El fin de este blog no es sino otorgar un modesto nivel de libertad que compense la átona existencia del autor, un empleado de banca condenado a pasar de la férula de su jefe a la de su esposa e hija, y a expansionar sus heterodoxas opiniones sobre literatura, cine y música, o más bien sus recuerdos sobre tales materias, ya que ahora solo sustrayéndose a sus obligaciones logra ejercitarlas.
Descubrí el cine clásico mexicano
casi por casualidad. Tenía bastantes prejuicios sobre la cinematografía
mexicana debido a que de niño acabé saturado de películas de Cantinflas que
todos los fines de semana programaban en sobremesa. Un día por casualidad y
estando aburrido en casa sin nada que llevarme a los ojos descubrí una película
cuyo título me resultaba llamativo, Víctimas del pecado, de un director cuyo
nombre no me era desconocido, nada menos
que uno de los actores de raza y fuerza que actuaba en una de mis películas
favoritas de siempre, Quiero la Cabeza
de Alfredo García, Emilio “El Indio”
Fernández.
La curiosidad me llevó a dar al
play en mi reproductor de DVD y para mi sorpresa la película me hipnotizó y
cautivó. Se trataba de una obra peculiar, con un huracán de mujer cubana llamada
Ninón Sevilla, una visión romántica de
los cabaret mexicanos y con una
fotografía y números musicales maestros e hipnóticos que regalaban a la
historia imágenes de pura raza
y de un salvajismo intenso, para nada habitual en las películas de
principios de los años cincuenta.
Este hallazgo me hizo indagar
acerca del cine de Emilio Fernández en particular y del cine clásico mexicano
en general. Es mi investigación descubrí un material con una alta potencia adictiva
en la que tus ojos acaban pidiendo que le procures mercancía al menos una vez
al mes para calmar su vicio y en la que la escasez de películas disponibles
obligaba a buscar camellos alternativos a Emilio “El Indio” Fernández, surgiendo
nombres como Roberto Gavaldón, Ismael Rodríguez, Fernando de Fuentes, Alejandro
Galindo, Julio Bracho y Alberto Gout.
Emilio Fernández es, en mi
opinión, el gran director de la época de oro del cine mexicano. Su cine de
corte nacionalista y fuerte apego a la tierra con un profundo amor a México su
tierra y cielos y a las tradiciones del pueblo mexicano en parte debido a la
influencia de su padre, un coronel de la Revolución Mexicana. Emilio participó
igualmente en un levantamiento revolucionario que fracasó lo que le llevó a la
cárcel. Huído de su reclusión emigró a EEUU donde empezó su carrera en el mundo
del cine como extra llegando a conocer a Sergei Eisenstein, cineasta que le
marcaría profundamente en su forma de hacer cine.
De regreso a México inició su
carrera como director y con la colaboración del gran fotógrafo Gabriel Figueroa
logró crear un universo propio, de cine
de autor, caracterizado por una enorme
fuerza paisajística en la que sus personajes se lanzan a la pasión sin ningún
tipo de maquillaje ni barrera. Sus películas contarán con un característico
tono de exaltación a lo mexicano que tanto hechiza al espectador europeo y con
un universo femenino fascinante obsequiando sus mejores papeles a las divas del
cine mexicano de la época María Félix y Dolores Del Río.
La Perla para mí es la obra
cumbre de Emilio “El Indio” Fernández. De una belleza fotográfica incomparable,
los fotogramas se convierten en obras de arte en movimiento que se desplazan a
través de nuestra pantalla. Obra muy influenciada por el cine de Sergei
Eisenstein, cuenta entre sus protagonistas a dos de los actores clásicos de la época de oro Pedro Armendáriz y a la
bellísima María Elena Marqués adaptando a la pantalla la novela corta de John
Steinbeck de mismo título.
Le película comenzará
mostrándonos una bella imagen de una playa mexicana con unas olas rompiendo
salvajemente en la playa y una figuras de mujer envueltas en un manto, cual
vírgenes rogando para que finalice el romper brutal del mar para que sus
maridos puedan ir a trabajar y ganarse
el sustento que tanto necesitan.
Acto seguido se nos presenta a la
pareja de pescadores indios protagonista, Quino y Juana, que viven en condiciones míseras junto con su
pequeño hijo. Quino vivirá obsesionado con la idea de encontrar una perla de
gran calidad que ayude a sacar de la pobreza a su familia. Pero mientras habla
con Juana de su sueño un alacrán picará a su hijo recién nacido. Asustados por
el acontecimiento acudirán con urgencia a la consulta del médico del pueblo, un
extranjero inhumano, codicioso, trastornado por la belleza de las perlas
y borracho que trata a clientes más que a pacientes. Conocedor del
estado de pobreza de la pareja se negará a asistir al pequeño a menos que le
ofrezcan el dinero que necesita para saciar su alma perturbada.
Desesperado por la falta de
asistencia a su hijo, Quino saldrá a
pescar en búsqueda de una captura que le proporcione el dinero necesario para
que su bebé sea atendido por el médico. La escena de la pesca y buceo está filmada con gran realismo y belleza y es
muy similar a la escena de pesca de atún que rodase unos años después Roberto
Rossellini en Stromboli con el añadido de unos preciosos planos de las
misteriosas nubes mexicanas fotografiadas al estilo del cine soviético con la
mano maestra de Gabriel Figueroa. Quino se sumergirá en la mar con
desesperación y encontrará una preciosa perla de incalculable valor.
La posesión de tan preciada joya
producirá un cambio radical en el trato de la gente del pueblo hacia la pareja
y en la forma de ser de Quino. La
indiferencia y desprecio se convertirán en lisonjas y zalamerías y la humildad,
solidaridad y dignidad de la pareja se transformará en egoísmo y desconfianza.
Emilio Fernández fotografiará en la escena siguiente a la localización de la
perla una espectacular secuencia musical
en la que se manifiesta la esencia de la festividad y alegría mexicana con unos
mariachis que anuncian el futuro que espera a Quino y Juana cuando cantan :
“Las perlas te dan riqueza, dicen que
también pesar, son lágrimas de tristeza
que vienen también del mar..”, secuencia muy del estilo a las escenas de
bailes del cine de John Ford.
La perla nos hará libres, afirmará Quino, pero nada más lejos de la realidad puesto que
la captura de la perla solo traerá sospechas, engaños y malicia a la vida de la
pareja. Acudirán a vender la perla a un usurero y estafador tasador, hermano
del indecente médico del pueblo, que tratará de mentir a Quino acerca del valor
real de la perla, haciéndole creer que en lugar de una perla de gran valor lo
que tiene es oropel. Quino no se dejará
engañar y no le venderá la perla al usurero.
Harta de los problemas que les
trajo la perla, Juana pedirá a Quino deshacerse de la perla para acabar con la
muerte y soledad que parecen acompañar a la piedra preciosa pero Quino
obsesionado con el deseo de riqueza no hará caso y matará en la playa a unos
ladrones que intentan robarle la perla. La escena de la lucha a navaja en pleno
mar es una de las cumbres de la fotografía del cine mundial y cuenta con la
icónica imagen de María Elena Marques mirando al horizonte con cara
descompuesta, fotograma símbolo del cine de oro mexicano.
Quino, convertido en asesino,
huirá con su familia a través del desierto en una persecución en la que la
familia no solo luchará por su
supervivencia, sino por la recuperación de su identidad y dignidad.
La Perla es un auténtico poema
visual en el que Emilio Fernández consigue transformar en imágenes el cuento
moral de John Steinbeck, haciendo un canto a la humildad frente a los falsos
ídolos que son la riqueza, la envidia y
la avaricia desmedida, un testimonio de la dignidad de los pobres frente a la inhumanidad
de los ricos y usureros, un himno a la humanidad desde la más profunda de las
miserias y una crítica a la injusticia y al carácter interesado y egoísta del
ser humano. Un retrato que no ha perdido un ápice de verdad y que refleja a la
perfección la condición de la que estamos hechos los seres humanos.
Obra de madurez de Emilio
Fernández, sus inspirados planos rodados en exterior, sus interpretaciones
contenidas con alto grado de reflexión y su puesta en escena contemplativa pero
a la vez llena de dinamismo hacen de La
Perla una de las cimas no sólo del cine Mexicano, sino del cine mundial. Si no
han visto la película ni leído el libro, están ante la oportunidad de descubrir
un relato que está arraigado en lo más profundo del alma humana.
