viernes, 31 de mayo de 2013

LA GARDENIA AZUL




                  

Me he embrollado en esto por casualidad, como todo lo que ocurre en la vida, sobre todo aquí, en Los Ángeles, donde con el movimiento que tenemos nada es previsible, y más tratándose de mí, Casey Mayo, hijo de irlandés e italiana, nacido en un autobús entre dos estados y toda la vida un trotamundos amigo del azar, trabajando aquí y allá para pagarme los estudios, y no digamos ahora, con una columna del Chronicle a mi cargo y siempre al acecho de alguna noticia, de esa rara energía que las antecede, de esa claridad de silencio que como un relámpago de escarcha anuncia en el aire la inminencia de algún suceso.

Ya que por una vez no había ningún tema candente, pensé escribir sobre ese símbolo de la modernidad que es el teléfono. Así que mi compañero Al, el fotógrafo dormilón, y yo nos plantamos de resaca en la Compañía de Teléfonos de la costa Oeste, donde la supervisora nos estuvo mostrando la centralita donde se enhebran todas las llamadas interurbanas de Los Ángeles. Hace años pensé escribir una novela estructurada a partir de las llamadas que pasaba una atribulada telefonista, pero de momento me conformaría con el Pulitzer de periodismo.

Me quedé flirteando con una de las telefonistas entre quienes parecía muy popular un conocido mío, Harry Prebble, que había sido retratista para el periódico en los juzgados y ahora trabajaba para empresas de publicidad. A fin de ofuscarlo la rubia ojerosa con la que yo conversaba me dio su número (he aquí una de las ventajas del teléfono, propiciar las relaciones humanas), y Harry siguió requebrando a las otras chicas. Acreditaba una fama de galán que estaba cerca de desmentir su corpulenta figura. La verdad es que, sin nunca pertenecer a nadie ni a nada que no sea mi columna, me identifico con esa promiscuidad suya, y buena prueba es la agenda en la que apunté el número de la telefonista, repleta de teléfonos junto a otros tantos nombres femeninos subrayados o no (fue el caso), y resaltados o no (también) por uno o más signos de admiración.

Me llamaron del periódico para entrevistar a un petulante director de cine alemán (el autor de la mítica "Metrópolis") que se había prestado por sorpresa y me dejó sin almuerzo. La tarde también fue tan ajetreada que cuando me deshice de todo me encontré a las puertas del Gardenia Azul sin un plan para la noche. Así que entré para diseñar alguno a partir de la libreta, si es que no me sobrevenía otro en su peligrosa barra, eléctrica de guiños e insinuaciones.

Al entrar en este local la gente se deja las preocupaciones en el guardarropa y entre las flotantes islas de las bandejas de cócteles y los arbustos tropicales, con la relajación de la música, fluye un ambiente de frivolidad y disipación. Risas y gorjeos se derraman con el champán. En los reservados parecen celebrarse equívocos ritos. Y al primer conocido que vi fue a Harry Prebble, evolucionando en aquel perverso exotismo de sofisticación y camareros chinos con la confianza de un capo mafioso de Shanghai o Macao. Esperaba a una chica, y aunque el tipo no era lo que se dice un caballero, no me confirmó si se trataba de la telefonista de la mañana.

A mí me costó un par de llamadas encontrar una pareja disponible (¡bendito teléfono!), cierta asistente social que por suerte tenía al marido de viaje de negocios por el Este, así que no tuve que tomarme la segunda en el Gardenia. Además, tenía que conducir porque ella vivía en una ciudad del extrarradio.

A la mañana siguiente Al, el fotógrafo, me recogió en el portal de una urbanización de Bay City, y estaba yo contándole en qué ejercicios agoté la noche (tampoco soy un caballero) cuando captamos en la emisora de la policía que había habido un asesinato cerca de la Avenida Michigan. Ya que pasábamos a su altura, Al insistió en renegar de su fama de dormilón y ser el primero en obtener fotografías del caso. En el vestíbulo nos cruzamos con los camilleros portando un fornido cadáver velado por una manta gris. Entramos un elegante ático atiborrado de cuadros y caballetes –parecía que por el ventanal habían entrado toda una gama de nubes-. En efecto, según mi amigo Sam Haynes, capitán de policía, la víctima era un pintor, que al filo del alba había sido golpeado en la cabeza con un atizador mientras, según la vecina, sonaba un disco; un final digno de un artista. Vi en el tocadiscos que se trataba del Tristán según Fürtwangler. La asesina –pues de una mujer se trataba- había dejado el rastro de tres pistas: un pañuelo con ribetes de encaje, un par de zapatos de ante del treinta y seis y una deshojada gardenia azul, lo cual me hizo dar un respingo. Sobre todo en combinación con el nombre de la víctima: ¡Harry Prebble!

Trabajo me costó disimular mi asombro ante Sam. La policía y los periodistas coincidimos en buscar al culpable de cualquier asesinato, pero ellos se lo entregan al juez y nosotros los capturamos en una foto de primera plana.

Me fui directo al Gardenia Azul, y mientras que de todos los camareros lo único que estrujé fue que la acompañante que Prebble aún esperaba cuando salí del local era rubia, quien más me concretó de ella fue la que menos medios de captarla tenía, la ciega vendedora de gardenias. Entre otras cosas recordaba el sonido grave, metálico, profundo, de la voz de la joven. En principio, eso descartaba a la telefonista, que tenía una voz chillona.

Me puse a escribir en la oficina, por supuesto que con mi amigo el dormilón echado en el diván. Aquella historia tenía todos los ingredientes del éxito comercial: asesinato, enigma y una belleza de por medio (las de esta clase siempre son guapas). Gracias a mi información privilegiada escribí el mejor artículo sobre el caso y también ha hecho fortuna el alias que le he puesto a la misteriosa asesina: “la Gardenia Azul”; sin querer me dio la idea el chico de los recados. Cuando algo me obsesiona, todo cuanto percibo acaba por referirse a eso.

Mi columna debió poner muy nerviosa a la culpable, que veía cómo el cerco policial se estrechaba en torno a ella… uf, veo que estoy contaminado por las frases hechas de la prensa, así nunca escribiré nada serio. Ayer me empeñé en hacerle morder a esa mujer un anzuelo para atraparla antes que la policía. Y fue el Gran Jefe quien, como antes el recadero, me sugirió involuntariamente la idea de escribirle una carta abierta ofreciéndole ayuda y comprensión bajo palabra de no entregarla a la Ley. Se trata de una trampa para ella o un delito por mi parte, no hay equilibrio posible, y ni yo mismo sé a qué atenerme.

Llevo horas soportando el único inconveniente de mi idea, las decenas de llamadas de neuróticas y bromistas que dicen ser la Gardenia Azul. Como credencial cuento con el filtro de las características del par de zapatos, que no se han publicado, para colgarles cuanto antes a esa legión de impostoras. ¡El teléfono! Ya sabía yo que iba a ser crucial en esta historia, ya lo es en cualquier historia y más lo será en el futuro, estoy seguro. Ahora vuelve a sonar, descuelgo y no necesito esperar a que ella me diga el número y el material de los zapatos para que su tono grave, profundo, metálico, me suene con la voz de las sirenas y de algún modo intuya que a partir de ahora mi vida no volverá a ser la misma y ya nunca volveré a mirar la agenda de los teléfonos. Ahora sí sé a qué atenerme: la ayudaré.       

                                    

martes, 28 de mayo de 2013

MY FAIR LADY




                            

Maldita sea, si como a todos les parece la empresa es inviable y en el baile de la embajada descubren que Eliza no es una dama de alcurnia, resultará cierto que en el fondo estoy chiflado por ella y que sin saberlo he aceptado el reto con tal de estar junto a Eliza, y eso sería muy peligroso para un solterón vocacional como yo. Entonces, en esta apuesta me juego mucho más que el prestigio o el mero dinero, nada menos que la tranquilidad y la independencia de mi edad madura.

