domingo, 5 de mayo de 2013

EL ÁNGEL EXTERMINADOR




              


De estas veinticuatro horas lo que más me ha extrañado no ha sido la mansedumbre de mi marido ante los desafueros de los invitados, ya que después de todo es un cornudo complaciente, sino la falta de cortesía de ellos al quedarse a pernoctar en la sala y hoy el día entero aún sin poder salir de aquí, y hasta achacándonos tal maleficio a Edmundo y a mí, sus anfitriones, por haberlos invitado a una cena recepción después de la ópera, como si nuestra casa estuviera maldita y los hubiéramos atraído con añagazas y no hubieran venido halagados por la invitación.

El primer síntoma de que se había atascado alguna ruedecilla del engranaje de nuestra rutina fue que en plena cena se despidiera toda la servidumbre, cocineros y camareros incluidos, a excepción del fiel Julio, y no aceptaran quedarse ni bajo amenaza de despido si consumaban la defección. Como las ratas del barco que se hunde, parecían haber captado en el ambiente el presagio de alguna desgracia.

Hasta entonces se habían comportado con normalidad, y hasta brillantez por parte del mesero encargado de representar cierta perfomance. La cual tuvo lugar al anunciar yo que se nos iba a servir como primero un guiso maltés a base de hígado de ganso, almendras y miel, que me había inventado la víspera, pese a lo cual Alberto Pérez, el director de orquesta, se apresuró a decir que lo había probado en Capri, y cuya originalidad consistía en que dicho camarero debía hacer que se tropezaba y explotar la fuente contra el suelo inundando la sala de efluvios de especias y salpicando a los comensales más próximos. También había salido bien el adiestramiento del oso y el cuidado del rebaño de corderos, que no obstante mandé llevar al jardín después de la fría acogida que por parte de los más anticuados tuvo el estallido del primer plato.

Por desgracia tampoco fue la primera vez que Edmundo olvidara que ya había hecho un brindis y al repetir el que hiciera en honor de Silvia y de su actuación como novia virgen (¡!) de Lammermour, todos lo ignoraron.

Después de la cena Blanca se sentó al piano y sin que ninguno la escuchara los invitados rehilaron sus coloquios en la sala agrupándose y reagrupándose según el humor, el tedio o la digestión de cada uno. Las puyas no fueron más punzantes que de costumbre, ni los desplantes más abruptos o las indirectas menos alambicadas. Incluso la llamada Walkiria apenas granizó una sola ventana arrojándole un pisapapeles de pirita. Nadie se insolentó más de lo usual, ni siquiera Leandro Gómez, célebre fustigador del populacho en las tertulias, ni el coronel Álvaro, que se limitó a burlarse de los incautos que mueren por la patria. La úlcera de Cristian no le provocó más que unos cuantos exabruptos contra los Derechos Humanos, y esta vez la lúbrica pareja que forman Beatriz y Eduardo lograron contenerse y no practicaron el amor tras las cortinas de raso rojo. Ese ínclito humanista que es el doctor Roldán solo difundió el secreto de un diagnóstico, eso sí, mortal de necesidad, el de Leonora, que siendo la única en no saberse desahuciada le agradeció la curación con un beso muy apasionado.

Pero sobre las cuatro se me acercó Gustavo, mi amante de esta semana, extrañado de que aún nadie diera señales de retirada, y le recomendé que cuando se fueran me esperase en la recámara. El error fue permitir entonces que la esposa de Cristian y Alberto, el provecto músico, se tendieran en los sofás para reposar un poco, pues aquello les infundió a los demás la fatal idea de imitarlos.

Al fin algunos preguntaron por sus abrigos y chales, pero a continuación nadie fue siquiera capaz de intentar salir de la sala e incurriendo en la más elemental falta de etiqueta se dispusieron a acampar aquí como una tribu de salvajes. Saltaron los botones, se aflojaron corbatas y cordones, y las chaquetas de los fracs ya pendían como fantasmas de los respaldos de las sillas. Hasta Edmundo se despojó de la suya con tal de que los invitados no se sintieran incómodos de haberlo hecho. Aunque los más conscientes nos agradecieron nuestra hospitalidad pero la declinaron porque en pocas horas los esperaban familiares y obligaciones, ni ellos, que estaban escandalizados por la descortesía del resto, se atrevieron a dar un paso hacia la salida.

Rugían los bostezos, se abatían los párpados y el sueño nublaba los rostros en los que se habían desvanecido el rímel y el carmín. Acabaron todos de acomodarse en divanes y canapés, Julio apagó la luz y sonó el primer ronquido. Curiosamente dormí mejor que nunca, enroscada en el sofá y solo por unos instantes me despertó un fuelle de jadeos que culminaron en un suspiro como de alivio y un silbido parecido al de un neumático que se deshincha.

La luz de la mañana pintó las ojeras violáceas, la demacrada tristeza de las mejillas y los carrillos caídos de nuestros amigos. Julio me informó de que no se había presentado ningún proveedor habitual, ni siquiera el lechero, así que le mandé preparar un desayuno a base de sobras de la cena. Al parecer, durante la noche Don Pedro, uno de los más ancianos, se había sentido indispuesto, y ahora yacía inconsciente sin que el doctor supiera qué hacer por él sin una aspirina a su alcance. Pese a la caballerosidad y urbanidad de los presentes, aunque el enfermo necesitaba de urgente asistencia, nadie hizo por salir a reclamarla.

Me disponía a acompañar a varias señoras al tocador para que se refrescaran un poco pero nos quedamos paralizadas en el umbral maldito, privadas de voluntad, como si en vez de dar un paso adelante hubiéramos de saltar de una trinchera y el comedor fuera tierra de nadie. Incluso Julio por primera vez en su vida no pudo obedecer una orden, al ser incapaz de cruzar esta barrera invisible y traer cucharillas para el café. Ya se ha quedado también él cercado por el cuadrado mágico de esta sala, el día entero sin poder salir de aquí, hechizados por un encantamiento de impotencia, con el agua y los alimentos empezando a escasear, los primeros síntomas de irritabilidad adensándose con el sudor de las ropas ajadas, un agonizante en el sillón, e ignorando a qué se debe nuestro encierro, si a indolencia, curiosidad, inmovilismo, espíritu gregario, locura, escrupulosidad, desafío, irresponsabilidad, abulia, delicadeza, vicio, impotencia, originalidad o quizá miedo al exterior, a la vida y a las gentes de la calle, aunque tampoco es el motivo de esta situación lo que más me importa, sino hasta cuándo habremos de soportarla sin ahogarnos en suciedad, violencia y este hedor a muerto que ya empieza a insinuarse en el ambiente aunque el enfermo aún respira.                           

                                                         

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