miércoles, 8 de mayo de 2013

GILDA




                   


Un tipo duro como yo, Johnny Farrel, que hace su propia suerte, no debería ser tan sensible a los puños duros y a las pelirrojas, no sé qué me dolerá más, lo cierto es que llevo media vida huyendo de los primeros para caer en poder de las segundas. Cualquier jugador profesional sabe que mezclar a las mujeres con el juego es tan malo como mezclar bebidas, pero tengo comprobado que apenas un destello cobrizo en la melena de alguna chica me avería la suerte.

Con veinticinco años llegué en un mercancías a Nueva York, procedente de Chicago, huyendo de los barrios más duros de por allí. En los muelles puse en práctica las enseñanzas de mi tío, ilustre timador, a la hora de trucar los dados y durante varias semanas siempre que necesitaba sendos seis apostaba el doble contra los estibadores. La racha cambió por culpa de la hija de uno de los sindicalistas del puerto, una pelirroja que conocía mis métodos y a la que el tono del pelo se le trasvasó a las mejillas cuando supo que también me gustaban las morenas, porque entonces le dijo a su padre que yo era un tramposo y de milagro escapé de las mazas de todos aquellos puños que tanto dinero me habían soltado. No hay mujeres de carácter tan furibundo como las pelirrojas, el rojo es el color de la ira.

Esta vez mis medios me permitieron tomar un pasaje de primera a Valparaíso, donde me lo robaron todo en una taberna después de que otra pelirroja me narcotizara el vino, y luego me enrolé en un carguero camino de Jamaica y en un mercante que desembarcó en La Habana. Un tipo tan duro no debería tener mi debilidad por los románticos nombres de ciudades y países que aparecen en las cajetillas de cigarrillos británicos.

Tras un par de años de aventuras que me mostraron los claroscuros del destino, los azares que como naipes reparte la suerte a los jugadores me devolvieron a Nueva York, de cuyos muelles me esfumé en seguida, no fuera a quedar algún estibador con buena memoria. No era fácil que me reconocieran, después de haber servido como fogonero en un buque. Sin embargo, reconstruí mi suerte y poco después de asearme en una boca de riego encontré trabajo en un garito clandestino de Park Avenue. Era un local de lujo en el que yo daba las cartas, pero la banca saltó por culpa de la más pelirroja de todas la pelirrojas: Gilda.

La conocí mi primera noche libre; bailaba en una sala de fiestas de Broadway. Recuerdo que cuando Gilda salió al escenario, agitó la sala el temblor y el demudado silencio de los terremotos. Cada vez que la veía actuar acontecía el mismo asombro que henchía la atmósfera del local con todo el aire que dejaban libre las respiraciones contenidas. A los primeros pasos creaba ella un espacio inédito, una especie de cima en el ambiente donde sus brazos se agitaban y desde la que todo el público y hasta la orquesta se resbalaban; su pelo se arremolinaba como una antorcha en la noche, sonreía y en torno a la provocación de sus movimientos el tiempo fluía en una dimensión distinta a la normal, raudo y luminoso como en la propagación de un incendio, más liviano y también potente que el habitual, radiante y a la vez oscuro, hasta que se detenía en un éxtasis mágico del que se quedaban colgando las desesperadas esperanzas de los presentes.

De repente uno advertía que hacía tiempo que ella se había retirado y un torbellino parecía haber arrasado la escena. Logré que me la presentaran y empezamos a salir. Entonces para mí también cambió incluso el tiempo que no pasaba con ella. Bailar con Gilda era aún más peligroso que verla hacerlo. Aunque fuera una música lenta, te acelerabas en su frenesí y como además no dejaba de hablar, yo apenas la entendía en el ombligo de aquel vértigo, sin aliento, y de nada me valía repetirle jadeando que cada cosa a su tiempo, que hablara o bailara pero que no lo hiciera a la vez porque yo solo era un hombre, y ni siquiera un tipo tan duro como siempre había creído.

Gilda estuvo a punto de convertirme en un romántico. Me obsesionó tanto que empecé a equivocar las cartas en el trabajo y, enajenándome de la confianza en mí mismo y en ella, empecé a sospechar de las sonrisas que repartía entre sus admiradores. Después de renunciar a ella, como quien recobra la vista tras mirar al sol, empecé a comprender que su profesión la obligaba a ejercer aquellas simpatías y que si había coqueteado con alguno lo había hecho para que yo la apreciase más. Hubo días que me ausenté del trabajo para espiarla y al único que sorprendí fue a mí mismo al encontrar la carta de despido del jefe.