Pero no puede ser, lo fascinante es el reto en sí, enseñar en seis meses a hablar y cómo comportarse en la más distinguida sociedad a esta criatura ordinaria, mísera, maleducada, una hija del arroyo acaso devota del alcohol y amiga del tabaco, inútil para todo salvo para demostrarle al mundo que yo soy el mejor lingüista de la historia. Una labor que ya me absorbe día y noche, dando plenitud y hondura a unas horas que antes se arrastraban grises y livianas como hojas de otoño, pero que ahora florecen con el profundo misterio de las rosas que la propia Eliza vendía en el Covent Garden: enseñar modales a Eliza, hablar con Eliza, vestir a Eliza, hacer vocalizar a Eliza, y ya está bien de tanto nombrar a Eliza porque me paso el día con… ella o, lo que es peor, pensando en Eliza… y eso puede acarrear consecuencias fatales, acaso una ceremonia casi tan nefasta como un entierro…

Eso es, lo interesante es el desafío, y no ella, que por sutil y delicada que la esté tallando el cincel de mis sabiduría, por tierna y tenue que resulte, aunque tenga esos pómulos tan poéticos y se le ahonden esos irresistibles hoyuelos en las mejillas, después de todo, intento recordar, solo es una vástaga del vicio y la molicie de los barrios bajos, una rosa –puede ser- pero nacida del estiércol y la corrupción de sus ancestros, y que solo con mi abono florecerá. Casi hubo que descostrarle con una espátula la mugre cuando Mrs. Pearce, mi ama de llaves, logró sumergirla en la bañera.

Pero bien mirado, mi vida no era tan árida, sino casi tan apasionante como ahora; no en vano llegué a escribir el Alfabeto Higgins, disipaba, quiero decir, aprovechaba todo mi tiempo en la Fonética –oyendo grabaciones dialectales o leyendo monografías menos interesantes que las mías-, y hasta realizaba estudios de campo por las calles, apuntando en una libreta las transcripciones fonéticas de los más variopintos ciudadanos. Por el habla soy capaz de ubicar en un radio de dos millas el paradero de cada londinense.

La otra noche, a la salida del teatro, al detectar un curioso acento de Lisson Grove, me aposté como un cazador tras una columna del pórtico para transcribir su extravagante pronunciación. La hablante resultó la andrajosa florista que hoy en día se aloja en una habitación de mi propia casa. Al principio me tomó por un policía anotando furtivamente sus injurias contra un lechugino que acababa de arrojarle a un charco su cesto de flores, y luego su oferta de venta floral –que ese imaginario sargento podría tomar por insinuación de prostituta- a un atildado y otoñal caballero que por su acento ubiqué procedente de Harrow, Cambridge y del norte de la India. En seguida colisionamos la chica y yo, como corresponde a una asesina del idioma y al mejor guardaespaldas del mismo.

Con lo ecuánime y educado, paciente y gentil que es mi carácter, el propio de un tipo maduro, reflexivo y amable cuya sangre fluye plácida por sus venas (en resumen, el caballero ideal para enseñar buenos modales), esta golfilla siempre logra precipitármela en una tempestad de cólera. Les hice saber tanto a ella como al provecto caballero, que no dejaba de asentir, que alguien con un inglés tan rudo como el de ella estaba condenada a pulular por las esquinas de la pobreza, que el lenguaje determina el futuro del hablante y que si yo tuviera la veleidad de enseñarle a hablar, su suerte se agraciaría con el rango de doncella de una familia noble o encargada de una floristería.

Tanto me daba la razón el caballero y se reveló tan nítida nuestra comunidad de intereses que incluso antes de presentarnos respectivamente descubrimos que él era el capitán Pickering, el segundo mejor lingüista vivo, y yo el profesor Higgins, el más grande: lo había demostrado él viniendo a Inglaterra para conocerme antes de que a mí se me ocurriera embarcarme a la India para conocerlo a él. Le rogué que aceptara mi hospitalidad y ya nos íbamos, charlando sobre las ciento cuarenta y siete lenguas vernáculas de la India, cuando ella impidió que la olvidara reclamándome una indemnización por el accidente, y con tal de que me dejara en paz le concedí una espléndida propina. Pero no sería tan fácil desembarazarme de Eliza Doolitle. Solo había comenzado este paraíso infernal.

De hecho a la mañana siguiente se plantó en casa mientras el capitán y yo agotábamos mis grabaciones y distinguíamos matices de vocales abiertas en mi estudio. Aquella mocosa que a duras penas logró hacerse presentar al mayordomo, otra sucia y desgreñada nieta de la cloaca que venía tocada con un chambergo de ropavejero y chillones ropajes raídos, desarrapada como una bruja novata, pretendía nada menos que una eminencia como yo accediera a instruirla, y para colmo se creía capaz de pagarme unos dignos honorarios. Entonces supe que tenía la facultad de desquiciarme.

En su ánimo había prendido la ilusión de ser dependienta o emplearse en una floristería –hasta aquí lógico-, pero creía que mi generosidad de la víspera se debía a que yo estaba achispado y que me convendría reparar el gasto con los emolumentos que me pagaría. ¡Aquello era irritante! Liza lograba que se electrizara el manojo de cables de mis nervios a punto de cortocircuitarse. Y de repente le rugí que se sentara: me había saltado la chispa de aquella idea que había concebido la noche anterior. El capitán me dio el último impulso: apostó todos los gastos del experimento a que yo no conseguiría hacer pasar por duquesa a Eliza en el baile de la embajada. Y lo más grave es que él deseaba perder; estaba más entusiasmado que yo.

Que Eliza no estuviera casada (¡menos mal!) ni que sus padres se ocuparan de ella allanaba las dificultades respecto a su alojamiento aquí. Tras otra serie de encontronazos y disputas con la susodicha, y hasta una discusión con Pickering y Mrs. Pearce respecto a la responsabilidad que yo contraía al inmiscuirme en la vida de Eliza, el ama de llaves la condujo a la bañera como si fuera al patíbulo. Una caja de bombones había decidido a la fierecilla a someterse a la prueba a cambio de la manutención y la ropa. Fácilmente me convencí de que me era indiferente lo que fuera de Eliza una vez coronado el experimento.

Y en pleno aprendizaje se halla ahora, y yo con mis rutinas en total desbarajuste, arrepentido pero también orgulloso de arriesgar mi prestigio de docente y mi tranquilidad de ánimo por esta perezosa que en una semana aún no ha aprendido ni a pronunciar las vocales y me hace mostrar el lado más agrio de mi carácter, convirtiéndome por su perniciosa influencia en intolerante y saturnino, rabioso y sombrío, obligándome a renunciar a mi estudiosa existencia por el continuo conflicto de su exasperante presencia, y arriesgando mi resolución de nunca entrometerme con ninguna mujer, y menos con la incorregible, caprichosa e insoportable cuyo nombre no puedo dejar de pronunciar, Eliza, Eliza, Eliza…       

                                                                                                                                                                   

sábado, 25 de mayo de 2013

EN EL AIRE (UNA HISTORIA REAL)