Me llamo Ray Carver y escribo historias cortas; como ésta será la última,
espero que se alargue más de lo habitual. Hace una semana me pronosticaron un
cáncer irremisible y aquí estoy, tendido bocarriba y hablándole desnudo a la
oscuridad y al techo de esta habitación de hospital, que no tardará en
venírseme encima. He convencido a Tess de que se vaya a descansar a casa de una
amiga. Tengo la lengua de papel de lija y me gustaría tomarme una copa; pero aunque conozco un montón de bares
por aquí, la enfermera parece insobornable. La luz del pasillo recorta
las rendijas de la puerta, y a través del corredor se precipitan unos pasos. Pitan a descompás los goteos de los vecinos. Estoy cansado pero
no tengo sueño. Me revuelvo en la cama, recordando que anoche todavía dormí en
la mía y sin dar tantos tumbos; ya no volveré a acostarme en ella, y ni
siquiera me despertaré para ver en libertad la luz del día ni las calles de la
ciudad, ni volveré a saltar al estrépito de los atascos a beber en ayunas
aquellas bocanadas de monóxido y vida.
Al levantarme hoy todo estaba tranquilo, los sordos reflejos del amanecer
flotaban en la pared: era muy temprano en una mañana de domingo. Después de la
ducha, me asomé a la ventana del dormitorio: la humedad brillaba en las aceras
y en los techos de los automóviles. Aspiré un rastro de tierra mojada
procedente del parque; un límpido resplandor fulguraba en el aire. Ya no
llovía, pero entre sueños había oído el tictac de las gotas en el cristal y el
rodar de los neumáticos sobre el asfalto húmedo. Las copas de los
plátanos cabrilleaban, y aún goteaba el metacrilato de la marquesina. Aterrizó
un estornino en la cornisa y ahuecó las alas esparciendo una miríada de gotitas
de agua. Parecía que mi desesperación se contuviese con aquellas nubes color
uva morada que se acercaban por el oeste, dispuestas a descargar su ira en
cualquier momento. Me pregunté hacia dónde estaría orientada mi habitación del
hospital, pues no sospechaba que, ciega total, carecería de ventana. Ahora
mismo tiendo la mano hacia el aire que sale por una rejilla y no logra borrar
el rastro a desinfectante.
Envidiable, el estornino echó a volar silbando. Cogí la maleta de cuero
negro, donde había reunido mis objetos personales, y sin mirar atrás bajé a la
calle. Había acordado con mi médico que ingresaría aquí esta mañana. Han sido
muchas las habitaciones que he abandonado en mi vida, innumerables los
apartamentos que he habitado, puerta tras puerta, en el sombrío pasillo del
pasado. Lúgubres y luminosos, áticos y sótanos, amueblados o vacíos. De algunos
me iba por voluntad propia y de otros desahuciado, alucinante y alucinado,
víctima de mi carácter variable o de la escasez de fondos. De unos me fui con
pena y de otros horrorizado; sin esperanzas o con la euforia del fugitivo,
dejando atrás un montón de botellas vacías y papeleras llenas de borradores.
Pero nunca había sentido lo que esta mañana mientras cerraba tras de mí, como
si fuese la tapa de un ataúd, la puerta de la última casa de mi vida.
No escuchaba mis propios pasos por los corredores y la escalera. En el
primer rellano me crucé con un vecino que traía un periódico bajo el brazo y,
desplegándolo, me negó el saludo, como si se le hubiera aparecido un fantasma
cotidiano. Repiqueteé la contera del paraguas contra los barrotes de la
barandilla y me golpeé la rodilla con la maleta, para asegurarme de mi
corporeidad.
Había un taxi estacionado al final de la calle y decidí tomarlo, porque aunque
el hospital no estaba lejos, caminar a través de las calles que conozco tan
bien me resultaría demasiado lento, y no me gustan las despedidas largas. Ya empecé
a añorar hasta la inminencia de catástrofe que en las resacas solía acometerme
a los primeros pasos y me hacía temer desplomarme de un momento a otro. Era
curioso desayunarse con aquel cóctel de nostalgia y rabia a partes iguales. Si
bien son los trayectos desconocidos los que parecen alargarse, aquel camino a
pie se hubiera hecho interminable, atravesado de recuerdos, cruzado de
arrepentimientos y de los desvíos de viejos errores. Era la cuarta o quinta vez
que me había mudado a ese barrio.
Al pisar un charco, advertí que tenía puestas las zapatillas con suelas
de goma: por eso no podía oír mis pasos. Me reí de mis aprensiones, recordando
que llevaba meses sin hablar con el tipo del periódico; habíamos discutido por
el ruido que yo hacía de noche. Le deseé más suerte con mi sucesor.
Un diminuto taxista calvo que apenas alcanzaría los frenos con los pies,
yacía repantigado en su asiento, con la puerta abierta. Al darle la dirección, arrancó con tal
brusquedad que me vencí sobre el respaldo de cuero y la maleta cayó al suelo.
Emprendimos una carrera por las calles casi desiertas de un
domingo por la mañana. Arrollamos un contenedor que salpicó de inmundicias el
parabrisas. Pese a que los
portales y locales y escaparates se deslizaban raudos por la ventanilla, una
inédita clarividencia me hacía consciente, palmo a palmo, de cada manzana y
tramo de la calle. Cada cruce o esquina desvelaban mi pasado, cobrando una
significación propia; incluso junto a una furgoneta brilló cierta cabina desde
la que hablé con mi primer editor. Disfrutaba por última vez de la visión de la
ciudad donde había escrito y amado, bebido y sufrido. Allí estaban, sobre todo,
los bares y los pubs que han acabado por arrastrarme aquí.
Nos saltamos un semáforo en rojo, y a un lado atisbé el neón insomne del
Ernie’s. A continuación venía el letrero apagado del Yellow Sky, de donde me sacaron con tres costillas rotas;
apenas recuerdo haber sostenido una silla contra unos ojos desorbitados.
Enfilamos la Avenida Central y
nos disponíamos a atropellar a un anciano que cruzaba trémulo en su bastón,
cuando el taxista dio un volantazo que me arrojó sobre la puerta derecha. Vi
por la ventanilla trasera cómo se agitaba el bastón al aire; no hacía falta que
nos maldijera, en lo que a mí respecta.
Sucesivos árboles y buzones y quioscos corrían a los lados; se fugaban las
siluetas de los transeúntes. Tomamos la curva de la esquina del Blue Camel y me
pareció que varias sombras danzaban en su escaparate. Hacía un montón de años
que al fin había conseguido declararme allí, después de muchas copas, al primer
amor de mi vida, y hasta le recité un poema con la mano cogida, pero ella
sonrió y me pidió que le repitiera todo porque la música estaba muy alta.
Después seguí bebiendo hasta que me pareció oír a los pájaros, y me llevaron
por primera vez a aquella clínica.
Me abofeteaba el viento que entraba por una ranura como para mantenerme alerta,
haciéndome lagrimear. Aunque la distancia era corta y
la velocidad hacía vibrar los asientos, creí que jamás llegaríamos al hospital. Me
pregunté si el taxista habría entendido la dirección, se había equivocado de camino
o simplemente daba un rodeo para aumentar el importe de la carrera. En todo
caso, se estaba ganando una generosa propina, pues yo no quería llegar nunca
aquí: quisiera que aún estuviéramos callejeando sin rumbo por la ciudad; ojalá
siguiéramos circulando por ella hasta que la gasolina y mis fuerzas se agotaran.
Como la cabeza no le asomaba por el respaldo, por un instante pensé que el taxi
se conducía solo.
Volvió a derrapar frente al zócalo de piedra del Flannagan. Ya no
recuerdo si fue allí o en otro pub irlandés donde me gasté el dinero que había
ganado con mi primer relato invitando a todo el mundo una y otra vez. Me
desperté a la mañana siguiente debajo del mostrador y decidí irme al campo para
trabajar de peón en cualquier granja y seguir escribiendo. Era una buena idea,
pero antes de una semana estaba de vuelta. Es lo que suele pasarme, que las
cosas prometan y luego no marchen. Espero que el asunto este de la muerte no
resulte tan desastroso.
