lunes, 26 de enero de 2015

LA HEREDERA



Venida de una tierra tan remota, de una brumosa costa que ya me parece otro mundo, otro tiempo, esta ciudad intensa, infinita, me recibe como a una hija pródiga. Pero siento que otra versión de mí misma nunca ha salido de aquí, de Nueva York, como si cada noche de exilio hubiera soñado con sus calles o consumido mis vigilias en hojear grabados de sus avenidas o leer relatos que en ella transcurrieran, de Melville, Poe, Hawthorne o Henry James. Mis pasos de sonámbula me han traído a esta opulenta plaza, Washington Square, que esta mañana se despereza como una ennoblecida cortesana que engalanada con las flores del parque y frecuentada por prósperos vecinos se sabe favorita de la fortuna.
Pese a que mis ropas parecerán exóticas a jubilados y doncellas, paso desapercibida. Me llama la atención la casa número 16; aunque parece convencional, me imanta con una atracción irresistible, como si en ella hubiera vivido una amiga medio olvidada de la infancia o yo misma hubiera residido allí en otra vida. Quizá solo sea que la recuerdo de alguno de aquellos grabados o relatos. Me dirijo hacia ella, voy tan ligera que a mi paso las hojas no crujen ni despegan las palomas.

                                    

Se trata de una pulida mansión de tres plantas hermanada con el resto. En la fachada de ladrillo enlucida de estuco, entre tres ventanas ojivales –en la de la derecha un cartel anuncia con letras góticas: Se Vende- se abre una barnizada puerta con ábaco, a la que se accede a través de una verja de hierro colado, una breve escalera con la balaustrada de piedra –también a su derecha los parterres de raquíticas rosas rojas y un magnolio-, y un diminuto pórtico de frontón sostenido por sendas columnas laminadas. Algo me impele a esa puerta con el interés de una factible compradora, me guía un instinto de propietaria.
Siento que del otro lado de la puerta la realidad aún se intensifica por la trascendencia de algo que allí ocurriera, tan crucial que incluso habrá repercutido en mi destino; que en esos umbrales las grávidas sombras y el silencio insomne se estratifican con el espesor de haber albergado actos irreparables; y que tras esas ventanas fluctúa el aire clausurado, denso, proclive a sustentar fantasmas, de las casas encantadas. Aunque gracias a la calidad de sus materiales y a un cuidado mantenimiento la casa se mantiene en buen estado, sin duda se halla deshabitada. Todas sus ventanas están ciegas y su soledad exhibe el precario orgullo, el histerismo apenas contenido de los amantes abandonados. Aunque debería recurrir a la inmobiliaria responsable, dado que la verja está entornada, cedo al impulso de subir y admiro el aldabón de bronce y los apliques de hierro de la puerta de roble. Para mi sorpresa, al empujarla se abre silenciosamente; han debido descuidarse en su última visita. Antes de acceder al interior me vuelvo a mirar el parque y la acera, temerosa de haber llamado la atención de alguien.

                   

Nadie repara en mí; ni siquiera un transeúnte de luto que no resbala la mirada del magnolio. Entro y cierro por dentro. Tenía razón: en el olor a cerrado pesa un misterio, con el polvo parece adensarse una sensación de pesadumbre. Apenas iluminan el vestíbulo una penumbra de cortinas de raso y la media luz de los visillos orientados al patio interior. No me muevo para captar alguna reverberación o repercusión de lo que aquí ocurrió. Por un instante me ha parecido que un sombrero de copa o un bastón aguardaban en el laqueado perchero, incluso que un par de guantes de gamuza dormían en la mesita de nogal, pero solo se trataba del juego de las sombras con mi imaginación.

                    

No me explico que mis tacones no hayan percutido sobre las losas de mármol con figuras hexagonales, ahora que piso la alfombra persa de laberíntica trama. Al fin ocurre: de la sala abierta a un lado de la escalera me llega el perdido eco de las notas de un clavicordio acompañando a una dulce y bien modulada voz masculina que canta sobre la fugacidad del amor. Esos sones me dejan fría, como una estatua de hielo me quedo en el vestíbulo, de algún modo noto que también mi presencia enfría la penumbra apolillada; aunque está oscuro, debería perfilarme en el mal bruñido espejo. Cuando ya achacaba la canción a una alucinación sonora, del comedor fluye una ráfaga de espectrales repiqueteos de cubiertos y tazas sobre la que distingo la misma voz que cantaba y empiezo a licuarme en la media luz. Es una voz cálida y luminosa, que puede reptar como la seda y prestar abrigo de terciopelo, fresca y ardiente, intensa y apasionada como una sonata que su dueño tocara en el clavicordio que no he visto pero que me consta añora a tal intérprete en la sala, una voz diáfana, prometedora como una flor que se abre, persuasiva, rica en registros, que como el hilo de un carrete se extiende y recoge, se ovilla y desovilla devanando una explicación sobre sus dudosos medios de vida y una justificación de sus limitadas expectativas profesionales.