El horizonte se quiebra, el sol se hunde. Igual que la tarde que tu jefe te llamó a su despacho y te confirmó los rumores que como gérmenes circulaban por la oficina: habían vendido el laboratorio a una multinacional que nombraría a su propio equipo directivo. Una mano que no parecía la tuya firmó el finiquito bajo tu nombre escrito con tinta desvaída, y volviste a tu mesa noqueado, a pasos malheridos. No podías percibir nada que no fuera la sensación de desastre que se desprendía de tu ordenador, de tus papeles esparcidos como peces muertos en la orilla. Ni siquiera pudiste enfadarte como a veces te pasa con las contrariedades más triviales, ni advertiste que hasta entonces tu orgullo y tu optimismo te habían impedido creer que de verdad pudieran prescindir de ti. Ni siquiera podías ver con la claridad de siempre las caras de Rosa, de Pedro, de la segunda Rosa. Tampoco podías visualizar tu calle ni tu casa, así que por primera –última- vez dejaste la oficina dos horas antes de lo convenido.
            Te había abducido alguien mucho menos inteligente y alegre que tú, que como a un hipnotizado te llevó a casa a través de un atardecer de otoño que se iba despedazando sobre la ciudad sepulcral. De algún modo lograste subir al autobús adecuado y bajar en tu parada de Ventas. No saludaste al vecino que te dio paso en el portal. En el descansillo advertiste que te habías dejado las llaves con el abrigo y llamaste al timbre. No te abrían. Del interior no se oía nada. Y sin embargo Rosa y la cuidadora ya deberían estar de vuelta después de haber recogido, respectivamente, a la segunda Rosa y a Pedro. Insististe varias veces, pero solo te respondía el silencio. Con la frente en la puerta, reparaste en lo feliz que habías sido hasta entonces y en lo fácil que gracias a tus bien situados padres te había resultado todo, cómo se te habían abierto las flores de todas las oportunidades. Más difícil que aprobar Análisis Económico fue que Rosa (¡la primera morena después de tantas rubias!) aceptara casarse contigo, aunque luego bien que te reíste de todos los que te habían advertido contra el matrimonio. Con tanta suerte ya podías ser tan simpático como solías. Y ahora, a los treinta y nueve, lo perdías todo aun con más facilidad que lo habías conquistado. Una firma, un nombre en lugar de otro –el tuyo, Luis Pérez-, y tu realidad se resquebrajaba. Hasta que un ladrido tras la puerta de al lado te encendió una esperanza: en efecto, habías subido al tercero en vez de al segundo.
            Cuando le diste la noticia, Rosa solo se encogió de hombros: los rumores habían resultado ciertos. Incluso bromeó diciendo que la empresa era “puntera en chismografía”. Se lo tomó tan bien quizá porque para ella la dificultad era una vieja conocida. Gracias a una beca y al esfuerzo de sus padres, que cultivaban algunos campos de cereales, había podido venirse de Sigüenza a estudiar Empresariales. Estuvo trabajando de dependienta en un VIP hasta que logró un puesto en la administración de una franquicia de supermercados de la que ya era gerente.
            Después de acostar a los niños tuvo que recalentarte la sopa en el microondas. Aquel extraño que, después del alivio de encontrarlos a todos en casa, seguía incorporándote, solo sabía decirle a ella: “Nunca encontraré un trabajo igual”. Desde el pasillo se astilló un gemido y Rosa volvió al dormitorio. En la televisión informaban sobre la hecatombe de Littman Brothers. Como una epidemia se había declarado una crisis mundial contra la que no había vacuna segura. Sonó el timbre del microondas. Ante la compuerta te sorprendió ver una agenda de 2002 –el año de tu matrimonio-, de tapas encarnadas, que por ser de entonces había sobrevivido a sucesivas limpiezas, y donde al cambiar de móvil días atrás habías apuntado los teléfonos de tus contactos. Para cuando Rosa volvió ya habías subrayado los nombres más prometedores. Sonriente, se te acercó tanto que en la ágata de su pupila reconociste la cara del tipo al que iba a besar. Habías expulsado a aquel intruso que hasta poco antes te suplantara.
            Ni siquiera tuviste que acudir a la oficina del INEM porque Don Felipe Esquivel, tu antiguo profesor, te encontró un milagroso puesto de profesor auxiliar en la Carlos III. Aunque ganaras menos que antes, el cambio fue beneficioso. Tenías más tiempo para los tuyos y, con la única contrapartida de los nervios previos a las primeras clases, habías eludido el estrés de los objetivos de ventas. En relación con los alumnos –sin olvidar ciertas miradas de algunas alumnas-, rejuveneciste; entre ellos te creías otro estudiante.
 A excepción de los alumnos fantasma, en junio aprobaron todos, pero tú suspendiste. Después de una reunión en el departamento, don Felipe te anunció que no podían renovarte el contrato; ya habías oído que los profesores titulares aumentarían sus horas lectivas. Saliste cabizbajo al crepúsculo de últimos de primavera. Nunca habías visto el campus tan desierto. De nuevo el horizonte se apagaba, el sol se hundía.
Sin embargo, esta vez despertaste del aturdimiento antes de llegar a casa. Rosa no tuvo que ocuparse de nadie más que de los niños, ni volvió a ponerte aquella vieja agenda delante del microondas. Al día siguiente varias llamadas bastaron para confirmarte que esta vez sería mucho más difícil encontrar un puesto: los primeros conocidos con quienes hablaste, un empleado de banca y un informático, también acababan de naufragar en el paro. En la cola del INEM, que casi llegaba a Colón, cundía el nerviosismo, había cabezas gachas o miradas en la nada.
 A alguien tan impaciente como tú, al mes los correos electrónicos ya te parecían partir de tu ordenador como palomas mensajeras heridas, cada currículum iba impregnado de la desesperación de un mensaje en una botella. En tu primera entrevista de trabajo te recibieron en un sótano de Hortaleza con una hora de retraso. En la sexta, el tipo tenía un lamparón en la corbata gris y llevaba bisoñé. A los tres meses empezaste a contestar a ofertas de empleo de menos de mil euros, tú, que habías ganado casi seis mil. Tu teléfono y mail seguían en coma. Cuando los telediarios se referían al desempleo, cambiabas de canal.
Sin apenas salir de casa, desde los primeros días habías descubierto que únicamente no hacer nada era más agotador que las labores de hogar. Debido a la drástica reducción de ingresos decidiste ocupar el lugar de la cuidadora y la limpiadora (a ellas también les perjudicó tu situación), los pequeños dejaron de visitar la piscina del Canoe, matriculasteis a Pedro en el colegio público Tierno Galván, dejasteis de ir a El Corte Inglés y descubriste que las marcas de pedigrí no justificaban sus precios. Solo la cuota de la hipoteca devoraba casi dos terceras partes del sueldo de Rosa.
Los pocos minutos que te sobraban te hundías en el sofá y te parecía que el polvo del fracaso se asentaba en el salón, aunque puede que solo fuera porque limpiar no se te daba muy bien. Se te volvieron en contra los ciento cincuenta metros útiles que en su día buscaras con tanto ahínco. Seguro que Matilde no retocaba tu trabajo por no dejarte mal. Pero cuando llegaba la hora de recoger a Pedro salías, y con la expectativa de que te contara cómo le había ido el día, el tráfago de la calle se coloreaba de tonos cálidos.
Hasta que cierto día te llamó el bueno de Lorenzo, tu antiguo jefe. Al colgar, el polvo había desaparecido del salón. Acababa de ofrecerte la posibilidad de trabajar en Praga como director de compras de la filial de una multinacional de complementos. Las condiciones eran óptimas, y si tras dos meses de prueba convenía a ambas partes, podría firmarse un contrato definitivo. Aquella noche Rosa y tú no os acostasteis hasta las dos, la caja del té se quedó sin bolsitas y adoptasteis una resolución.
Por la mañana aún te devoraba el vértigo de aquella decisión, como si la mera perspectiva del viaje te marease, y cuando llegaste al chalet de Las Rozas a decírselo a tus padres, tu madre te miraba como cuando de joven sospechaba que habías bebido. Sería duro dejar a los tuyos, pero Madrid iba camino de convertirse en una ciudad con un millón de parados que como sonámbulos vagaran por las calles.
Al aterrizar en Praga tu soledad te pareció de la extensión de la pista. Pero te animó la inminencia de la entrevista con el director de la empresa, un tal Havel, el conocido de Lorenzo. Al parecer, habiendo considerado tu currículum y referencias, te creía un firme candidato al puesto fijo. No obstante, respecto a eso te incomodaba entre los omóplatos cierta punzada de inquietud, y no solo se trataba de la perspectiva de vivir sin los tuyos en una ciudad extraña. En todo caso, si no acababan por contratarte, al menos no tendrías que cruzar el desierto de aquel destierro. Pero recordar que en seis meses nacería Luis volvió a hacerte pensar que tu desgarramiento sería un precio barato por evitar que fuera un “hijo de la crisis”.
Esa misma tarde se celebró la entrevista en la última planta de un cubo de vidrio y acero, en pleno centro comercial. Te recibió un atildado calvo de bigote tristón que te recordó a tu padre. La vista a través del ventanal del atardecer de Praga invitaba a la melancolía. Al oír las primeras frases del señor Havel de nuevo te acometió aquella punzada en la espalda que te había molestado en el vuelo. Habías dicho que dominabas el inglés cuando la verdad era que tu nivel era ínfimo. Farfullaste una respuesta, el ejecutivo se ruborizó y desviaste la vista a la cristalera. El horizonte se apagaba, el sol se hundía.
Y sin embargo a la mañana siguiente, después de una noche de insomnio en el Hilton, te presentaste en el cubo, donde un conserje te condujo a una oficina mucho mejor que la que habías tenido en Madrid. La tarde anterior, frunciendo el bigote, al final Havel te había extendido el contrato y medio entendiste que confiaba en tus posibilidades y que al principio él hablaba un inglés más macarrónico que el tuyo. Incluso te dio un billete de ida y vuelta a Madrid para el fin de semana. Solo la ignorancia de las costumbres checas (¿qué habría pensado?) te impidió levantarte y darle un abrazo.
Después de cinco semanas, de Praga solo conocías la calle del cubo, la panorámica postal de la vista desde tu mesa, las múltiples oficinas de los proveedores que habías visitado, el estudio alquilado dos calles más arriba –eras incapaz de recordar con exactitud el multi consonántico nombre-, y el lugar que más amabas y odiabas de la ciudad: el aeropuerto. Por las grietas de los muros de tus jornadas, que solo escalabas tras once horas de trabajo, se filtraban los luminosos rayos de tus conversaciones por Ipad con Rosa y los niños. Entre una reunión y otra sabías que de nuevo ella se iba sintiendo como una crisálida de vida, o le prometías a Pedro ir al Bernabéu el sábado y a la segunda Rosa llevarle una muñeca. De vuelta cada noche al estudio, sin tiempo de sorprenderte de tu capacidad de esfuerzo y adaptación, ponías en marcha el CD del curso de inglés y después de cenar te dedicabas a repasar el vocabulario específico de los términos legales y de los materiales de bolsos y carteras, hasta que te quedabas en duermevela susurrando en inglés al silencio de la ciudad, o mirando el cielo te parecía que aunque extranjera la noche era tu aliada porque justo entonces en Madrid acaso alguien estaría mirando la misma estrella que tú.
Los  fines de semana en Madrid transcurrían como un río que se sale de madre, en un tiempo diferente al cronológico. La arena de las horas se te desmenuzaba inadvertidamente entre los dedos. En vez de tejer los hechos, era el tiempo el que rebosando de ellos se veía desbordado por todas las actividades que los cuatro -¿cinco?- disfrutabais juntos. Los dos días parecían un sueño, con su duración y lógica específicos. Pasaban demasiado rápido para que pudieras enterarte de lo feliz que eras. Mientras esperabas el cambio del camarero del McDonald, te daban cuatro tickets para una película de Disney. El sábado por la noche, cuando volvíais temprano de cenar en algún italiano del barrio, querrías que el domingo no amaneciera, preferirías no dormir o al menos sincronizar la coreografía de tus sueños con los de Rosa, de modo que entre los laberintos del inconsciente los dos coincidierais para bailar a cámara lenta en el mismo escenario onírico.
Al menos así los niños aprenderían el significado del esfuerzo y la responsabilidad. Para seguir viviendo en un piso tan cerca de sus amigos y donde había tanto espacio para jugar, o hasta para ir al baloncesto o comprar un juguete, debían tolerar el funeral de las despedidas de los domingos por la tarde y tu ausencia el resto de la semana. Y en cuanto a ti, la mejor manera de ampararlos era renunciando a verlos hasta el viernes siguiente; el miércoles por la tarde ya intuías el primer reflejo de la luz que el jueves, al dejar hecha la maleta para el viernes, brillaría con todas las promesas del mundo.
Y así hasta que llegó la última semana de tu contrato. También en las oficinas de Praga culebreaban las hablillas, y se decía que el definitivo director de compras sería trasladado a la filial de París. El compañero con quien solías desayunar te filtró que tenías pocas posibilidades porque varios clientes se habían quejado al jefe de lo arduo de mantener una conversación contigo. Y había presentado su candidatura el sobrino de uno de los socios, que venía de graduarse en La Sorbona.
Así que de nuevo se quiebra el horizonte y el sol se hunde, salvo que ahora esto sucede, más allá de la señora sonriente en el asiento de al lado, a través de la ventanilla del avión que, después de haber firmado el contrato fijo en el nuevo despacho con tu nombre grabado en la puerta, te lleva de París con destino a una felicidad hacia la que ha iniciado el aterrizaje.
                                                                                      