Los frenos chillaron y me abalancé contra el asiento delantero. Habíamos
frenado justo detrás de un monovolumen negro, del que apenas nos separaba el
grosor de un cabello: desde su interior nos enfocaron unos ojos en blanco. A su
vez, había tenido que detenerse en la esquina de una plaza, ante la pancarta de
Stop que mostraba un operario. Lo vi sostenerla con desgana, apoyado el mango
en el hombro, la espalda sobre una tapia en ruinas y los pies cruzados. Era un
cuarentón de bajos párpados y sonrisa estólida, con el mono plagado de
lamparones, que ahora intentaba encenderse un pitillo con la otra mano, y cada
vez que fallaba bajaba un poco más la cabeza. Detrás, un camión de la obra
pugnaba por pasar entre dos furgonetas pitando con el claxon. El taxista escupió
un juramento que no obstante me pareció poco convincente, como si más que la
parada maldijera la inutilidad de aquel mechero o la impericia del conductor
del camión. Bajé el cristal hasta que se atrancó la manivela y al otro lado de
la valla vi una hormigonera que vomitaba grumo gris y las espaldas de varios
obreros agitándose al fragor de las perforadoras. El operario sostuvo ahora con
firmeza la pancarta de Stop y una nube de humo al fin le borró los rasgos; el
camión carraspeó y pasó entre las furgonetas.
Me puse a contemplar la recoleta plaza de mi izquierda, rodeada de
edificios bajos, desconchados y de balcones torcidos. Tenía un purpúreo jardín
con arriates de flores en el centro, delimitado por una verja cuyos barrotes de
hierro colado finalizaban en pomos, cierta zona acotada para perros y una
fuente seca de formas cilíndricas e infestada de palomas.
Junto a la calzada, jadeaba un ciclista sentado en el césped, brillante
la frente y los ojos cerrados; la bicicleta yacía a su lado y la rueda
delantera aún vibraba al vacío. Se caló una gorra roja y, abrazándose las
piernas, ocultó el rostro entre las rodillas.
Pitaron desde la fila de automóviles que se había formado detrás nuestro,
y el taxista refunfuñó. Por algún motivo los cláxones me animaron a seguir allí,
cuando bien podría haber caminado hasta el hospital, cuyas últimas plantas
sobresalían de las antenas y pararrayos, pintadas de un blanco terrorífico y
recorridas de hileras de pequeñas ventanas. Pero ahora quería aprovechar al máximo
aquel retraso, observando con fruición lo que ocurría a mi alrededor, tan
decisivo para mí como intrascendente en apariencia. Era la última oportunidad
de ver trazada en las facciones de la gente y en las líneas y ángulos del mundo
exterior la geometría definitiva –sin duda irregular- de mi vida.
En medio de la plaza se erguía una niña pelirroja, de falda a cuadros
albinegros y jersey oscuro de cuello vuelto, sosteniendo inmóvil una comba, que
había quedado ondulada en el suelo como una serpiente muerta. Apoyado en una
cabina, la miraba con indiferencia un niño más bajo, de camiseta azul hasta las
rodillas y gorra con la visera invertida, que cuando dejaba de bostezar comía a puñados de una bolsa de palomitas. Al pie del contenedor se
había enroscado un gato atigrado. Cierto joven rapado y cetrino, provisto de
una cazadora tachonada de clavos y blancas zapatillas, aguardaba con las manos
en los bolsillos junto al portal de uno de los edificios más destartalados. Arrugando
la boca, miraba con rabia hacia el punto de fuga de su dudoso futuro. Una diminuta
anciana jorobada se empinaba en vano intentando arrojar una botella por la boca
del contenedor de vidrio, sin dejar de apretarse el bolso contra el pecho como
si fuera su pequeño nieto. Recliné la cabeza en el respaldo del asiento.
El cielo parecía de plomo; se agitaron las ramas de los plátanos, y en el
horizonte se disgregó una bandada de pájaros. Denegó el
limpiaparabrisas y creí que lloviznaba, pero en realidad eran mis ojos por
donde bajaban aquellas gotas, pues notaba el paladar salado y el taxista sólo
limpiaba el parabrisas de los restos de basura. Amaba a aquellos desconocidos y
de un tirón hubiera podido componer las historias de sus vidas hasta que habían
venido, esta mañana de domingo, a encontrarse en mi última visión de la ciudad,
como también me hubiera encantado escribir sobre los destinos que les aguardaban,
una vez que se fueran bostezando de aquella plaza tan aburrida.
Se abrieron las nubes y el jardín ardía a la luz del sol. Y ahora que
recuerdo lo que entonces sucedió, me parece que las ciegas paredes de esta habitación
rebrillan en un escorzo fosforescente. Desde sus parterres refulgieron los
pétalos carmesíes y amarillos de las rosas y los claveles, y las hojas de los
plátanos temblaron a la brisa del río. De la cima de aquella fuente que parecía
seca borboteó un chorro, centelleó en el aire y por un instante reflejó el
arcoíris. Las caléndulas y las amapolas inflamaron sus corolas a la luz
llameante; el césped rezumaba gotas de rocío que relampaguearon como diamantes.
Las palomas despegaron de la fuente, y hasta un globo aerostático a cuadros
rojiblancos bogaba por el cielo azul berilo y su sombra ya resbalaba por la
plaza.
Me incorporé, apretando el puño del paraguas hasta que los nudos de
madera se me clavaron en la palma de la mano. Por la acera renqueaba una hoja
de periódico, y al lado se abrió la ventana de un entresuelo, dando paso al
torso desnudo de una joven. En su piel cobriza se licuaba la miel del sol, sus
pezones se erigieron al frescor del aire y, al soltarse varias horquillas, una
fulgente catarata de cabello cayó por sus pechos. El chico de la
cazadora se acercó y la abrazó hundiéndose como un suicida
en aquella cascada del pelo. Calle abajo se alejaba la bicicleta de carreras
del ciclista; su espalda adquirió una posición aerodinámica y el maillot oro
brilló antes de desaparecer por una esquina. La niña rubia se había puesto a cantar y a saltar a la comba.
Una bolsa de palomitas cayó al césped y el niño propinó una patada al gato, que
huyó maullando, el lomo erizado y la cola de punta. Al tintineo de un cristal,
la anciana jorobada sacó de su bolso otra botella que volvió a embocar en el
contenedor.
Un golpe metálico me indicó que al operario se le había caído al suelo el
cartel de Stop. Se había quedado traspuesto, entrecerrados los ojos y las
mejillas flojas, recostado en la tapia donde había deslizado su espalda hasta
sentarse en cuclillas. La colilla del cigarrillo temblaba en sus labios. Comprobé
que habían desaparecido la valla y el camión, la hormigonera y los obreros. Delante,
la calzada estaba despejada y la perforadora había enmudecido. Blasfemando, el taxista
pulsó el claxon, y el monovolumen arrancó y me volví. Por la ventana trasera
observé que la escena de la plaza se alejaba hacia el pasado, y si yo no lo
evitaba, hacia el olvido. Muy pronto, conmigo, desaparecería para siempre todo
aquello, que en su mera cotidianeidad me pareciera único –último-: la bolsa de
palomitas y la niña, la anciana y el ciclista, el chico rapado y su novia. Esos
desconocidos continuarían con sus existencias independientes; pero aquellos
radiantes instantes de armonía que ellos mismos habían logrado en una
coreografía inconsciente, no me sobrevivirían si no los ponía por escrito;
probablemente sus mismos protagonistas los habrían olvidado antes del almuerzo.
Justo entonces algo me rozó la
pantorrilla y un sordo zumbido vibró en el suelo del coche; abrí los ojos,
aunque me costó trabajo despegar los párpados –como cuando se los nota húmedos
al despertar-, y advertí que el paraguas se me había deslizado de la mano.