Cocido en el infierno de los celos, cuando más me enmarañaba en los hilos de las sospechas y en las urdimbres de las conjeturas, logré rasgar aquella trama, me escabullí y subí al primer barco que encontré con destino a América del Sur. Así deserté de mí mismo, o más bien del nuevo y peligroso Johnny Farrel que Gilda había creado, un tipo que me inspiraba miedo: las pelirrojas sacan lo peor de mí mismo.

En las siguientes ciudades donde recalé –Montevideo, Río, México- no ha habido más pelirrojas y aun así me ha esquivado la suerte. Miento, sí que ha habido: miles de espectrales Gildas que no han dejado de danzar furiosas en el delirante escenario de mis insomnios y borracheras. Aunque cada vez creo menos en su perversidad han pagado por ella otras mujeres. Hasta que naufragué en el puerto de Buenos Aires, el ánimo harapiento, y con las ropas y el hambre de un mendigo. Gracias a que al menos conservaba mis infalibles dados volví a hacer mi suerte a costa de unos marines achispados.

Gané, pero detecté en la brisa nocturna la inconfundible estela de rosas de las tardes primaverales en Central Park, que me trajo el recuerdo de alguna tristeza. Creí que se trataba del perfume de Gilda, pero recordé que usaba Chanel. Cuando me encañonó un ratero dispuesto a privarme de los dólares que les había ganado a los marines, el peligro me hizo caer en que aquél era el perfume que embalsamaba los crepúsculos hacia los que Gilda y yo paseábamos del brazo por Cental Park. Me libró del ladrón la cuchilla camuflada en la contera del bastón de un caballero tan afilado, sutil y gélido como aquélla. Cínico y arrogante, parecía alguien muy poderoso; ostentaba la siniestra elegancia de ciertos asesinos; de la cicatriz de la mejilla, de su angulosa cara y solapados movimientos se desprendía un inequívoco aire de infamia. Al saber que era jugador, me dio la tarjeta del casino que regentaba, en la inteligencia de que no tardaría yo en exhibir mis facultades sobre sus tapetes de fieltro verde.

Al día siguiente lo primero que hice fue comprarme un traje barato con los beneficios y acudir a una peluquería. Por la tarde me presenté en el lujoso local. Me hice notar ganando demasiado al veintiuno, un par de matones me vapulearon –ya estaba de nuevo probando los puños, solo faltaba la pelirroja de turno- y cuando me llevaron ante el dueño, Ballin Mundson, el tipo del bastón, lo convencí de que me contratara. Después de dar tantos tumbos me apetecía disponer de un sueldo fijo.

Empecé vigilando las mesas para que no nos timase nigún tramposo como yo y a las pocas semanas ya era indispensable para Mundson. Además, me adentré en su confianza y amistad; nos unían cierta camaradería en el escepticismo, la misoginia y la dureza de nuestro concepto de la vida. Ante él sí que me sentía un tipo duro de verdad, es lo que se esperaba de mí. Hace un par de semanas, antes de salir de viaje, me nombró gerente del local con un porcentaje sobre los beneficios. Me ha gustado ser ahora quien administra las palizas.

Mundson ha regresado la noche de hoy sábado y al pasarme por su mansión para saludarlo me recibe radiante, con una sonrisa que por una vez no debe al poder o a la ganancia. Me confiesa que se ha enamorado (¡creía que odiaba a las mujeres!) y al darme paso al dormitorio para presentarme a su querida oigo una música que me conmueve, avanzo intrigado sin aún poderme creer que se trata de la canción favorita de Gilda y veo que en el tocador cae la cascada de una cabellera pelirroja que no le debería parecer tan terrorífica a un tipo duro como Jonnhy Farrel.       

                                                                                                                      

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho tu relato. En mi mente sonaba la voz en off.
    Un abrazo.

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  2. Qué bien que lo hayas disfrutado. Sí, la voz en off es típica de todo el cine negro, a veces con un tono fatalista, otras más cínico.

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