                                                
           

viernes, 24 de mayo de 2013

LAS NOCHES DE CABIRIA




                  


Mi único problema es que no aprendo de la calle, desaprovecho las ventajas de ser huésped de las esquinas, y como les ocurre a esas esposas que ignoran que sus maridos vienen con chicas con yo, me fío del primero que llega y veo un príncipe azul en cualquier macarra que se me acerca.

El último fue Giorgio, que con disimulo me llevó a la orilla del río, me arrebató el bolso sabiendo que tras una noche de trabajo iría al banco con la recaudación de la semana, y me empujó a la corriente para que no fuera detrás suyo. No sé nadar, por momentos me hundía lastrada con el peso muerto de mis ilusiones, me arrastraba el agua hacia las cloacas –como a veces pienso de mi vida-, y unos chicos lograron pescarme medio muerta.

Me hicieron expulsar la dosis de río que había bebido y me fui a casa sin siquiera agradecerles haberme salvado la vida. Después de todo, ésta apenas valía unos miles de liras para mi amado. Llevaba muertas las palomas de mi esperanza, iba exhausta de la vida misma y, lo que es más grave, añorando a ese canalla de Giorgio. O más que a Giorgio llorando al cadáver de mi amor por él. Bañada en unas lágrimas que se mezclaban con las gotas de agua, llegué a desear que hubieran tenido razón aquellos niños que como ángeles me habían salvado de las aguas y de veras hubiera intentado suicidarme; al menos aquello habría tenido más dignidad que ser la víctima de la vileza de Giorgio, que durante una semana había simulado quererme para al final empujarme al río. Sí, pensé, ojalá hubiera intentado suicidarme y hubiera tenido éxito.

Pero en seguida me consolaron la idea de que quizá Giorgio ignoraba que yo no supiera nadar y sobre todo la visión de mi querido hogar, sito en un erial junto a la carretera de Ostia, una caseta de conglomerado con luz, agua, butano, una radio, pierrots de porcelana y hasta un termómetro. ¡No me falta de nada! Sobre todo en comparación con las demás chicas, que a excepción de Wanda, mi única amiga, duermen bajo los arcos de Caracalla. De noche recobré la alegría, que me sube por el cuerpo como una marea y, según dicen los clientes, se me agolpa en las mejillas con un tono amapola, y descarté denunciar a Giorgio a la policía. De nuevo me encontraba en gracia y armonía con el mundo, como cualquier gatito que en todas sus posturas se muestra acorde con su naturaleza.

A veces me ocurre que cuando más de cerca me rastrea la bestia de la desgracia, la vida se me cierra y me hundo hasta el fondo –como casi el otro día en el río-, recurro a la idea del suicidio al estilo de un tahúr a la desesperada que se palpa la última carta bajo la manga, y su mera posibilidad me conforta como a un alcohólico la cercanía de la botella de emergencias, y entonces recompogo las piezas rotas de mi propia imagen y a través de mi herida la luz de otra esperanza me ilumina por dentro y esa especie de gracia me transfigura como a una paradójica Madonna de algún cuadro antiguo. Eso sí, para desahogarme (nunca mejor dicho después de casi ahogarme) hice una pira con las fotos de Giulio y el príncipe de Gales y el abrigo de piel de camello que le había comprado.

Y a la otra noche ya estaba en mi lugar de trabajo, la Passeggiata Archeologica, entre el escándalo y la bulla que arman mis colegas, las socias de las sombras, y sus rufianes, los siniestros cómplices de la noche. No será a mí a quien exploten ninguno de esos con la excusa de la seguridad. El chulo de Wanda se había comprado un Fiat con los beneficios del negocio. Tan contenta como siempre, alegre en la vida alegre, en ascenso por la montaña rusa de mi ánimo, incluso me marqué un mambo, pero cuando una de esas pelanduscas, la Gorgona, me mentó a Giorgio, me abalancé a arrancarle los pelos. Pese a la diferencia de peso le hice frente y solo con trabajo lograron separarnos. Me empujaron al Fiat y para alejarme de ella me llevaron al centro.

Opté por quedarme en Via Veneto. Aunque soy bajita y nada del otro mundo, mi pizpireta simpatía lo compensa y tengo bastante éxito dentro de lo que cabe; pero aun así aquella plaza está destinada a chicas de alto standing, comprendí que Via Veneto era inviable para mí y en efecto caminando entre la distinguida animación de aquellas terrazas me sentí como una gatita ante las tigresas que aquí y allá mostraban sus preciadas pieles. Más que como profesional me había quedado allí por curiosidad.

Me divirtió el espectáculo y cuando la calle se vació y dejaron de chasquear las verjas de los bares, me quedé como más me gusta, conversando con el viento y bailando con la soledad, abrazada a mí misma y acompasada al silencio, hermana que soy de la noche, hasta que me topé con el rígido rictus del portero de una discoteca. Justo entonces salió de allí una joven enfurruñada seguida nada menos que por el mismísimo Alberto Lazzari, el galán de moda de Cinecittà; aquello era uno de los cotidianos milagros de aquel barrio. Disputaron, ella se fue y, frustrado, él se acopló a su Alfa Romeo descapotable.