Volví a percibir el rugido de la perforadora: en realidad seguíamos parados. El
taxista encendió la radio y, a los sones de una musiquilla burlesca, comprendí
que había sido yo, y no el operario, que aún mantenía en alto la señal de Stop
y pisaba la colilla del cigarrillo, quien me había dormido, repantigado en el
asiento. Me dispuse a bajar el cristal de la ventanilla, y al notarla atascada,
recordé que ya lo estaba antes de quedarme traspuesto. La luz del día había
vuelto a agrisarse; los destellos del sol sólo habían reído en mi sueño. Limpié
el vaho de la ventanilla con la mano y vi que el ciclista permanecía sentado bebiendo de
una botella verde. La comba yacía enroscada a los pies de la niña, que se
hurgaba la nariz. El niño arrugó la bolsa de palomitas en una pelota y la
arrojó hacia la fuente, de nuevo seca. Junto a una bolsa de basura seguía
agazapado el gato. El joven rapado se frotaba las manos y
pateaba de frío; no tardó en darse la vuelta y alejarse cabizbajo, con las
manos en los bolsillos. Seguía cerrada la ventana del entresuelo, con el viento
tableteando en sus postigos azules. La anciana dejó caer la botella, que se hizo añicos en el suelo, y extrajo un pequeño paraguas del bolso. Las gotas de lluvia ya chasqueaban en las hojas de los árboles y se mataban
contra las ventanillas del coche. El taxista hizo sonar el claxon y puso en
marcha el limpiaparabrisas, que ya no confundí con mis párpados, al comprobar
cómo restañaba la lluvia y no las otras gotas.
Ojalá siguiéramos allí. Quisiera aún estar en el interior de aquel taxi,
oyendo cómo la lluvia redobla en el techo -sin pensar, como ahora, que así es
como la oiré sobre mi lápida-, mientras que los números del taxímetro se acercan
al infinito y me quedo dormido: esta habitación sólo sería el decorado de otra
pesadilla y no la antesala de la muerte.
Vuelvo a doblar la almohada; la
rendija de la puerta traza una línea de luz y reconozco la cadencia de los
latidos que acelerando los míos se acercan por el pasillo: sus pasos. Al crujido del picaporte,
un rectángulo iluminado se abre lentamente.
-Oh, Tess, ¿eres tú? ¡Dios mío, menos mal que estás aquí!... No he pegado
ojo, dándole vueltas y vueltas a lo mismo… Sí, el argumento de un relato. Traes
las manos frías. ¿Se ha quitado el viento?... ¿Sí? Pero dime, ¿no sigue
lloviendo? ¿Qué tal día hace? Cuéntame qué demonios está pasando por ahí afuera...
¿Hay mucha gente? ¿Y los atascos?... ¿Has pasado por una plaza con un parque y
una fuente? ¿No habrás visto por casualidad a una niña saltando a la comba o a
una vieja que no para de tirar botellas?... Cuéntame, cariño, cuéntamelo todo. ¿Cómo
está la calle? ¿Hay tiendas abiertas?… ¡No es
posible! ¿Tan pronto? Sí que estoy desorientado... Parece mentira que ya esté
anocheciendo...
“No volverás a ver a
Ken”, me repetía esta mañana entre un vestido y otro, en la boutique donde
trabajo de modelo, intentando convencerme de que la próxima vez que me llamara
no sentiría adentro ese deshielo de lago en primavera que rompiendo entre
chasquidos mi última resistencia me hace
compadecerme de él y aceptar sus planes. “No volverás a ver a Ken”: por algo nos
divorciamos hace tres meses. Es cierto que desde que volvió de la guerra rutilante
de medallas, su estrella se ha apagado y, con su exceso de orgullo y falta de
empeño, ha sido víctima del whisky y de ese mafioso de Scalise, pero lo que
hizo anoche fue demasiado.
Y no me refiero a que
me abofeteara delante de los otros –cada vez necesita menos copas para
hacerlo-, sino a que, aparentando invitarme a cenar me había utilizado como
cebo para que ese millonario tejano mordiera el anzuelo. Sin que yo lo supiera,
Mr. Morrison, uno de los monarcas del petróleo de Texas, nos esperaba en la
mesa del restaurante, y gracias a mi presencia a Ken le fue fácil arrastrarlo a
la timba que cada noche Scalise monta en la suite del hotel Street. Sin
embargo, se atascó un pequeño engranaje en la trampa que esos granujas le
habían tendido a Morrison porque, ya fuera debido a que éste utilizaba sus
propios dados o a que realmente yo le daba suerte cada vez que se los soplaba
antes de tirar, cuando dije de irme y él se prestó a acompañarme, iba ganando
diecinueve de los grandes. Fue a por los abrigos, y entretanto Ken me ordenó
que me quedara para que Morrison tampoco se fuera y pudiera cambiar el aire de
la suerte, ya que se sentía culpable ante Scalise de haberle traído un halcón
en vez de una paloma. Como me negué, me golpeó.
“No volverás a ver a
Ken”, volví a pensar esta mañana, maquillándome la mejilla y el ánimo, para que
no se me notaran el cardenal ni el desencanto, cuando vino la dueña a decirme
que una pareja de agentes de policía querían hablar conmigo. Uno era
corpulento, con capas de azúcar, levadura y bondad en una cara de pastel que no obstante
intentaba endurecer (horneado días atrás); y el otro, serio y apuesto, negro de
pelo y preocupaciones, el rostro tallado como de lava fría, y con llamas de
fiebre e insomnio en los ojos. Fue éste quien me dio la noticia: habían
apuñalado mortalmente a Morrison y Ken, el presunto asesino, había desaparecido
de la circulación.
La policía solo tenía
la versión que Scalise había tramado e impuesto a sus esbirros, esos que
culebreaban junto a al mesa de juego con maldiciones en los ojos cada vez que Morrison
sacaba el seis que necesitaba. Desengañé a los agentes respecto a que el tejano
estuviera perdiendo y a que Ken tuviera
celos de él –según Scalise-, pero aunque estaba segura de que intentaban
sacrificarlo como a un chivo, no pude desmentir que apuñalara a Morrison. La
verdad es que en la confusión de la pelea en que ambos se trabaron cuando
Morrison vio a Ken pegarme, me esfumé del piso, y el corazón no me bajó de la
garganta hasta que dos manzanas más allá no alcancé la parada y me refugié en
el taxi de papá.
También les conté a los
agentes que antes de acostarme me telefoneó Ken, supongo que para disculparse,
y le colgué. Añadí que no pudo llamarme desde su apartamento porque papá, que
me había notado el cardenal en la cara, después de dejarme se había pasado por
allí para devolverle con creces lo que me propinara y no lo encontró en casa.
Me fijé entonces en que los ojos del policía apuesto –Dixon- ardieron como
tizones y las mejillas se le demacraron sobre los huesos del cráneo como si
éstos las hubieran absorbido. La tensión de su mandíbula y lo forzado de sus
ademanes lo hacían parecer más involucrado en el caso que lo meramente
profesional.
Lo cual se confirmó
cuando a la salida del trabajo lo vi esperándome en la puerta de la boutique. Y
no era porque sospechara que yo conocía el paradero de Ken ni pretendiera
volver a interrogarme, sino para invitarme a cenar. Pasamos por casa, y mientas
me cambiaba lo dejé charlando –más bien escuchando- a papá, que lo recordaba
porque hace años le había servido de eventual chófer tras el rastro de unos
maleantes. El episodio acabó en un tiroteo y en una felicitación del alcalde a
papá. Lo dejamos encantado de que ahora saliera con alguien honrado, y durante
la cena le conté a Dixon -Mark- que lo quiero como a un padre y una madre, ya que ésta
murió al darme a luz. En la íntima mesa de ese restaurante con una camarera
gruñona que se dedicaba a fomentar nuestra familiaridad, también le conté sobre
mis problemas con Ken. Entre Mark y yo fluía una confianza propia de viejos
amigos y sentía que entre nosotros se tendía un puente del que resbalaban los
equívocos o las malas intenciones. Una vez más oía los crujidos de aquel hielo
desmenuzándose al sol de la alegría y venciendo la última dureza de mi
desconfianza.
Fue una pena que antes
de terminar la sopa lo llamaran. Volvió a la mesa pálido y crispado, con una
lacia máscara de fiebre y fuego en los ojos. Se disculpó por tener que irse de
inmediato: gajes del oficio. Volví sola a casa.
Antes de acostarnos la
policía ha llamado a casa y nos han pedido a papá y a mí que nos personemos
aquí, en el apartamento de mi ex. Al llegar, nos informan de que han hallado en
el río el cadáver de Ken. Ya no tendré que intentar convencerme de que no
volveré a verlo. Parece que anoche alguien le dio aquí mismo un puñetazo y, por
culpa de las placas de hierro que desde la guerra llevaba en el cráneo, lo mató
accidentalmente. Yo sabía que de algún modo la guerra había acabado con él.
