miércoles, 27 de marzo de 2013

AL BORDE DEL PELIGRO


                 
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“No volverás a ver a Ken”, me repetía esta mañana entre un vestido y otro, en la boutique donde trabajo de modelo, intentando convencerme de que la próxima vez que me llamara no sentiría adentro ese deshielo de lago en primavera que rompiendo entre chasquidos mi última resistencia me hace compadecerme de él y aceptar sus planes. “No volverás a ver a Ken”: por algo nos divorciamos hace tres meses. Es cierto que desde que volvió de la guerra rutilante de medallas, su estrella se ha apagado y, con su exceso de orgullo y falta de empeño, ha sido víctima del whisky y de ese mafioso de Scalise, pero lo que hizo anoche fue demasiado.

Y no me refiero a que me abofeteara delante de los otros –cada vez necesita menos copas para hacerlo-, sino a que, aparentando invitarme a cenar me había utilizado como cebo para que ese millonario tejano mordiera el anzuelo. Sin que yo lo supiera, Mr. Morrison, uno de los monarcas del petróleo de Texas, nos esperaba en la mesa del restaurante, y gracias a mi presencia a Ken le fue fácil arrastrarlo a la timba que cada noche Scalise monta en la suite del hotel Street. Sin embargo, se atascó un pequeño engranaje en la trampa que esos granujas le habían tendido a Morrison porque, ya fuera debido a que éste utilizaba sus propios dados o a que realmente yo le daba suerte cada vez que se los soplaba antes de tirar, cuando dije de irme y él se prestó a acompañarme, iba ganando diecinueve de los grandes. Fue a por los abrigos, y entretanto Ken me ordenó que me quedara para que Morrison tampoco se fuera y pudiera cambiar el aire de la suerte, ya que se sentía culpable ante Scalise de haberle traído un halcón en vez de una paloma. Como me negué, me golpeó.

“No volverás a ver a Ken”, volví a pensar esta mañana, maquillándome la mejilla y el ánimo, para que no se me notaran el cardenal ni el desencanto, cuando vino la dueña a decirme que una pareja de agentes de policía querían hablar conmigo. Uno era corpulento, con capas de azúcar, levadura y bondad en una cara de pastel que no obstante intentaba endurecer (horneado días atrás); y el otro, serio y apuesto, negro de pelo y preocupaciones, el rostro tallado como de lava fría, y con llamas de fiebre e insomnio en los ojos. Fue éste quien me dio la noticia: habían apuñalado mortalmente a Morrison y Ken, el presunto asesino, había desaparecido de la circulación.

La policía solo tenía la versión que Scalise había tramado e impuesto a sus esbirros, esos que culebreaban junto a al mesa de juego con maldiciones en los ojos cada vez que Morrison sacaba el seis que necesitaba. Desengañé a los agentes respecto a que el tejano estuviera perdiendo  y a que Ken tuviera celos de él –según Scalise-, pero aunque estaba segura de que intentaban sacrificarlo como a un chivo, no pude desmentir que apuñalara a Morrison. La verdad es que en la confusión de la pelea en que ambos se trabaron cuando Morrison vio a Ken pegarme, me esfumé del piso, y el corazón no me bajó de la garganta hasta que dos manzanas más allá no alcancé la parada y me refugié en el taxi de papá.

También les conté a los agentes que antes de acostarme me telefoneó Ken, supongo que para disculparse, y le colgué. Añadí que no pudo llamarme desde su apartamento porque papá, que me había notado el cardenal en la cara, después de dejarme se había pasado por allí para devolverle con creces lo que me propinara y no lo encontró en casa. Me fijé entonces en que los ojos del policía apuesto –Dixon- ardieron como tizones y las mejillas se le demacraron sobre los huesos del cráneo como si éstos las hubieran absorbido. La tensión de su mandíbula y lo forzado de sus ademanes lo hacían parecer más involucrado en el caso que lo meramente profesional.

Lo cual se confirmó cuando a la salida del trabajo lo vi esperándome en la puerta de la boutique. Y no era porque sospechara que yo conocía el paradero de Ken ni pretendiera volver a interrogarme, sino para invitarme a cenar. Pasamos por casa, y mientas me cambiaba lo dejé charlando –más bien escuchando- a papá, que lo recordaba porque hace años le había servido de eventual chófer tras el rastro de unos maleantes. El episodio acabó en un tiroteo y en una felicitación del alcalde a papá. Lo dejamos encantado de que ahora saliera con alguien honrado, y durante la cena le conté a Dixon -Mark- que lo quiero como a un padre y una madre, ya que ésta murió al darme a luz. En la íntima mesa de ese restaurante con una camarera gruñona que se dedicaba a fomentar nuestra familiaridad, también le conté sobre mis problemas con Ken. Entre Mark y yo fluía una confianza propia de viejos amigos y sentía que entre nosotros se tendía un puente del que resbalaban los equívocos o las malas intenciones. Una vez más oía los crujidos de aquel hielo desmenuzándose al sol de la alegría y venciendo la última dureza de mi desconfianza.

Fue una pena que antes de terminar la sopa lo llamaran. Volvió a la mesa pálido y crispado, con una lacia máscara de fiebre y fuego en los ojos. Se disculpó por tener que irse de inmediato: gajes del oficio. Volví sola a casa.

Antes de acostarnos la policía ha llamado a casa y nos han pedido a papá y a mí que nos personemos aquí, en el apartamento de mi ex. Al llegar, nos informan de que han hallado en el río el cadáver de Ken. Ya no tendré que intentar convencerme de que no volveré a verlo. Parece que anoche alguien le dio aquí mismo un puñetazo y, por culpa de las placas de hierro que desde la guerra llevaba en el cráneo, lo mató accidentalmente. Yo sabía que de algún modo la guerra había acabado con él.

Mientras el teniente nos explica que la involuntariedad del crimen descarta como culpables a los matones de Scalise, veo que los ojos de Mark, que lo oye desde un rincón, arden como las llamas de un sacrificio. Al parecer el asesino arrastró el cuerpo a la calle, lo introdujo en su auto y lo dejó caer en el río. Pero lo más horrible es que consideran a papá el principal sospechoso. Las horas coinciden, tenía un móvil y la ocasión: él mismo ha admitido que se pasó por aquí ciego de rabia para vapulear a Ken. Miro los ojos de Mark Dixon y me quemo. Su fuego era el que había derretido aquel lago de mi interior. Aparentando intimar conmigo, solo quería sonsacarme información. Soy una ingenua y al deshelarse la superficie he perdido pie y he acabado arrastrando conmigo a la persona que es mi madre y mi padre.                   

                                                                                                                                                                                      

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