Su mirada perdida me encontró, me di la vuelta avergonzada y me llamó. Se me desbocó el corazón, que ya iba al galope. ¡Nunca me hubiera creído con glamour como para merecer su atención! Ojalá me hubieran visto Wanda y las otras subir altiva a su auto, frunciendo los labios de la indiferencia, como si a diario mis servivios fueran solicitados por celebridades. Condujo bruscamente, ciñendo cada curva con la repentina violencia de su decepción, pero yo iba encantada. Después de pasar por una espectral sala de fiestas donde triunfé sobre aquellas exóticas bailarinas con uno de mis mambos, me llevó a su casa. Aunque no hablaba mucho, como estupefacto por el alcohol y la huida de la chica, y se limitaba a dictarme órdenes, me lo estaba pasando genial. Me sentía tan henchida de orgullo que tuve que sujetarme a la puerta del descapotable para no echar a volar hacia las estrellas. ¡Aquel era el mejor cliente de mi vida! ¡El más guapo y elegante y famoso y rico!

Vive en un palacio que parece una galería de arte moderno. El lujo rezumaba de las paredes de estuco y de los cielorrasos de pan de oro. Un criado nos trajo un carrito con la cena: caviar, langosta, champán, y algo aún mejor para combatir la tristeza, pechuga de pollo. Ahora sí hablamos, brindamos –le hizo efecto la pechuga-, y de la emoción se me empañó la vista con una bruma de ensueño. Pero cuando me estaba dedicando una fotografía se trizó mi sueño dorado a los porrazos que al otro lado de la puerta daba la chica de la discoteca. Me sentí muy tensa, y luego ofendida, cuando Alberto se apresuró a esconderme en el cuarto de baño y para evitar sorpresas cometió la infamia de encerrarme por fuera. Al menos no había soltado la pechuga.

Aquel aseo era tan grande como mi casa entera; había hasta un perrito. La pechuga estaba requemada. Me dormí y el perro se la comió. Al amanecer Alberto me hizo salir discretamente mientras ella dormía; de puntillas, sentí que se me hundía la dignidad; ese era mi sino, ir siempre a hurtadillas, escabulléndome por calles y terrazas fuera del alcance de la policía, infame y furtiva como una ladrona entre las sombras, solapando el orgullo por las ruinas de mi autoestima: yo nunca sería la chica que duerme tranquila en la cama.

Por la calle, a través de un alba lechosa y sórdida como un final de fiesta, otra vez me sentí con el alma en bancarrota, traspasada de todas las vilezas y vergüenzas –los desaires de la vida airada- como tengo que tolerar, muerta la última paloma de mi esperanza; pero bastaron la sonrisa de un basurero, el guiño de una colega y el canto de los pájaros para que me deslumbrara el resplandor de una nueva esperanza. Me inundó la marea de la alegría y a mis pies se encendió el camino de la ilusión. Se abría la rosa de otro día.                           
                                                                                                                                             

martes, 21 de mayo de 2013

JENNIE




                    Resultado de imagen de jennie joseph cotten                             


En esto consiste mi vida, y tendré que desahuciar las últimas esperanzas de que cambie, en esquivar a la patrona, recibir una negativa tras otra de los marchantes y oír los vagidos de mi estómago. Y sobre todo, en deambular entre la multitud de Nueva York seguido por el perro de dos cabezas del desánimo y de la tristeza, sin nunca encontrar lo que busco, otro artista incomprendido de los tantos que como huérfanos o borrachos o desertores vagamos por los aledaños del miedo y la locura, y de vez en cuando nos engañamos creyéndonos llamados por alguna voz oscura desde cualquier esquina, y cuando nos dirigimos allí nos encontramos el callejón vacío y sórdido, hasta la noche que allí nos aguarde una mujer esgrimiendo la belleza clemente de una sonrisa y un cuchillo.

Solo soy un pintor cuya modelo y musa es un fantasma, una joven llamada Jennie. Ella es mi única inspiración y ya que ahora, en un rapto de cordura, admito que solo es una criatura de mi imaginación, una fantasía de solitario, acaso una alucinación del hambre, un delirio o una fantasmagoría, tengo que concluir que mi inspiración tampoco existe.

Conocí a Jennie, o me la inventé, este invierno, cuando de la mano del desaliento efectuaba mi via crucis por las galerías de arte. En la última había conocido a Mrs. Pinney, una bondadosa señora que solo por compasión, y porque yo le gustaba, me compró una marina, no sin advertirme que solo abonándola con sentimientos, con amor, florecería mi técnica. Aunque a solas me reí de su cursilería, en el fondo me cuestionaba si no tendría razón. Lo peor no es ser un pintor maldito, sino seguir incomprendido para mí mismo. Al pintar buscaba a tientas en la noche, como un marinero abandonado en el mar oscuro busca desesperadamente un salvavidas, aspiraba a expresar algo inefable que veía y no veía, cierto matiz sombreado o tal vez un brillo, algo que me mantenía cuerdo pero también acabaría por volverme loco, un misterio por el que merecía la pena vivir y por el que no me habría importado morir. De hecho he sacrificado mi vida a la consecución de ese aura hasta entonces invisible para todos menos para mí, al esbozo de esa sombra de una sombra, ese reflejo de un reflejo que seguía eludiendo a mi pincel.

Gracias a la buena de Mrs. Pinney me dirigía a la pensión con un puñado de billetes que me permitirían comer el resto de la semana, cuando me fijé en una niña que moldeaba un muñeco con la nieve de la mañana. Por efecto especular de la calle nevada o del silencio transparente que ahuecaba los sonidos, todos los transeúntes me parecieron irreales menos ella. Me acerqué y nos pusimos a hablar: se llamaba Jennie. Me estuvo contando que sus padres, los Appleton, trabajaban de acróbatas en el Hammerstein Victoria, pero yo sabía que aquello era imposible, la típica fantasía de los niños, una mágica imaginación que ahora se me ocurre relacionar con la de los artistas, pues ignora por igual las coordenadas espacio temporales y solo se trasluce a la escala de la eternidad. Hacía años que el Hammerstein Victoria había sido demolido.

La fantasía irradiaba de los ojos de Jennie, enormes y oscuros como lagos al anochecer, de la melancólica alegría de su rostro, de la tristeza feliz de su sonrisa. Nunca había conocido a nadie tan simpático. Le enseñé mis bocetos y no le gustaron mucho: me aconsejó pintar personas en lugar de paisajes. Después de cantarme una enigmática canción se despidió, no sin pedirme –con el mismo tono- que la esperase hasta que creciera. Se olvidó un pañuelo de listas albiazules envuelto en un periódico y por más que la llamé su infantil silueta se esfumó como un claroscuro en la penumbra radiante del atardecer. Conforme se difuminaba dejando una estela, el mundo parecía reanimarse en torno; las voces ya retumbaban redondas y los viandantes recobraban sus sombras. Ahora era todo el mundo, menos ella, lo que me parecía real. Finalmente acabó por desvanecerse su halo de ensueño.

En cuanto llegué a casa recapacité en que de algún modo a Jennie la rodeaba eso que llevaba toda la vida buscando, algo real e irreal, material pero también espiritual, manifiesto y a la vez latente, aquello por lo que he vivido y me matará, la niebla que aureola la soledad de ciertos muchachos antes de alcanzar la pubertad, el halo empañado de los faroles en el frío, lo que a veces me atraía a las callejuelas algunas noches de primavera, el viento que ululando mi nombre parecía invocarme desde fuera y cuando me asomaba a la ventana o bajaba a la calle no me encontraba a nadie. Hasta la noche que afronte a la mujer de la sonrisa y el cuchillo resplandecientes.

Al día siguiente de conocer a Jennie me desconcertó ver que el periódico que envolvía el pañuelo era de hace veinticuatro años, de 1910, y que en efecto se anunciaba la próxima actuación de los célebres acróbatas Appleton en el Hammerstein.

Mientras cumplía mi palabra de esperar a que creciera, me apliqué intentando matizar aquella etérea sombra o halo en sucesivos retratos de Jenny. Me sentía más centrado y concentrado que nunca, más dentro pero también fuera de mí. Agotaba los días ante el caballete y muchas veces me olvidaba de comer y cuando los ojos me ardían la imagen de Jenny se enfocaba en el escenario de mi insomnio o de mi sueños. Cuando fui a la galería a mostrarle mis progresos a Mrs. Spinney, mi benefactora, una sonrisa le iluminó la cara. Me felicitó por haber al fin encontrado mi estilo.

Gracias a ella entonces descubrí que aunque aún me hallaba lejos, estaba en el camino de lograr algo. En aquellos bocetos del rostro de Jenny había en parte representado el extraño tiempo a través del que ella fluía, hasta entonces invisible para todo el mundo salvo para mí. De mis apuntes nacía un ritmo, el espectro de una especie de música que hacía que mis trazos no solo transcurrieran, como todo dibujo, en el papel, en el espacio, sino en otra dimensión, en alguna desconocida clase de tiempo.