Mientras el teniente
nos explica que la involuntariedad del crimen descarta como culpables a los
matones de Scalise, veo que los ojos de Mark, que lo oye desde un rincón,
arden como las llamas de un sacrificio. Al parecer el asesino arrastró el
cuerpo a la calle, lo introdujo en su auto y lo dejó caer en el río. Pero lo
más horrible es que consideran a papá el principal sospechoso. Las horas
coinciden, tenía un móvil y la ocasión: él mismo ha admitido que se pasó por
aquí ciego de rabia para vapulear a Ken. Miro los ojos de Mark Dixon y me quemo. Su
fuego era el que había derretido aquel lago de mi interior. Aparentando intimar
conmigo, solo quería sonsacarme información. Soy una ingenua y al deshelarse la
superficie he perdido pie y he acabado arrastrando conmigo a la persona que es
mi madre y mi padre.
Desde que me quedé
viudo, cada año, cuando los cerezos se nievan de flores, un regimiento de
hermanos, cuñados, hijos, sobrinos, nietos y sobrino-nietos, con la excusa de
honrar al patriarca, me ocupan la casa y la saturan de chillidos y farfullidos,
y mientras los pequeños me alborotan la paz con la batahola de sus correrías,
los mayores me humillan el pensamiento con chismorreos y vulgaridades, de modo
que en su semana de estancia (¡y a mis años ya no quiero dilapidar el tiempo!)
no encuentro un silencio para leer a Li-Po o una soledad donde escribir un
haiku.
Así que esta mañana,
cuando arribó la caterva y ya los meros saludos empezaron a cargarme y a
hacerme chirriar las bisagras del cuerpo a fuerza de reverencias (¡qué
ceremoniosos somos los japoneses!), al dictado de mis órdenes se presentó mi
segundo, Xiao Yang, que debía prestarme la coartada para desertar como un
cobarde de mis propios umbrales y con la excusa de una falsa emergencia
encerrarme en el cuartel la semana entera. Pero cuál no fue mi sorpresa al ver
que en vez de cualquier robo de gallinas, Xiao nos refirió, con ademanes
demasiado convincentes, que había tenido lugar un asesinato cerca del templo de
Rashomon. Me puse el kimono oficial, encantado de poder entretener la semana en
un caso real y no tener que entregarme en mi despacho a los melancólicos
placeres del sake y de la nostalgia por mi esposa. En una provincia tan
olvidada como la nuestra son infrecuentes hasta los asesinatos.
Lo primero que hice fue
tomar declaración al agicultor que había encontrado a la víctima entre la
hojarasca del bosque. Pusilánime y simplón, de esos que la experiencia me ha
enseñado proclives al hurto, me explicó que había salido a buscar leña, y un
sombrero blanco de alas anchas con el velo enredado en un arbusto y un amuleto
rojo y amarillo –que poco había protegido a su dueño- lo habían conducido hasta
el cadáver.
Luego vino a declarar
un joven e ingenuo monje de Rashomon, el típico cuya sinceridad ofende o confunde,
que hace tres días se cruzó con la víctima, poco antes de que lo fulminara el
rayo de la muerte. Provisto de un carcaj de flechas, de un arco repujado de
piel y una espada, guiaba a pie a un bayo montado por una mujer de blanco
inmaculado que parecía mostrar el misterioso perfil de la belleza (¡vaya un
monje rijoso!), ya que iba tocada por un sombrero a juego cuyo velo la
difuminaba como la crisálida de una mariposa única. Al parecer la pareja
intercambió una sonrisa de complicidad, ignorantes de lo pronto que se
bifurcaría el laberinto de sus destinos.
Despedí al monje con un
gesto –también soy parco de palabras: mis silencios exprimen las confesiones
aunque solo sea para llenarlos- y accedieron al patio donde efectúo los
interrogatorios Tajomaru, el célebre ladrón y asesino, y el cazarrecompensas que
lo había sorprendido en poder del caballo y las armas del difunto. Tajomaru
reconoció haber matado al hombre del bosque, por lo que, preocupado de que tal
confesión abreviara el procedimiento y me devolviera a casa, lo insté a que
hiciera una minuciosa narración de lo ocurrido.
Jactancioso, proclamó
que solo se había dejado apresar por haber enfermado después de beber un agua corrompida. Amarrado como estaba ante mi presencia, se debatía, sibilante
y mortal como una serpiente, y jalonaba su declaración de espumarajos, insultos
y blasfemias, que no obstante me resultaban más gratos que la conversación de
mis parientes. Declaró que tres días atrás dormitaba en el bosque cuando,
después de una semana sin mujer, lo despertaron las auras del deseo. Abriendo
los ojos comprobó que aquel vientecillo fluía de la mujer que justo entonces
pasaba montada a un caballo, junto a un hombre armado que, sin soltar el
ronzal, se detuvo unos instantes observándolo abrumado, como si reconociera en
sus ojos la cercanía de su fin.
Siguieron su camino y
poco después Tajomaru, picado por el alacrán de la lujuria, se levantó y, decidido
a forzar a la mujer aun a costa de asesinar al hombre, les dio alcance. Con tal
de apartarlo del camino principal, le ofreció al viajero la ganga de unas joyas
y espadas tan esplendentes como la suya, que presuntamente había ocultado cerca
de allí. Se adentraron ambos en el bosque y, aunque el forastero parecía
desconfiado, el bandido lo redujo y maniató con facilidad.
Bajó Tajomaru la colina
ávido de cobrar su pieza, pero antes de atacar, como un tigre que se
complaciera en ver abrevarse al cervatillo, admiró la belleza esquiva de la
mujer. Sin destocarse del sombrero con aquel velo que entre los matorrales la
asemejaba a una mariposa blanca (¡un asesino poeta!) la indefensa peinaba con
la yema de los dedos la cabellera de espuma del arroyo. Hombre de acción –por
así llamarlo-, el forajido admitió que nunca había experimentado nada parecido,
una mezcla de calma y desenfreno que lo desbocaba por dentro al tiempo que lo
paralizaba. Ante aquella imagen de pureza, también yo me debatí entre
pensamientos poéticos y sensuales, y deseé llamar cuanto antes a declarar
a la mujer. Por suerte, pensé, ya no traería el velo.
Finalmente ella lo
descubrió. Él reaccionó y le dijo que a su acompañante le había picado una
serpiente, lo cual era casi cierto. Se espantó ella del daño sufrido por su
hombre, y tanto le gustaba a Tajumaru que me reconoció envidiarlo por ello, así
que la llevó a presencia del maniatado para apartarla del camino y, sobre todo,
demostrarle la inferioridad de su compañero respecto a él. Al llegar ella
comprendió la situación, un puñal engastado en diamantes apareció en su mano y
con una valentía que acabó de enardecer a Tajumaru defendió su virtud hasta que
desfalleció, soltó su arma y él con la suya consumó su deseo a la vista del
marido o lo que fuese. Lo cual, al decir del bandido, no impidió que ella
acabase por entregársele con placer.
Todo le había salido
bien y sin necesidad de matar al hombre. Pero cuando se iba satisfecho, la
mujer se le echó a los pies y dijo que solo la sangre de alguno de los dos
podría lavar su vergüenza, por lo que le rogó que soltara a su marido y se trabaran en una lucha a muerte que demostrara que ella seguía siendo digna
de algo tan noble, y se quedaría con el vencedor.
Cuando Tajumaru se puso
a encomiar la técnica y el coraje de su oponente con la espada (¡después de
haberlo reducido tan fácilmente!), bostecé como si estuviera oyendo una
anécdota de alguna de mis nueras y lo mandé callar, pues se veía el resultado
del combate. Lo que no supo decirme fue dónde estaba aquel puñal tan valioso, y
lo creí puesto que no lo llevaba con el resto del botín. Supongo que lo habrá
robado el labriego que encontró el cadáver.
En el transcurso de la lucha la mujer se había esfumado. En su huida se
acogió a un templo durante dos días, al término de los cuales fue hallada por
nuestro destacamento. Mandé llamarla, y un gallo me agudizó la voz.
No es que su belleza me
decepcionara, pero comprendí que el encanto del velo, entregando su rostro a la
imaginación masculina, le atribuía la parte principal de su encanto. Repitió la
historia de Tajomaru salvo lo de entregarse con placer y a partir de ahí su
versión divergió. Según ella, satisfecho su apetito, el violador se burló de
ellos y se alejó. Durante el acto la mujer había visto puñales en los ojos de
su marido, pero ahora, sin responder a sus palabras, ya no expresaba pena ni
rabia, sino que, incluso desatado por ella, se quedó inmóvil y, como ausente,
la mirada se le puso blanca, y tanto la cegó aquella claridad en sus
ojos, una especie de cruel resplandor o fuego ciego, que le entregó el puñal y
le pidió que la matara. Acabó por salir corriendo, histérica, y dijo que se
habría suicidado de no resultar poco profundo el estanque al que se arrojó. Quien
no falló fue él: a su vuelta se había suicidado con la famosa daga.
