martes, 25 de junio de 2013

DOCTOR STRANGELOVE


Están maquillando al actor de la cara triste, el hombre de las tres sombras; incluso cercado de brazos, el aire que lo rodea está enfriado de soledad, el vacío se le ahonda en las mejillas y tiene los labios fruncidos en un rígido rictus. Por ahora solo ofrece la irrealidad de su reflejo en el espejo: no se cree ni a sí mismo. Para detectarle el brillo de la expresividad y el ingenio de sus imposturas hay que mirarle al fondo de los ojos, donde una lucecita va subiendo del fondo del pozo conforme llega la hora en que Mr. Kubrick empiece a rodar.

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El hombre de la cara triste ha elegido la primera sombra: es el capitán Mandrake, un oficial británico que en un programa de intercambio se halla en la base de Burpetson a las órdenes del vehemente general Ripper. De su bigote victoriano y de la mirada melancólica –es decir, inteligente- se trasluce la típica flema, que se le descostra cuando advierte que Ripper pretende provocar una guerra nuclear. Se ha inventado un ataque soviético a Washington para precintar la base, incautar todas las radios y transmitir el plan de ataque Ala R a los treinta y cuatro bombarderos que veinticuatro horas al día patrullan con una carga de cincuenta megatones cada uno. Por casualidad Mandrake ha puesto una radio y ha comprobado que las emisoras transmiten la música ligera de costumbre, lo cual sería inviable de haberse desencadenado la agresión.

Cuando se dirige a Ripper para convencerlo de que comunique una contraorden a los aviones, comprueba que se encuentra ante un neurótico que bajo la máscara de la cordura ha desarrollado un miedo paranoico a los comunistas. Para asegurarse de que sus compatriotas no le frustren el plan y no puedan sino completar su acción si no quieren ser aniquilados por el contraataque, ha ordenado disparar contra todo el que se acerque a la base con la excusa de que serán rojos disfrazados con el uniforme del Ejército de los EEUU. Mandrake redobla sus protestas hasta que Ripper (¡vaya nombrecito!) lo amenaza con una automática. El hombre de la cara triste tiene la expresividad de representar la inexpresividad de Mandrake.

                  

Ahora el hombre de la cara triste ha adoptado la sombra del Presidente de los EEUU. Es un razonable sexagenario con su grave responsabilidad destellándole de la calva y de los cristales de las gafas de concha, que preside una reunión de emergencia en la Sala de Guerra del Pentágono. Está furioso contra el general Turgidson, un acérrimo católico y belicista que mascando el chicle del desprecio le explica la situación.

Poco puede hacer el Presidente, ya que sin saberlo él mismo firmó que comandantes como Ripper gozaran de atribuciones para ordenar un ataque atómico. Obsesionados por la seguridad –casi tan paranoicos como Ripper- los militares han tejido una trama de seguridad de la que ahora son víctima, imposibilitándoles dar la contraorden a los bombarderos, ya a media hora de ser detectados por los rádares rusos. Y es que para evitar tramposas instrucciones del enemigo, los aviones tienen bloqueadas todas las transmisiones no codificadas con cierta clave que solo conoce un Ripper que ha cortado las comunicaciones con su base.

El general Turgidson aconseja extender la acción de Ripper y promete ganar la guerra con poco más de veinte millones de víctimas. Escandalizado, el Presidente se niega: Turgidson manifiesta una apenas velada solidaridad con su camarada Ripper. El Presidente hace llamar al embajador soviético, y telefonea a su homólogo en la URSS y le informa de la posición de los aviones norteamericanos para que los rusos los abatan y no acometan sus represalias. Desesperado, el embajador advierte que de todas formas, si cualquiera de los aviones deja caer la bomba de la que van preñados, se alumbrará la última luz de la vida humana porque automáticamente se pondrá en marcha un arma diabólica que nadie podría detener y sumirá a la Tierra en la oscuridad definitiva.

                  

El hombre de la cara triste ya muestra su tercera sombra: ahora está sentado en una silla de ruedas, se agita con movimientos convulsos y la parálisis de su cuerpo solo se desmiente con espasmos y con la irreprimible tendencia del brazo derecho a estirarse rígido en alto saludando a la romana, por más que con la otra mano intenta evitarlo a toda costa. Es un acto reflejo, un movimiento natural tan arraigado en las profundidades de su ser que ya resulta ineludible. Se trata del Dr. Strangelove (otro bonito nombre), un alemán nacionalizado norteamericano que dirige la investigación y el desarrollo armamentístico.

Consultado por el Presidente, confirma que es factible, y hasta relativamente barata, ese Arma del Juicio Final a la que se ha referido el embajador soviético. Los rusos iban a anunciarla como arma disuasoria en el próximo congreso del Partido. Guturalmente germánico, fulgurantes las gafas tintadas y el pitillo en la mueca de los labios, el doctor Strangelove no puede esconder su complacencia ante el probable exterminio universal. Y además guarda el comodín de la salvación para una élite de dirigentes, quienes podrían prolongar bajo tierra una existencia de reptiles.

                                      

Ofreciéndonos el juego de la irrealidad y después de que hayamos aceptado sus reglas, el hombre de la cara triste nos ha hecho factible el esperpento del doctor Strangelove.

Mientras lo desmaquillan ante el mismo espejo de antes, el vacío vuelve a aflorar a las mejillas de quien ya ha dejado de ser Mandrake, el Presidente y Strangelove; se ha quedado sin sombras y hasta la próxima película no podrá ofrecernos ninguna irrealidad, y por el túnel de su mirada se aleja la luz de la genialidad para detrás de la sonrisa postiza volver a ser el hombre que parece haberse emborrachado de tristeza: Peter Sellers.                    
                                      
                                                                                                                                                                    

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