A la salida de la galería volví a ver a Jennie. Su figura se transparentó a través de la risa del sol sobre la pista de hielo del parque. Había crecido mucho; en apenas tres semanas parecía haber cumplido seis años: seguía transitando por un tiempo distinto al de los demás. Grácil y alegre, en su rostro se habían definido las vacilantes líneas de la infancia, sus rasgos se habían afirmado y ya mostraba el nítido perfil de una joven. Se habían cumplido las promesas de su belleza, y no dejé de pensar que pronto quizá también en mi estilo se cristalizaran los avances y trémulos progresos de las semanas previas.

Patinamos, y me hallaba tan confundido que me caí varias veces. Además, detrás de sus risas ella me pareció ausente y de hecho tuve la impresión de que la gente me miraba como si estuviera solo. Ella solo era visible para mí como para el amante lo es la belleza del amado. Tomamos chocolate caliente. En la conversación perseveró en sus ambigüedades de costumbre. No quiso desvelarme dónde vivía y persistió en la historia de que sus padres trabajaban en el Hammerstein, cuando en su lugar ahora se erige un hotel, el Rialto. Prometió volver el sábado para presentarme a su familia y se despidió. Se alejó, transfundiéndose en los rayos declinantes y las sombras del ocaso, como en un bosquejo al carboncillo.

Por supuesto, el sábado no apareció. No se trataba del clásico plantón, pensé; ella me amaba, lo sabía: los solitarios somos quienes más entendemos de eso. Estos días he estado indagando sobre ella. He hablado con un ex portero del Hammerstein y la que fue encargada del guardarropa, y resulta que los Appleton murieron hace más de veinte años en un triple mortal, y nada se sabe de su hija, que de estar viva rondaría los cuarenta.

Por eso es seguro que lo he soñado todo. Jennie existe tan poco como mi inspiración, lo que busco es inalcanzable, algo irreal que está más allá del tiempo y de la razón. Mrs. Spinney sabe que nunca lo conseguiré y con sus falsos ánimos intenta consolarme, y como todo artista yo me autoengaño respecto a mi obra. Jennie es tan imposible como lo que quiero pintar en un lienzo que ya solo es la ventana por la que me arrojaré a la locura.

Pero colgado del caballete la punta de un pañuelo de listas albiazules se agita al viento.               

                                                                                                                                         

sábado, 18 de mayo de 2013

EL BESO MORTAL


                 

Me llamo Hammer, Mike Hammer y soy detective privado. Mickey Spillane me formó en las malas artes indagatorias a golpe de pluma y tinta. Cloacas, y antros de mala muerte son los hábitats por los que me muevo con desparpajo. Quizás mi nombre no irradie el misticismo de mis compañeros Sam Spade o Philip Marlowe, pero puedo asegurarles que mis métodos son mucho más expeditivos que los de estos dos aburguesados fisgones de alta sociedad. Disparo primero y pregunto después, si es que el menda que me provocó sigue vivo. He roto muchas piernas y mi atlético cuerpo tatuado de cicatrices me recuerda que cada expediente que llega a mi despacho lo he defendido a capa y espada para obtener un resultado favorable a mis intereses.

Con el asesoramiento de Robert Aldrich, un chico que promete en esto de la captación de imágenes cinematográficas, me topé con un caso muy excitante y misterioso, al cual denominé El Beso Mortal, que  me dispongo a compartir con ustedes en estas líneas que me dispongo a escribir.  Era de noche y circulaba con mi poderoso descapotable por una oscura y solitaria carretera. En el horizonte una extraña silueta parecía correr sin un rumbo fijo. Al acercarme a toda velocidad  esa insólita sombra resultó ser una mujer que corría descalza por la calzada con el único abrigo de una gabardina.

La muchacha era un poco desgarbada y fea y jadeaba bruscamente por la falta de aire que le provocaba el cansancio de su alocada carrera. Como buen caballero que soy le ofrecí subir a mi carro. La muchacha parecía desorientada y estar huyendo de algún majadero. Una vez pasado el sofoco me comentó que la dejara en la primera parada de autobús que localizara en Los Ángeles. Pasados unos kilómetros un control policial me avisó que estaban buscando a una mujer ataviada con una gabardina que se había fugado de un manicomio. No hacía falta ser muy inteligente para asociar las pesquisas policiales con mi copiloto.

La cara de miedo de mi nueva compañera me dio pena y por tanto decidí engañar al oficial del punto de inspección indicando que mi acompañante se trataba de mi cansada esposa. Pasado el control policial paramos en una gasolinera. La mujer dejó al mozo una carta para echar al buzón y partimos de nuevo rumbo a Los Ángeles. A mitad de camino un coche se cruzó en medio de la carretera obligándome a parar. Tres matones bajaron del vehículo, me pegaron una soberana paliza que me dejó KO  y mataron a la chica que había socorrido. Creyendo que los dos estábamos muertos nos trasladaron inconscientes  a mi coche para simular un accidente y acabamos lanzados por un pequeño barranco ubicado en una curva de la carretera.

Lo siguiente que recuerdo es a mi secretaria (y a veces amante) susurrando mi nombre en la cama de un hospital. Llevaba tres días inconsciente y tras tres semanas de cuidado conseguí recuperarme. Los sabuesos me frieron a preguntas, lo cual no me olía bien. ¿Por qué se interesaban las altas esferas policiales en la muerte de una chiflada que nadie había reclamado? Mis sospechas se acrecentaron cuando mi amigo Nick, dueño del taller que pone a punto mis bólidos, me informó que unos extraños individuos le habían estado bombardeando a preguntas sobre mí. El olor a putrefacción se divisaba a kilómetros por lo que decidí ponerme en acción para ser el primero en golpear.

                  

Mi secretaria me informó que un tal Ray Diker, un antiguo periodista especializado en temas científicos, quería hablar conmigo. Este extraño personaje andaba desaparecido sin dejar rastro ni motivo de su huida. La intriga y las ganas de vengar la muerte de la asustada mujer que había conocido me estaba corroyendo por dentro. Decidí acudir a mi cita con Diker encontrándome con un ser paranoico cuya cara reflejaba las marcas de una brutal y reciente paliza. Diker me reveló el nombre de la mujer asesinada, Christina Bailey indicándome la dirección de la difunta. Ya en su residencia, gracias a las indicaciones de un amable anciano,descubrí que Christina tenía una compañera de habitación con la que compartía alojamiento y que ésta se había escapado muerta de miedo dos días antes de la muerte de Christina a un lugar cuya dirección amablemente me facilitó mi simpático interlocutor. Algo muy gordo estaba a punto de explotar delante de mis narices. Mi olfato de sabueso lo intuía y mis pronósticos se cumplieron con las explicaciones de la amiga de Christina la cual me comentó que unos policías se llevaron a Christina para interrogarla desapareciendo sin rastro tras este acontecimiento.

Alguien intentó asesinarme poniendo una bomba en mi nuevo descapotable lo que significaba que mi investigación iba por buen camino. Diker me volvió a llamar para cantarme los nombres de unos tipos que podrían resultarme de interés. Mis pesquisas me llevaron a la mansión de un tal Carl Evelo, un tipo inquietante que vivía rodeado de gorilas feos y corpulentos con cara de pocos amigos. Reconozco que me lo pasé bien con su ninfómana hermanastra y machacando al matón que Carl había dispuesto para mí. El señor Evelo intentó sobornarme para que abandonase mis averiguaciones y luego quiso amadrentarme con fanfarronadas y amenazas de muerte. Este tipo no sabía con quien se enfrentaba, ¿a mí con bravuconadas?

Me crucé con un cantante de ópera  friki,  novio de un científico asesinado cruelmente cuya existencia me desveló Diker. Ciencia y muerte. Parecía que estas dos palabras tenían una simbiótica conexión en este caso. El cantante me indicó que los asesinos del científico andaban buscando un secreto que el erudito aniquilado se había encargado de esconder para que no cayera en manos peligrosas.

De regreso a casa la amiga de Christina me andaba buscando. La invité a pasar a mi casa y enseguida se lanzó a mis brazos. Mi desconfianza en su actitud me hizo aguantarme las ganas de pasar una noche movidita con mi invitada. Salí a tomar el fresco en dirección al taller de mi amigo Nick y para mi desgracia descubrí que mi fiel compañero había sido asesinado.