Dado que tampoco suelo
prestar mucho crédito a las mujeres hermosas, por curiosidad y pasatiempo mandé
a Xiao traer a una vidente para que hablando por su boca el difunto me sacara
de dudas sobre lo ocurrido. Sospecho que tanto Tajomaru como la mujer hayan
mentido respecto a lo que más precian, su hombría y su virtud, respectivamente.
Dudo que, si es que hubo combate a espada, fuera tan encarnizado como dice
Tajomaru. Ser un asesino como él o portar tantas armas como su víctima más bien
los caracterizan como cobardes. Por otra parte, ¿no conocería demasiado bien el
difunto a su mujer como para creerla digna de tal sacrificio? Y además,
Tajomaru ha matado ya a tantos –y tiene tan segura la pena de decapitación- que
tal vez se haya atribuido una muerte que lo repute de valiente y ese pobre
hombre realmente se haya suicidado. Todo es posible, incluso que él lo matara
sin desatarlo, a instancias de ella, incapaz de seguir conviviendo con el testigo de su
vergüenza.
El ser humano es un tonel rebosante de
mentiras y vanidad. Incluso si creyera en este aparato de muecas, alaridos y
aspavientos que la médium ya representa como si verdaderamente empezara a ser
poseída por el espíritu de la víctima, estoy seguro de que desde su nebuloso
mundo hasta los muertos mentirían.
Pero de lo que se trata
es de no volver demasiado pronto a casa.
Mientras que al
presuntuoso pastor protestante egresado de la Universidad de Cardiff que yo era
no hace un año (deslumbrado por la ambición, aún no a la sombra de la
experiencia y la madurez), le parecía que su estancia en este pueblo minero de
Gales solo sería un párrafo en su gloriosa biografía, el pobre reverendo
Gruffydd de ahora cree, creo, que al final este valle abarcará todos los
fracasos de mi ministerio y será el escenario único de mi desaliento.
Recién llegado, sí
acerté en algo. Lamenté que los residuos de carbón mancillaran el verde
esplendor del paisaje, como una esmeralda con una impureza que fuera el germen
de su destrucción; y cuando oí a los lugareños alabar la belleza de su país
ignorando los efectos sobre el panorama de la escoria, intuí que esta negrura,
tales copos de hollín que aquí todo lo barnizan, representaban los defectos de
esta gente, tan vanidosa como por entonces yo. ¿Cómo podían creer que la tierra
de ellos era mejor que la de nadie por el solo hecho de haber nacido en ella?
En efecto, no tardé en
comprobar que el engreimiento y la gazmoñería de muchos mineros los llevaba a
jactarse de que comían carne de ternera, cuando sobrevivían de mendrugos y
tubérculos; tenían a gala que, en vez de perder el tiempo instruyéndose, sus
hijos ingresaran en la mina a los diez años; y presumían de que sus
supersticiones y habladurías eran más eficaces que la medicina y la prensa, y
de que el país de sus ancestros era el mejor de los mundos imaginables.
Para concluir esto me
bastó asistir a la celebración de la boda de Bronwyn e Ivor, uno de los cuatro
hijos mayores de Morgan, el capataz y más respetado minero de la comarca. Pero
en dicha ocasión hubo más que aquello. Durante la ceremonia tartamudeé al
sentirme caer, desde el altar, por una tumba abierta. Interrumpiéndome alcé la vista:
me estaban mirando unos ojos cuyas pupilas me succionaban, y por su abismo se
despeñaban tras de mí los novios, los asistentes y el mundo entero. Era
Angharad, la única chica de los Morgan.
Aún hay un sexto hijo
en la familia, Huw Morgan, con mucho el menor, de solo diez años, por lo que
tengo la esperanza de hacerlo estudiar y que cuando crezca y trabaje, a ser
posible lejos de aquí, de la mina, pueda mitificar –lo importante es que haya
escapado- los decorados de su infancia y falazmente la tome por una edad mágica
que transcurriera en un mundo idílico, olvidando que aquí todo es miseria,
penalidades y opresión. La nostalgia es un lujo que solo pueden permitirse
quienes han logrado olvidar la realidad.
Ojalá pueda Huw olvidar
cómo vuelven los mineros de sus turnos de once horas, el vacío exhausto en sus
ojos y los pasos enfermos; los restos del carbón que como marcas de esclavitud
no se borran de sus pieles aunque se gasten buena parte de la paga en jabón; el
precio de los comestibles en contraste con el del whisky, que Mr. Evans, el
dueño de la mina y de las tabernas, se ocupa que sea asequible, porque pretende
tenerlos a todos bajo sus efectos estupefacientes.
Evans hundió los
sueldos y cuando, con la humedad de las primeras lluvias, rumores de huelga se
infiltraban por todas las casas, Mr. Morgan, el patriarca de la familia,
justificó los recortes con la bajada de los precios del carbón y los instó a
todos a seguir trabajando. ¿Cómo se pueden defender con tanto ahínco los
intereses de un millonario? Ciego esclavo de las tradiciones, Morgan clausura
el tiempo en los cíclicos ritos de la familia y se declara enemigo del progreso.
No advertía que la bajada de salarios obedecía a un simple aumento de la mano
de obra disponible en la región. Siguió empecinado incluso después de que sus
superiores, como exhibición de fuerza, lo hicieran trabajar bajo la lluvia, y
sin admitir que la única oportunidad de los mineros contra la clase dirigente
estriba en la fuerza de su unión, no quería oír hablar de los sindicatos.
Además, confundía los valores de convivencia familiar con los conflictos
laborales, y con la excusa de los buenos modales a la mesa se negó a escuchar a
sus hijos y provocó que los cuatro mayores abandonaran su casa para alojarse en
el pueblo.
Y amaneció el día en
que el tañido de campanas pareció disminuir el aire del valle como si tocaran a
muerto, y un silencio acuoso respondió al silbato del capataz: se había
declarado la huelga. Como cintas empezaron a anudarse sobre los hombres los
días en blanco apresándolos con las ligaduras de la inacción; y, con el frío y
el viento del invierno, el miedo y el hambre se insinuaban en los rostros de
los mineros, que deambulaban arriba y abajo tiritando de incertidumbre. Ya ni
los más ciegos o borrachos podían fantasear sobre mundos edénicos e imposibles.
Ahora todos veían el valle amortajado de cenicienta pobreza.
Coléricos de
desesperación, muchos se volvieron contra Morgan, y para defenderlo cierta
noche su esposa asistió a una asamblea de los mineros. De vuelta a casa, una
placa de hielo se rompió a sus pies y a los del pequeño Huw, que la acompañaba,
y ambos fueron rescatados del agua con serios síntomas de congelación. El
doctor se mostró pesimista respecto a la recuperación del niño, por lo que hice
mía su causa y para animarlo me pasaba a diario por la casa de los Morgan. Los
maledicentes de siempre achacaron mi asiduidad a otros motivos. La verdad era
que cada vez que su hermana Angarad me abría la puerta o venía al dormitorio a
servirnos el té, yo sentía que a mis pies se abría el entarimado o que la casa
toda se volvía de cristal y el pueblo entero podía vernos a los dos, frente a
frente, con los deseos desnudos y tintineando entre ambos la taza sobre el
platillo de porcelana.
En vez de las piernas de
Huw, era mi voluntad la que corría peligro de quedarse paralítica, ya que por
más que al verme también ella ardiera por dentro, y hasta el rojo castaño del
pelo se le trasvasaba a la tez cristalina, no me atrevía a decirle ni una
palabra.
Y por fin relució la
penumbra verde del valle, la savia y la clorofila irrigaron las venas de la
tierra, y con el vigor y la exuberancia de la primavera Huw y su madre se
recuperaron. Convencí a los cuatro hermanos Morgan de que volvieran a casa y
después de veintidós semanas se desconvocó la huelga.
