viernes, 15 de febrero de 2013

OPERACIÓN CICERÓN



                 


Nunca agradeceré lo bastante a mi hermano mayor que me animase a afiliarme, con él, al partido nazi varios días antes de la noche en que empezaron a granizar los ventanales y escaparates de los negocios judíos, porque gracias a eso, cuando estalló la guerra, me admitieron como agregado de nuestra embajada en Ankara y pude eludir el frente. De siempre he experimentado un horror pánico a las detonaciones y lo único capaz de alterar mi feliz infancia de monaguillo y mi sana juventud de maestro de escuela, siempre sin salir de Schlink, mi aldea natal de Baviera, era el estruendo de alguna tormenta, que, al ver sobrevenir torva y rugiente como una división de blindados, me obligaba a encerrarme en un armario para amortiguar la batahola de los truenos.

Mi infierno particular consiste en ser destinado a artillería. Por eso odio las novedades, cualquier eventualidad que cuestione mi permanencia en una ciudad donde lo más estruendoso que se oye es la llamada a la oración, y preferiría que este enojoso espía que el mismísimo Von Ribbentrop ha bautizado como Cicerón -¡no se ha dignado ni ha identificarse!-, no hubiera surgido la otra noche de entre las sombras del jardín de la embajada para instarme a que nos encerráramos en mi despacho con la promesa de proponerme un negocio que me exaltaría en el escalafón del servicio secreto, sin saber que aquello me inhibía más que espoleaba, ya que quien más asciende, de más alto puede caer.

Porque mi única aspiración estriba en que la victoria final me permita cuanto antes volver a la campiña bávara a consagrar mi tiempo libre a la fotografía de paisajes y a la composición de poemas en prosa. Sin embargo, si me paso al campo de la narrativa, de este embrollo de Cicerón quizá pueda sacar en claro el argumento de algún best seller de espionaje que, puestos a soñar, acaso decida rodar alguno de esos cineastas europeos que, geniales traidores, se han trasplantado a Hollywood. Aunque con esto me he delatado a mí mismo dudando implícitamente del triunfo de Alemania.

La noche de la que hablo, la del 4 de Marzo del presente 44, regresábamos el embajador, Su Excelencia Von Pappen, y yo de una recepción ofrecida al cuerpo diplomático por cierto ministro turco, de la que en cumplimiento del pacto tácito nos marchamos cuando el representante británico llegaba al guardarropa. En un país neutral como Turquía bullen los espías como las hormigas a la miel, o más bien habría que compararlos con carroñeros ofreciendo despojos de informaciones ya digeridas por otros, y justo acababa yo de recomendarle en vano a Von Pappen el reclutamiento como tal de la condesa Stavitska, que con amigos por doquier podría ser una anfitriona perspicaz, cuando me abordó el desconocido llamándome por mi nombre, Moyzich, con esa vibración siniestra, empañada, sibilante, como de serpiente enroscándose en el cantero de rosas, que tiene por voz.

Me dio un bien susto, embargado que yo venía por la refinada elegancia de la condesa polaca –la habíamos visto en la recepción-, por su distinguida y sutil belleza, por sus lánguidos ojos, toda ella aérea y distante, o al menos lejos del alcande de un rústico subalterno como yo, aunque la incautación de sus propiedades la tienen abocada a la pobreza. Y de pronto irrumpe aquel extravagante sujeto a prometerme que si aprovechaba la ocasión mi carrera cobraría un impulso digno del Rhin, o de la sangre fluyendo caudalosa por mis venas al hallarme ante la condesa, lo cual me hizo por unos instantes deponer la prudencia y soñar con merecerla, hasta que reaccionando recordé lo raudos y peligrosos que son algunos tramos de nuestro río patrio.

Aunque el tipo me inspiraba un diáfano malestar, tuvo la convicción sufieciente para hacerme escucharlo. Afirmó poseer fotografías de las actas de varias reuniones en las que los turcos decidían dejar de ser neutrales y de un plan de bombardeo aliado sobre objetivos balcánicos, y estar dispuesto a venderlos por veinte mil libras. Intenté mostrarme escéptico pero, pese a que reconoció no ser un espía profesional, el sujeto no perdió la frialdad y nos dio tres días para pensarlo. Había algo en la seguridad de su compostura, un matiz tan persuasivo –sin dejar de ser desasosegante- en todo el aire que lo rodeaba, que después de que se fuera me quedé largo tiempo en mi despacho sin lograr convencerme de que solo se trataba de otro charlatán aspirante a espía.

De lo que estaba seguro era de que había venido a traerme complicaciones. ¿Por qué será tan inquieta la gente? Lo que más me desconcertaba era su aspecto contradictorio. Se le notaba a un tiempo gélido y apasionado, inteligente e impulsivo, sereno y a la vez con un volcán interior que uno temía entrase en erupción de un momento a otro, como si se estuviera gestando una de esas dichosas tormentas. Lo poco que dormí me sirvió para despejar la incógnita recién despegados los párpados: era un espía del enemigo, un agente especial muy bien adiestrado para engañarnos.

A Von Pappen le pareció lo mismo, seguramente el típico aristócrata británico decadente y tan presuntuoso que se creía capaz de engañar a nuestro servicio secreto. Y sin embargo, al salir por la puerta ya no estaba tan seguro. Solo sabía que él era mi contrario –y no solo en la guerra-, mi opuesto, el hombre más diferente a mí que nunca veré. No sé por qué se me ocurrió que, llegado el caso, fuera un noble o un mayordomo, él sí que se atrevería a insinuarse a la condesa Stavitska. Entonces lo odié. ¿Cómo pueden hablar de horror al doble? El enemigo está en lo diverso.

Lo cierto es que en Berlín aprobaron la operación y sobre mis hombros cayó la responsabilidad. Antes de pagarle me encargaron revelar las fotos y confirmar su interés. Menos mal que anoche Cicerón llegó puntual porque las hormigas de los nervios me pululaban por la espalda. Me dio el carrete, y cuando volví del cuarto oscuro asombrado del valor de aquellos documentos y me disponía a pagarle, encontré vacía la caja fuerte. ¡El individuo se había cobrado adivinando que yo utilizaba como combinación la fecha de nacimiento del Führer!

¡Cómo lo detesto! El asunto ha pasado a la competencia de la Gestapo y ahora es la tarántula del miedo la que me corre por la espina dorsal. Tengo la misma sensación de espanto de cuando en el campo veía arremolinarse en el horizonte vellones de nubes moradas y tenía que ahogar un grito para evitar el ridículo o cuando en Berlín aquella noche estallaron todos aquellos cristales y también había que simular regocijo para que nadie te delatara, ya que, igual que en el caso de Cicerón, aunque a la mañana siguiente mi hermano brindara con su jarra de cerveza, todavía no sabemos qué consecuencias acarreará aquello.       

                                                                                                                                                                               

No hay comentarios:

Publicar un comentario