La tristeza y rabia que me produjo este hecho me hizo visitar a mi querida secretaria en busca de unos brazos amables que calmasen mi ira.  Mi avispada empleada me indicó que un soplón le había proporcionado información sobre la existencia de un extraño doctor que estaba intentando coleccionar un novedoso y secreto producto que podría ser la clave que me llevase a concluir con éxito mi investigación. Cansado y para tomarme un respiro decidí ir a emborracharme a mi tugurio preferido, despejándome la embriaguez la impactante noticia del aviso del secuestro de mi eficiente secretaria.

Debía resolver cuanto antes el caso. Una bombilla se iluminó en mi cabeza al acordarme de la carta que Christina había dejado al empleado de la gasolinera donde paramos a repostar, por lo que decidí acudir a la misma y preguntar al trabajador si recordaba la dirección del destinatario de la epístola. El joven me indicó que el receptor de la postal era un tal Mike. ¡La carta iba dirigida a mi despacho! Corrí como alma que persigue el diablo a revisar mi correspondencia. Abrí la carta cuyo contenido era una escueta nota que indicaba “recuérdame”. No percibí la presencia de dos de los matones que reconocí como dos de los gorilas de Carl Evelo que aprovecharon la sorpresa para golpearme y trasladarme a una casa situada en la playa donde me amordazaron a una cama.

Pronto apercibí la llegada de un tercer personaje al cual asocié inmediatamente por sus llamativos zapatos con el asesino de Christina. Por fin estaba llegando al final de mi investigación y sabría quién estaba detrás de este turbio asunto y la misteriosa mercancía que había desencadenado todos los acontecimientos. El  tenebroso personaje me inyectó suero de la verdad para intentar sonsacarme que es lo que Christina me instaba que recordase en su carta. El lúgubre sujeto respondía a la identidad de Carl Evelo, pero sus preguntas no encontraban respuestas en mí subconsciente que no sabía que es lo que Christina me quería decir con esa frase tan directa: “Recuérdame”.

Para salvar a mi secretaria de las garras de tan siniestros personajes espeté una sarta de mentiras que Evelo creyó punto por punto. Una vez liberado de las amarras que me mantenían sujeto aproveché un descuido de mis oponentes para golpearles y escapar de su cautiverio. Mi mente daba vueltas sobre qué podría significar la palabra “Recuérdame” y gracias a un chasquito de genialidad asocié la famosa palabra con la clave que iba a resolver el caso.

Un asunto turbio relacionado con un descubrimiento científico que puede hacer controlar el mundo al que lo posea fue la causa de todas las muertes que salpicaron este extraordinario caso. La resolución del mismo es un asunto que mi buen amigo Robert Aldrich se encargará de filmar de manera magistral como pocos directores han hecho en la historia del cine. Me siento muy orgulloso de haber conocido a este tipo que gracias a su maestría ha convertido mi nombre y el del caso que les he expuesto en un relato inmortal que perdurará en los anales de la historia del arte. Si desean mis servicios solo tienen que llamar a mi secretaria. Prometo discreción a cambio de dinero, alguna aventurilla con féminas ardientes y un resultado final óptimo. Me gustan las cloacas de la ciudad, sus habitantes son mi razón de ser.


Autor: Rubén Redondo.


  

EL MANDO A DISTANCIA





Ocurrió mientras comprobaba que para ser primeros de julio no había tanto trasiego en los andenes. Sentado en un banco, me sentí ridículo de haber temido que me engullera una multitud convulsa y frenética, como uno lee que se ponen las estaciones en las guerras o las revoluciones, y volví a recordar que el conflicto estaba dentro de mí y que en todo caso serían los viajeros, que pasaban balanceando con calma sus maletas, quienes me verían rebulléndome frenético y convulso en el banco.
 Y eso que después del dilatado encierro en el caserón, durante el que había perdido el sentido de la realidad y toda dimensión social, creía haber pasado desapercibido por la calle y hasta pude hablar sin llamar la atención con el vendedor de billetes y pedirle la botella de agua al camarero. Y de momento tampoco mis compañeros de viaje se espantaban del espanto que la soledad había sembrado en mis ojos, sino que parecían ocuparse de lo suyo. Los más impacientes aguardaban la apertura del maletero al costado del autobús.
 Apenas hacía una hora que me había arrancado del portón de la casa de campo, por así decir, en libertad condicional que esperaba confirmar con mi buena conducta, y, como también había perdido el sentido del tiempo, del otro lado del muro de la eternidad, ya me parecía llevar varias horas de vuelta a la cronología auténtica. Durante la reclusión, abandonado a mí mismo, había descubierto que, como en las revoluciones, un máximo de libertad es idéntico a una prisión. Pero en la realidad, en el mundo exterior, ahora todo me parecía ajeno e irreal, como aquellas dos monjas parecidas a golondrinas parlanchinas o el desnortado anciano con sahariana caqui que solo dejaba de dar tumbos aquí y allá para preguntar a todos los conductores. Incluso el señor tan normal de mediana edad, pantalones cortos y polo celeste, con una sombra canosa de barba, que se dirigió a mí:
-Perdona, joven, ¿vas a la costa, no? –señaló el autobús con el inequívoco cartel en el parabrisas tras el que se agitaba con las cuentas un chófer obeso.
-Sí –respondí con fluidez, también asintiendo con la cabeza.
-Era para ver si me hacías un favor –la esperanza se desprendió de su cara seria e ingenua-. Si pudieras dejarle esto a mi mujer en la estación…
Me mostró un mando a distancia envuelto en plástico, bastante antiguo por lo grueso, negro y de botones grises con los pequeños dígitos casi borrados por el uso.
-Es que tengo a la familia de vacaciones y se les ha roto el mando. Y los niños no pueden estar sin la tele, ya sabes, así que te lo agradecería un montón.
En efecto, aquel objeto me evocó niños corriendo por el pasillo para ver los dibujos animados, el aroma del arroz cociéndose en la cocina, la repisa con figuritas de porcelana y recuerdos de viaje en el vestíbulo. Lo que yo nunca tendría. Aunque mal afeitado y con los ojos irritados, lo rodeaba el aura de confianza y seguridad de dos pagas extras al año; mostraba un aspecto melancólico matizado de atónita disipación, la típica mezcla de descuido y abnegación de un funcionario “de rodríguez”.
-De acuerdo, no hay problema –después de volver a hablar cara a cara con alguien, me sentía ecuánime, solidario con aquel hombre; nos unía la corriente de simpatía de dos tipos que se cruzan en el desierto. Desde el banco de al lado nos miraba otro solitario maduro, muy bronceado y de bigote hacia abajo, que carraspeó forzadamente y pareció denegar con la cabeza.
-Muchas gracias. Mi mujer estará esperándote en la estación. Es una rubia con gafas, pero ella te reconocerá a ti. Voy a mandarle un mensaje.
Y entonces, sopesando ya el mando, me imaginé a aquella mujer identificándome inequívocamente entre los que bajábamos, según la denigrante –realista- descripción que de mí le hiciera su marido, cuyos ojos, enfocándome de través mientras tecleaba, ahora sí reflejaron todo lo que yo había perdido en el caserón. Tuvo un movimiento de inquietud, como previendo un arrepentimiento que para colmo él mismo acabara de provocar. Bajé la vista. En la sandalia se le agitaban los dedos mugrientos como una tarántula de cinco patas.
-Mejor mándelo por correo exprés –le devolví el mando desviando la vista. El viejo despistado impacientaba al chófer gordo golpeando la puerta del autobús.
-¿Pero por qué?
Aunque intentó que la desilusión le enturbiara la voz, con el rabillo del ojo vi que no parecía sorprendido de verdad.
-No te costaría ningún trabajo y contigo llegaría antes. Además, me cobrarían una pasta.
-No.
Se volvió y alejó sin intentarlo con nadie más. Estábamos a sábado; si era funcionario, ¿por qué no iba a pasar el fin de semana con los suyos? Como una persona casi normal que empieza sus vacaciones, me dije que no era para buscarme problemas tan rápido por lo que había roto el hechizo de mi soledad. Por un momento lamenté haber huido del caserón; ¿tenía síndrome de Estocolmo de mi auto encierro? Allí nadie me habría molestado encomendándome ningún mando. Torvo, el del banco de al lado seguía observándome, y un sentimiento de ultraje me obligó a levantarme camino del lavabo: ¿por qué de entre todos los viajeros me había elegido a mí y luego no lo había intentado con nadie más?