Tampoco en la
subsiguiente celebración en casa de los Morgan, aunque me quedé el último, me
atreví a decirle a Angharad la palabra que ella esperaba. Ni siquiera me volví
a mirarla, clisado en la ventana y con la pipa rectilínea entre los dientes
como lo único erecto en mi apocada fisonomía. Sin embargo, durante la fiesta, y
a despecho de los elementos más hipócritas de la diócesis, que me acusaban de
entrometerme en asuntos terrenales, sí fui capaz de aconsejarles a los hombres
que constituyeran un sindicato local.
A la mañana siguiente,
tan turbia como las de la huelga, en la mina solo dieron trabajo a la mitad de
los mineros. No hacía falta que estallara la sirena de los accidentes para
darse cuenta de que aquellos hombres estaban muriendo poco a poco, hundidos en
un pozo más hondo que la propia mina.
En la primera ficha
policial que me hicieron esos perros guardianes de lo ajeno consta que, de
profesión marinero y alias “el Irlandés Negro”, mido uno ochenta y dos y soy de
complexión robusta, tengo el pelo rizado (de caracoles, decía mi madre antes de
esfumarse), ojos castaños y nariz respingona. Me habían detenido por atizarle a
aquel agente provocador que se infiltró en la manifestación para hacerla
disolver, y el sindicato tuvo que pagarme la fianza. Me quedaban dos dólares en
el bolsillo y para entonces ya había perdido a mi padre, estibador en los
muelles de Nueva York desde que llegamos de Dublín.
Para evitar el juicio
(mi víctima no se recuperaba de la conmoción cerebral) me alisté en las
Brigadas Internacionales y llegué a España casi al final de la guerra. En
Murcia sorprendí a otro espía que se disponía a sabotear uno de los pocos
aviones que nos quedaban y en el tiroteo que sostuvimos en el hangar fue mío el
único disparo certero. Igual que otros encuentran oro, agua o pelirrojas, mi
especialidad es descubrir espías en todas partes. Con la mala suerte de que
entonces Murcia cayó en manos del otro bando, me encarcelaron, y en las dos
semanas que tardé en fugarme descubrí que yo no era tan duro como creía y que
España tiene las peores cárceles del mundo.
Y lo curioso fue que justo
en las antípodas de allí, en Australia, no tardé en conocer las cárceles más
cómodas, como si en vez de descolgarme por aquel ventanuco que daba a una
huerta, para fugarme hubiera cavado un imposible túnel que a través de la
corteza terrestre me hubiera hecho asomar a la celda de una cárcel sita en el
continente de los canguros. En este caso la culpable de mi encierro fue una
rubia rusa que cantaba en una taberna. Casi todas las mujeres que traen
problemas cantan en algún garito, suelen tener ojeras, son rubias y por lo
general su belleza siembra el silencio allá por donde pasan.
Con Elsa empecé a hacer
el tonto de vuelta a Nueva York, y cuando empiezo a portarme como un payaso ya
no puedo parar hasta dar de bruces en alguna cárcel. En mi estadística privada
me falta por saber cómo serán las cárceles norteamericanas. A este paso no
tardaré en saberlo.
La conocí en Central
Park, mientras daba un paseo a través de la soledad del atardecer y de los
ensueños del peligroso romántico que soy. Iba como flotando entre los
relámpagos de sombra que disolvían la última claridad, cuando pasó a mi lado
uno de esos coches de un caballo con una rubia de ocupante, condensando en el
platino el último hálito de la luz agonizante, como si se materializaran los sueños
en los que yo iba volando. Dejé de pensar que parecía una sirena recién salida
del lago del parque –solo veía su busto por la ventanilla lateral que la
enmarcaba como a un óleo- y, gracias a que iba despacio, me abalancé a
ofrecerle un cigarrillo. No fumaba, pero lo mejor fue que se me quedó clisada,
la emoción fulgurando en sus pupilas (¡los tipos como yo no deberían ser tan
soñadores!), y envolviéndolo en un pañuelo de seda se guardó el pitillo como si
para siempre quisiera quedarse con algo mío. Se alejó y me quedé tan solitario
y triste como una estatua después de que algún visitante la haya apreciado con
admiración.
Poco más adelante oí
golpes, un relincho y gritos. Corrí y no tardé en liberarla de los tres
atacantes que la cercaban. Con lo versado en violencia que soy, no me gustó la
facilidad con que aquellos chicos duros se dejaron demoler por mis puños y me
erigí en el salvador de mi dama. Despedí al cochero y la conduje a casa como si
fuera un caballero, sir Galahad, precisamente yo, un hijo de los barrios
portuarios. Me contó que sus padres eran rusos blancos y que había triunfado en
los escenarios de Macao y Shanghai. Irradiaba una magnética luz con reflejos
como ecos del canto de una sirena, recordé que aunque no tuviera ojeras era
rubia (¡y también rusa!) y había sido cantante, y una reserva de cordura me
hizo dejarla en el garaje donde guardaba su Buick y declinar la oferta de
trabajar en el yate de su marido, que al parecer no tardaría en salir de
crucero por el mar Caribe.
El empleado del garaje
me dijo que se trataba de la esposa del famoso abogado criminalista Arthur
Bannister, el águila del foro de San Francisco, que, omnipresente en las más
célebres causas, recorre con sus muletas de tullido las tribunas del interés y la
admiración del público, y compensa su invalidez con una inteligencia más rauda
y filosa que una dentadura de tiburón.
El cual, renqueando en
sus muletas, a la mañana siguiente se prestó a intentar reclutarme, al
presentarse en la casa de contrataciones del muelle con la actitud de un eunuco
a la caza de favoritas para el harén. Ante mi negativa, pretendió emborracharme
para disuadirme, y aunque fue él quien se empapó con más alcohol que un faraón
embalsamado, le salió la jugada, porque trayéndolo semiinconsciente al yate,
Elsa me recibió en cubierta con el ruego de que me quedara para protegerla.
Conmovido por el miedo de sus ojos, dejé que el capitán, un tal Mr. Broome, me
reclutara en calidad de contramaestre. Recordaba haberlo visto la víspera
merodeando por el garaje de Elsa, por lo que me parece que he vuelto a chocarme
con otro de esos espías a los que acarreo peor suerte que ellos a mí.
La primera noche ella
se tendió casi desnuda a la luna y cuando se puso a cantar me pareció una
verdadera sirena a la deriva entre la espuma fosforescente, una mujer cuya
belleza me destruiría. Al día siguiente se nos unió Mr. Grisby, el socio de
Bannister, un tipo grotesco y desconcertante, de grosera sonrisa y tics de
maníaco, que parece muy interesado en mis proezas criminales. También pude
comprobar que, sobrio, Bannister es solo un poco más cínico que sádico y con
todos parece afilar la lengua y ensayar la esgrima de su ingenio acaso para no
perder práctica de cara a los tribunales.
Y así, pesados y
bochornosos, han ido hundiéndose estos días de travesía por la costa de México.
Me he sentido tan incómodo y violento entre esta gente que varias veces he
estado a punto de renunciar a mi puesto. Porque aunque se haga la víctima y la
ingenua, me consta que Elsa se ha contagiado de la moral –también tullida- de
su marido y que son tan parecidos que cualquier día también ella aparecerá
arrastrándose sobre dos muletas. Lo cual no quiere decir que sean aliados,
sino todo lo contrario. A ella ha llegado a escapásele que Broome, el capitán, en
verdad es un detective que su marido le ha puesto para vigilar sus
infidelidades y poder divorciarse sin pagarle un centavo. Pero cuanto más
perversa la veo, más me ciega su dorada y luminosa belleza; y cuanto más me
consta que desprecia mi pobreza (¿por qué, si no, se casó con un millonario?) e
intento deshacerme de su influencia, más se aprietan los nudos que me maniatan.
¿Qué cóctel de miedo,
odio o deseo ha envenenado las relaciones entre el chiflado de Grisby, el
maligno y retorcido Bannister, y su esposa, resplandeciente de belleza y
falsedad? Ahora que veo al matrimonio insustarse con los ojos mientras beben,
en un aparte Grisby viene a ofrecerme una copa y la posibilidad de ganar cinco
mil dólares si le pego un tiro a él mismo. ¿Será demasiado cobarde para
suicidarse? ¿La bastarán a Elsa cinco mil para abandonar a su marido?
Solo una cosa tengo
clara. Si no me deshago de ellos, pronto necesitaré un abogado. Criminalista.
