. Por supuesto, una sonrisa invisible se esbozaba tras mi clásico rictus de responsabilidad. Seguro que en aquellas tres horas Don apuraba litro y medio de cualquier parte, quizá hasta se pusiera a gritar viendo culebras y murciélagos, y a la vuelta el espectáculo que nos encontraríamos convencería a Helen de que la partida estaba perdida. Abandonaría y por fin yo me comería a mi reina. Despiés de haber tolerado a semejante cafre le resultará irresistible alguien como yo, que desayuna cereales, va al gimnasio y a la iglesia, trabaja en la misma oficina de seguros desde hace quince años y no bebe más que un vaso de leche antes de acostarse a las diez –los fines de semana a y media.

Lo mejor del caso es que le he dejado a Mrs. Foley, la limpiadora, los diez dólares de su paga en el azucarero sabiendo que él los encontrará y que el dueño de ningún colmado va a perder la ocasión de hacer una venta. O dos, porque como ya no le importa la calidad del whisky, tendrá para un par de botellas. Y si no encuentra el billete, ya se las arreglará. Ni un general ante el campo de batalla, ni un inversor en la Bolsa, ni siquiera el escritor que nunca será ante la hoja en blanco, despliegan la energía y la astucia de un alcohólico para procurarse el siguiente trago.

De vuelta del concierto no lo hemos encontrado en casa. ¡Estará acoplado a cualquier barra creyéndose un poeta o ahogando en whisky su frustración por no serlo! Así que ante Helen me he hecho el ofendido, he renunciado a la menor responsabilidad respecto a él y cogido un taxi hacia la estación. Oficialmente he desamparado a Don. Ella estará buscándolo por los bares del barrio; para el lunes, cuando yo esté de vuelta, ya se habrá desengañado del todo.

En estos días de borrachera espero que a Don se le prendan las sábanas con un cigarrillo o se ahogue en su vómito. Aunque estos años he disfrutado viéndolo humillarse y degradarse, y varias veces, con la excusa de que reaccionara, le he atizado cuando más indefenso estaba, la verdad es que ya estoy tan harto de la situación como si de veras hubiera intentado que se curase. El problema de los hipócritas es que nuestro trabajo a tiempo completo es agotador y hasta en sueños hemos de disimular lo que hablamos junto a invisibles compañeras de cama. Helen también está harta y no tardará en olvidarlo. Los seguros ya se me han quedado pequeños y sus padres son millonarios.

Teniendo en cuenta  el estado en que estaba Don el día que lo conocieron, seguro que ellos me prefieren a mí. Sería la primera vez que alguien lo hiciera.                      

                                                                                                                                                                                                                                                     

2 comentarios:

  1. Bravo.

    No me había planteado esta visión de Wick ya que en la película lo vemos siempre como el perfecto benefactor (excesivamente bondadoso), pero leyéndote alcanzo a ver esa oscuridad tan bien escondida. Y muy bien que lo has redactado además. El final de la misma me parece un tanto apresurado y edulcorado, pero es que había que rematarla de alguna manera. Y eso me dio que pensar...

    Te dejo por aquí el artículo que le dediqué a esta misma obra maestra en mi blog, relacionándola con otra muy similar: http://elhombreuroboros.blogspot.com/2015/01/tres-de-copas.html

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  2. Gracias por tu generosidad. Estoy de acuerdo, el final de la película es demasiado complaciente. Resulta más realista el de la otra obra maestra sobre el tema, Días de Vino y Rosas.
    La verdad es que el texto es meramente metaficción, en el guión no hay casi nada que autorice a pensar tan mal del personaje.
    Me paso por tu blog, saludos.

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