sábado, 11 de enero de 2014

LA PÍCARA PURITANA (THE AWFUL TRUTH)


                 
                  

Si en la vida de todo perro florece un momento estelar,
si a nuestra vista en blanco y negro fulge un instantáneo arcoíris,
cuando un galgo lee en el aire el rastro de la mejor liebre de su carrera
o un hermano foxterrier descubre el hueso de sus sueños,
si incluso en la vida de un perro que como yo no lleva vida de perro
destella una duda como palpita una estrella, ahora yo puedo verla.
Si en aquella tienda de mascotas de Madison Avenue
había un cachorro en apuros era yo: invendible por cien dólares,
como a un noble en la revolución mi pedigrí me habría costado la vida
de no adoptarme los Warriner. Lucy me vio primero, me distinguió
como desde el palco a un galán de la platea a través de sus prismáticos,
pero la distrajo un gato persa y fue Jerry quien me escogió
o quien creyó hacerlo, porque siempre es el perro quien como un granuja
reconoce al incauto que a partir de entonces se encargará de mantenerlo.
Y en efecto, para darme un hogar Lucy y Jerry tuvieron que casarse:
los círculos virtuosos de sus vidas estaban condenados a entrelazarse
como alianzas o los aros olímpicos de mis triunfales paseos por el Bowery.


Y así empezamos a trazar el triángulo isósceles de nuestro amor,
yo tendido, el lado horizontal, y ellos cada noche escalando con jadeos
por los otros dos lados hacia el exhausto éxtasis del vértice superior,
y echó a rodar la rueda de la fortuna de mi vida: dos horas de paseo,
doce de sueños de cacerías, cuatro de letargo, cuatro y pico observando,
una de juego y casi media para engullir tres cuencos de carne picada.
Nutrida por una mina de cobre de la que solo conocían los planos,
la vida de ellos dos no se diferenciaba mucho de la mía:
Lucy era toda desayunos en la cama, visones, recepciones,
piscina, clases de canto, collares de perlas y yo;
Jerry era todo hipódromo, squash, póker, gimnasio,
raya diplomática, gimlet, Palm Beach y yo,
cada uno deslumbrado por el reflejo del otro en el espejo de la vanidad,
y como iluminados por las arañas de las sucesivas parties a que asistían.
Una vida si quieren tan irreal, frívola, superficial
como una comedia de Sturges, Cukor, McCarey,
pero igual de divertida, sofisticada, feliz,
porque de otro modo tampoco íbamos a arreglar el mundo.


Y siguió girando la rueda de la rutina de mi vida,
remota la nostalgia de otro bosque que no fuera el de Central Park,
sin más ancestral instinto que mojar los arbolitos de Park Avenue,
hasta que estragados de placeres domésticos Lucy y Jerry
abrieron los ángulos del triángulo para dejar de tocarse en lo alto
y tocar él a una corista de un musical de Broadway
con quien pasó aquellos días que simuló malgastar en Florida,
y ella a Armand Duvalle, su apuesto profesor de canto
con quien sufrió el pinchazo de algo más que un neumático,
así que coincidieron hasta en buscarse amantes musicales.
Y en aquel desayuno a base de ponche que parecía envenenado
detecté en el cuello de Jerry la estela de vainilla de la corista
y en la oreja de Lucy un rastro del aliento de Armand,
y Lucy no tardó en saber que el bronceado de él era de ultravioletas
porque aquella semana el sol no había visitado Florida,
y Jerry que la aventura del motel había sido para él desventura
porque la única avería real la había sufrido su matrimonio.


Y como señales indicadoras los celos nos han traído a Rheno
y al tribunal de donde me han expulsado por desacato.
Así que si en la vida de todo perro hay un momento estelar,
el mío ha llegado, traído de vuelta por un ujier, cuando el juez
me insta a decidir si quedarme con Lucy o Jerry, con Jerry o Lucy,
pero yo preferiría que no se divorciaran y siguiera ronroneando
aunque fuera como un maldito gato la rueda de mi fortuna y mi rutina.

  

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