Desde niño me
inculcaron que incluso a tipos tan normales como yo, en América se les abrían
las rosas de las oportunidades, y siempre supe que de un medio u otro así
sería, pero a costa de pincharme un poco con las espinas. No obstante, momentos
ha habido en que al contemplar la cima del rascacielos de la Consolidated Life,
la compañía de seguros donde soy contable, palpando los nubarrones del otoño
neoyorquino, o al observar los cientos de mesas que idénticas a la mía se
alinean en la sección W de la planta 19, me preguntaba cómo destacaría yo entre
los treinta mil empleados de la casa para ascender.
Así que empeñé todas
mis facultades, que también las tengo, en el trabajo: mi lealtad, iniciativa,
dedicación y –por qué no decirlo- mi apartamento, un chollo de ochenta y cinco
dólares al mes, acogedor, luminoso, con moqueta y aire acondicionado, y a media
manzana de Central Park. Todo ventajas, salvo que desde que se lo dejaba de
picadero a los directivos de la empresa no lo podía ocupar hasta las nueve o
diez de la noche, pero incluso eso me venía bien, porque así podía hacer horas
extra en la oficina. Tras ocho horas de alboroto, me gustaba pasar otras dos en
la sala oyendo los rumores de la soledad, subrayados por el zumbido de las
aspiradoras.
Después de las escenas
que se habían desarrollado en el apartamento, también éste adquiría, en lo poco
que tardaba en acostarme, un silencio más profundo, aún perfumado de la estela
de las esencias femeninas, preñado de risas y músicas fantasmales, como si su
ambiente aún sostuviera ecos de los gritos y gemidos que allí habían resonado.
Sí, del tocadiscos, de la cama y sobre todo del sofá parecía desprenderse una
sensación de euforia marchita o tristeza postcoital. De algún modo me
acompañaban los espectros de los cuerpos que recién se habían acoplado en el
asiento donde ahora yo cenaba. Y cambiando los canales de la tele me embargaba
la clase de melancolía que a todos los solteros nos encanta. Tampoco era tan
desagradable encontrar un pintalabios en el suelo, una horquilla bajo el cojín,
o al pie de la mesa un preservativo usado.
Ayudaba a tolerarlo
saber que así atraía la atención de los jefes sobre mis virtudes; y, además,
gracias al escándalo de músicas y risas, aquello me labraba entre los vecinos
el prestigio de donjuán , un adorno imprescindible para el éxito. Este otoño sí
que hubo cierta velada algo incómoda. Después de irse Mr. Kirkeby con su
querida y haber cenado yo, no había hecho sino acostarme cuando llamó desde un
bar de al lado Mr. Dobisch, de Administración, solicitándome el apartamento porque
acababa de ligar con alguna. Lo peor era que me había tomado el somnífero, de
modo que como no todo iban a ser ventajas, me dispuse a pasar la noche en
Central Park, arrebujado sobre un banco en mi gabardina, entre el vuelo de las
hojas de noviembre, que me rozaban como una amante tímida y algo enojososa, la
resignación.
Estaban buscando
jóvenes ejecutivos con iniciativa, y dejar de ser un simple contable por una
noche al raso valía la pena. Hoy en día la verdadera intemperie consiste en
quedarte sin trabajo: cualquiera de aquellos jefes podría aventar mi contrato
como una de aquellas hojas ocres. Lo peor fue que Mr. Dobisch me dejó bajo el
felpudo la llave equivocada y a las cinco tuve que despertar a mi casera.
Fui a trabajar con casi
39 de fiebre. Con tal de poder ocupar a la salida mi apartamento para
acostarme, gasté media mañana retrasando compromisos de mi agenda de
arrendamiento; la verdad era que mi eficiencia en el trabajo se resentía, pero
por las paradojas del sistema aquello no afectaría a mi promoción. Cuando fui
llamado al despacho de Mr. Sheldrake, el mandamás de personal, se me abortó un
estornudo. Mis jefes habían cumplido su palabra de recomendarme. Me subió a su
despacho, y a mi destino superior, Mrs. Kubelik, la ascensorista de nuestra
sección, mi amor platónico (aristotélicos no tengo, sin tiempo ni espacio para
escarceo alguno, y los socráticos no me van). Consciente de mi poquedad y de
que nadie de la casa le había estrujado ninguna cita, amilanado, yo nunca le
había insinuado nada a Mrs. Kubelik.
Después de repasar los
elogios que me dedicaban sus subordinados, cuando ya mi vanidad me había inflado
como un globo, Mr. Sheldrake me lo pinchó haciéndome saber que mi principal
mérito era la generosidad a la hora de prestar cierta llave, y cuando me
disculpé y le prometí no volver a hacerlo, me la pidió para él esa misma noche.
Y por obra del destino tenía el apartamento libre y se me habían pasado las
ganas de acostarme. Mr. Sheldrake también está casado y necesitaba un sitio
discreto. Le dije que el whisky estaba en el armario de la cocina. Incluso tuvo
la deferencia de regalarme las dos entradas para un musical que ya no iba a
necesitar. Con él de mi parte ahora sí que iba a ascender de verdad.
Afirmado en mi
masculinidad, al bajar pude invitar a salir a Mrs. Kubelik. Al parecer, había
quedado para tomar una copa con un novio con el que iba a cortar, pero acabaría
con tiempo de ir al musical, después iríamos a bailar y quizá luego el
apartamento acogería otra bacanal, por una vez de su dueño.
Sin acordarme de C. C. Baxter, aquel ser
apocado y escuchimizado que se perdía en la grandiosidad de la oficina, ahora
mi autoestima henchía las calles de Broadway. Y sin embargo, ella me dio
plantón. Ya me lo habían hecho otras veces, pero esperar media hora bajo la
lluvia me hizo volver a resfriarme. Y de vuelta a casa, la soledad ya me
gustaba menos que antes, como una amiga algo insípida de la que uno empieza a
hartarse.
A las pocas semanas por
fin se valoraron mis aptitudes, y en una de las plantas superiores un operario
terminó de inscribir mi nombre y mi cargo en la puerta acristalada de mi
despacho: C.C. Baxter, segundo ayudante de administración. Al contemplar por el
vidrio de mi despacho la infinita perspectiva de mesas idénticas a la que yo
había ocupado durante tres años, una aurora de felicidad me despuntó en el
ánimo. Realmente, América era la Tierra Prometida.
Además, ahora solo
tenía que renunciar a mi apartamento una tarde por semana, ya que me debía en
exclusiva a Mr. Sheldrake. Vino a felicitarme por mi ascenso y aprovechó para
pedirme una copia de la llave, de modo que no perdiéramos el tiempo
transfiriéndonosla a la vista de su inquisitiva secretaria. También le di
cierto estuche de palisandro con un espejito agrietado en la tapa, que su chica
se había dejado en el suelo de la entrada.
Hoy, mañana de Navidad,
es el único día del año en que los empleados toman el poder y, como en un
carnaval de los locos que invirtiera el escalafón, secuestran el edificio en
una barahúnda de música, besos y baile. Al entrar en nuestra sección he visto
que una administrativa practicaba un streaptease en la mesa del supervisor, cundían
las risas y se estiraban las serpentinas. Con el champán corre la euforia, y ya
que me he bebido dos copas, tras varias semanas de distanciamiento, he ido a
disculpar a Mrs. Kubelik por su plantón. Reconozco que he querido presumir de
mi nuevo status, y para exhibirme ante ella me he permitido dejar fuera de
servicio su ascensor para enseñarle mi impresionante despacho. La verdad es que
la amo y quiero demostrarle que puedo cuidar de ella.
La he hecho reír y
parecía contagiada por mi dudoso magnetismo. Pero ahora que vuelvo junto a ella
con sendas copas de champán, me la encuentro abrumada de tristeza. Ha estado
hablando con la secretaria de Mr. Sheldrake, ¿qué le habrá dicho? Tiene los
ojos anegados de pena. Con tal de animarla, me pruebo el bombín que aún no me
he atrevido a ponerme. Para que me mire, ella me deja un estuche de palisandro
con un espejito en la tapa. Tiene una grieta. Me miro la cara cruzada como por
una cicatriz y también a mí se me volatiliza la alegría. Estoy sin chispa, como
el champán de una botella que se ha quedado abierta. Parece que en vez de
ascenderme, me han degradado.
Y con los vapores del
alcohol, se me diluye lo que me quedaba de dignidad.