Tuvo que frotarse los
ojos al ver la foto del periódico: por una locura o borrachera del destino, él,
Peter Warne, uno de los halcones de la prensa rosa, incluso dimitido a la
fuerza de su puesto en el periódico, seguía imantando exclusivas y sin saberlo
llevaba largas horas viajando con una noticia bomba como compañera de autobús,
o más bien una bomba de relojería, dado lo explosivo de su carácter, la mujer más
buscada en todos los E.E.U.U., Ellen Andrews, la hija del magnate al que
saltando del yate había dejado plantado para reunirse con King Westley, su
excéntrico prometido no aceptado por Mr. Andrews.
Quién le iba a decir a
Peter al subirse en la estación de Filadelfia achispado a aquel autobús con
destino a Nueva York que mientras discutía con el conductor le quitaría el
asiento nada menos que aquella caprichosa heredera. La verdad era que hasta que en una parada ha visto su foto en la prensa, no la había reconocido. Y
eso porque lo ha cegado la belleza de sus ojos plenos, la alegría de sus
pómulos y la boca de fresa; a la vista de Peter su atractivo se ha superpuesto
sobre su celebridad, aunque no se han llevado lo que se dice bien, sino más
bien exasperado mutuamente.
Incluso Ellen se había
cambiado de asiento, pero un obeso se puso a roncar en su oreja y tuvo que
volver con Peter. Y desde que él supo quién era ella, empeoró su relación. Como
en la parada de descanso la muy consentida creyó que el autobús la esperaría,
lo perdió; él sí la esperaba y le enseñó su foto en el periódico. Ellen temió
que pretendiera delatarla por dinero y le igualó lo que le hubiera ofrecido su
padre, que había puesto a varias agencias de detectives en su busca. Pero ella
solo asumiría su oferta a la llegada a Nueva York, pues admitió que por ahora
solo le quedaba un dólar con sesenta y había empeñado hasta el reloj. Una
manera muy soberbia ésa de pedir ayuda recurriendo a lo de siempre, el dinero
–y más considerando que ni siquiera lo tenía-, algo típico de una hija de
millonario que desconocía el significado de la palabra “humildad”.
Cuando partieron en el
siguiente autobús, ella volvió a cambiarse de asiento. No tenía suerte: esta
vez le tocó un pelmazo que pretendía ligar. Ya que él conocía el tipo (era de
quienes con charla camuflaba su cobardía), le bastó con dar a entender que ella
era su esposa para que el charlatán saliera disparado y le dejara el puesto.
Curiosamente, Ellen no lo desmintió. Continuaron juntos hasta que las lluvias
anegaron la carretera y detuvieron al bus.
La crecida del río los
obligó a pernoctar en unos bungallows baratos. Para una millonaria sería duro
aposentarse en tal cuchitril; aún le quedaba mucho por aprender en aquel
iniciático viaje.
Como no parecían quedar
habitaciones individuales, Peter los registró como marido y mujer; tampoco
insistió en que les buscaran alguna: le había cogido el gusto a hacerse pasar
por su marido. ¡Un solterón como él, solo novio de la noche y de la botella!
¡Algo le estaba pasando!
Ante ella se excusó con
que dándose a conocer como casados eludirían a los detectives, pero no parecía
muy convencida. No obstante, allí adentro, a la decrépita luz de aquella
lámpara, con la lluvia triste resonando afuera, ella enfurruñada y él
aplicándole indirectas, por un momento parecieron un matrimonio normal con un
mínimo de cinco años de convivencia.
Cuando él le confesó
que era periodista y que si le ayudaba a llegar a Nueva York era para que lo
readmitieran en el periódico, Ellen quiso abandonarlo y él tuvo que amenazarla
con delatarla a su padre. Al final ella no andaba tan descaminada en tomarlo
por un chivato.
Con trabajo, Ellen se
convenció de que tendrían que pasar la noche bajo el mismo techo y Peter tuvo
la galantería de darle a elegir cama. Para lograr alguna intimidad, aunque acaso él no fuera tímido con las mujeres, colgó una manta de un cable. Ahora los separaba
algo no tan consistente como la muralla de Jericó, pero más seguro, porque
aquélla fue derribada por la trompeta de Josué.
Y Peter no pensaba
tocar la trompeta… al menos todavía.
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