Ya en el autobús, antes de salir, no pude imbuirme ni de un simulacro de confianza, porque mi asiento era uno de los dos primeros tras el conductor y hube de soportar la mirada de cada pasajero encontrándome en la cara algo que no hubieran querido ver, y menos antes de emprender viaje –aunque apenas fuera de un par de horas-. Me pareció llevar a cuestas al demonio que me había acompañado todos aquellos meses de exclusión. Seguro que varios estuvieron a punto de renunciar, darse la vuelta y esperar al siguiente autobús. Por los andenes el viejo seguía molestando a todo el mundo. Recibí un mensaje de texto de mi primo: a la una estaría esperándome en la estación con su novia y aquella amiga que al parecer quería conocerme. Habían alquilado un bungalow en un pueblecito de la costa. ¿Qué le habría dicho sobre mí a la amiga? ¿Qué podría decirle yo cuando la conociera? Como si los demás no se movieran en un tiempo distinto al mío, o impunemente yo pudiera cortar la alambrada que me retenía y engañar a aquel vigía con metralleta que era idéntico a mí mismo, como si cada vez que se acercaba alguien no se me cerrara automáticamente una puerta interior cuyo mecanismo fotoeléctrico detectaba a distancia al intruso. Para empezar, ¿cómo se iban a tomar los tres aquella historia del mando a distancia, que no podría dejar de contarles para eludir el silencio? Creerían que me la había inventado y que estaba loco. El penúltimo en subir fue el mostachudo, que se me sentó al lado, como en el andén.
 El último fue el de los pantalones cortos, blandiendo el mando a distancia; ahora la rotación de las pupilas en torno a las órbitas impedía tomarlo como un convencional padre de familia. ¿Se habría decidido por mi culpa a efectuar el viaje? Me puse los auriculares, pero no pude dejar de mirarlo de reojo mientras parlamentaba con el conductor, que asido al volante empezó a denegar con la cabeza. A mi lado se removía el del bigote. Desvié la vista de las velludas piernas, como de fauno, del pseudo funcionario y de sus dedos escarabajeando en la sandalia. Ahora el anciano desorientado había interceptado a un mochilero. Como todas las emisoras emitían una especie de estrépito de catarata que me atronaba en la cabeza, me quité los cascos.
-Lo siento, caballero, ya le digo que nos lo tienen prohibido –decía el chófer-. Tenemos a su disposición nuestro servicio de mensajería.
-¿Para un mando a distancia? Mientras llega se pasarán el día entero sin la tele.
El conductor cabeceó con impaciencia. Al fondo de mi oído persistía aquella batahola desconcertante de la cascada.
-Pues yo no puedo ayudarle.
-No le estoy pidiendo la luna.
-Tengo que salir ahora mismo. Lo único que le digo es que si no quiere venir, compre un billete y ponga el mando en el asiento –mientras el tipo se lo pensaba, una oleada de inquietud agitó a los primeros pasajeros.
-¿Y si alguien me lo coge?
-¿Quién va a querer eso?
-¿Usted se hace responsable?
-Mire, si no quiere un billete, haga el favor de bajar –la papada se agitó de impaciencia..
-¿Tú tampoco? –me extendió el mando sin convicción alguna.
-No.
-Imbécil –lo dijo con la frialdad de un psiquiatra que diagnostica la deficiencia psíquica o el cretinismo de un niño. Al dirigirse al conductor sí crispó el rostro y la boca se le abrió como una fosa séptica-: ¡Y tú, cabrón, eres un gordo asqueroso! –mientras bajaba lentamente escupió un reguero de maldiciones-: ¡Ojalá os despeñéis todos por el primer barranco! ¡Os merecéis que el autobús arda en una bola de fuego! ¡Gordo, vas a salirte en una cuneta, ya verás que…!
Al fin zumbó la puerta tras él, y resoplando el chófer inició la maniobra de salida del andén.
-Lo que hay que aguantar –se quejó-. Si le parto la cara no salimos en todo el día. Me denuncia y hasta puede que me despidieran.
No me sentí tan agraviado como él, y no precisamente porque mi equilibrio mental fuera mayor. Pero no me había insultado tan gravemente y de todos modos sentía que tampoco me había tratado con demasiada injusticia.
-¿Qué llevará ese mando adentro? –preguntó la mujer, morena y arrugada como una pasa, del maduro matrimonio que ocupaba los otros dos primeros asientos.
-Quién sabe –respondió su cabezudo marido, las manos entrelazadas sobre la barriga de la placidez.
-Pues droga, seguro –respondió el conductor, aguardando a que pasara otro bus para salir del andén. Tras el matrimonio habló con tono de falsete un joven teñido de rubio platino:
-Pues yo no me hubiera quedado tranquilo si me pone eso aquí al lado.
-Tienes razón –lo apoyó la señora volviéndose a él-. Podría haber sido una bomba.
-Nos vamos –el conductor halló vía libre-. Diez minutos de retraso.
El viejo de la sahariana me sorprendió subiendo al autobús de al lado; no estaría tan demente: habría otros más locos que lo disimulaban mejor.
-Mírenlo –exclamó alguien-. Todavía anda ahí.
 Desde el andén el tipo no dejaba de agitarnos el puño con el mando a distancia, quizá pulsando los botones como si quisiera cambiarnos de cadena y que desapareciéramos de la pantalla, de la vida. Conmigo no necesitaba esforzarse tanto para mandarme a otro canal invisible, a la pura irrealidad. Sin embargo, para neutralizarlo, intenté actuar en el mismo programa que los demás, en sintonía con ellos:
-Se creería que nos chupamos el dedo –mi voz me sonó como una serie de graznidos-. ¿A qué clase de primo se le iba siquiera a pasar por la cabeza hacerle el trabajo sucio? Esperaría encontrar a un imbécil.
Tosiendo admonitorio, como hiciera en el andén, junto a mí se agitó el del bigote, al que había olvidado.
-Lo tenía bien pensado –proseguí, no podía parar-, que algún cretino corriera el riesgo y en la estación, si no había moros en la costa, la rubia de las gafitas recogería el material. Puede que vuelva a intentarlo con el próximo autobús.
Mi vecino se levantó y, recobrando su bolso de mano de la redecilla, se fue a la parte de atrás.
-¿Y usted cómo sabe que sería una rubia con gafas? –en el retrovisor el conductor me ensartó con su mirada de búho e intenté eludir la cuestión:
-Aunque lo único que querría sería ahorrarse el viaje. Con la ida y la vuelta y la espera serían más de cinco horas. Podría haberlo hecho él mismo: no vamos a pasar por ninguna aduana.
-Esa mujer será una adicta –supuso la señora-. Pero así va a tardar mucho más en recibir la cosa. Se va a subir por las paredes.
Mientras el joven aventuraba que tal vez solo fuera un loco y lo apoyaba otro por allí atrás, el chófer volvió a asestarme un vistazo antes de acelerar en la avenida. Entonces empecé a plantearme cómo le pediría que parase en un trayecto directo. Parecía un fanático del reglamento y ya íbamos con retraso. No es que temiese yo que por su falta de atención en la carretera se cumpliera la maldición del tipo del mando, sino que no podría tolerar durante dos horas la cercanía de alguien que me había descubierto. Con el agrio tufillo que emanaba de la mancha de sudor de la camisa encorvada, parecían sustanciarse sus sospechas. Miré atrás y, en lugar de ningún puesto libre, encontré la mirada fulminante del bigotudo. De un momento a otro cualquiera de los dos empezaría a burlarse de mí delante de los demás: aquel tipo tan grotesco había estado a punto de camelarme. Lo recordé intentando cambiarnos de canal, como si todos fuéramos los personajes difusos de una mala película, pero ahora me sentí solidario con él –estábamos vinculados- y me dio por pensar que, en efecto, el mundo se merecía que solo él y yo fuéramos reales.
 No parecían funcionarme aquella especie de par de ojos desorbitados del aire acondicionado instalados en el techo, pero, ya que no las de los viajeros, al menos desvié de mí sus pupilas. Por la ventanilla, a través del resplandor del sol, las calles parecían huir al pasado, hacia la primavera y el invierno de soledad en los que yo había estado encerrado, adonde ahora quería volver a toda costa. Había sido un imbécil creyendo que el verano y el mar y mi primo o su amiga serían mi salvación. En cuanto lograra bajar del autobús, cogería un taxi de vuelta al caserón. Pensé que el mejor sistema sería empezar a llamar gordo asqueroso al conductor y, crispando la cara y abriendo la boca como una fosa séptica, vaticinar que nos despeñaría por un barranco o se saldría por la primera cuneta y el motor estallaría y el autobús se convertiría en una bola de fuego.
Me imaginé lo que dirían de mí cuando reemprendieran la marcha.