                    

Y luego la voz suena más cercana y vibrante, como si la trajera el viento, casi percibo que sus auras me cosquillean en el oído o que una miríada de gotitas de saliva me escarchan el cuello, resuena tan bella como si reverberara de una caja de música, fina, atractiva, firme, fresca, emocionante, entrañable; al lograr fijarme en lo que dice advierto que está intentando convencer a alguien, será una doncella, de que se rebele contra su padre –que no debió confiar en sus perspectivas vitales-, pero sin romper con él para que no la desherede, la anima a ser valiente, le declara su amor incondicional, luego sigue un silencio de nieve o más bien de sol que solo puede responder a un beso y yo sigo derritiéndome, y por último una solicitud de matrimonio en toda regla.
A flor del agua del espejo ha subido un agraciado rostro de simétricas patillas que enmarcan unos ojos plenos, voraces, magnéticos, que todo lo miran como si su dueño fuera a morirse o más bien como si viniera de la muerte, como si se estuviera despidiendo de todo pero nunca se fuera a olvidar de nada, como si esperase a alguien que supiera que no va a venir o tal vez fuera él quien no piensa volver nunca, una mirada que quizá es la que me ha arrastrado hasta aquí, y antes de apreciar sus pómulos apasionados o los labios diseñados para un beso eterno, vuelve a hundirse como un ahogado en las aguas oscuras del azogue. La voz y el rostro me inspiran sentimientos opuestos: algo maravilloso y mezquino, misterioso y subterráneo, profundo y angosto, como el túnel de un pozo o una tumba.
Del comedor –que sin saber cómo identifico pese a la puerta entrecerrada- llega un aliento de coñac y un rastro de habano entreverado con un nostálgico perfume masculino que evoca pinos y eucaliptos, un bosque donde refugiarse de la lluvia o revolcarse en la hierba, hasta que el pinar se inflama en llamas, huele a quemado y el primer trueno retiembla en la médula de la casa. Me siento confusa; humilde y a la vez furiosa, transparente de ausencia, desgraciada y feliz, o más bien apaciguada, repudiada por la esperanza, desesperadamente tranquila, desengañada y regocijada, encorvada contra el pasado pero vindicada por mí misma. Se opaca la macilenta luz y las primeras gotas detonan en las ventanas del patio, se matan contra ellas. Procedente de allí, de las caballerizas, vuelve a resonar la voz insinuante e insidiosa proponiendo –supongo que a la doncella de antes- una fuga romántica. Ofrece venir a recogerla en coche, pernoctar en una posada -y las ráfagas acribillan el patio-, y una luna de miel en Albany.

                   

De las sombras de la sala viene una corriente húmeda, un soplo gélido, como si en algún rincón alguien agonizase, una nebulosa que me hace desviar la vista al niño con el dogo retratado al óleo, pero no tengo más remedio que escuchar unos cuchicheos de mujeres y el subsiguiente silencio, un silencio primero de esperanza, luego de espera, de ansia, de impaciencia, la falsa ilusión de un coche que pasa de largo, y después otro silencio que ya es de sospecha, de viento, de miedo, de desolación, de muerte, el reloj dando la hora como el último clavo de un ataúd, y por fin el primer gemido que por algún motivo repito, solidaria con el dolor del amor traicionado.

                                     

Me adelanto hasta la sala y me adapto al asiento de caoba donde hilando la trama de su soledad la joven abandonada habrá bordado escenas de su desengaño en el bastidor de la soltería resignada. Puede que haya recién fallecido, anciana, tras haber disipado el resto de sus años en esta casa, ahora puesta a la venta por codiciosos sobrinos. Y ya vuelve la voz masculina, ahora más madura pero también trémula, empañada, con nudos de duda en el hilo de seda, su terciopelo ya está gastado y tiene quemaduras de cigarrillo, suena rasgada, más fría, apagada y oscura, como cenicienta, atiplada y suplicante. Intuyo que tras un paréntesis vuelve a dirigirse a la aún joven sentada donde yo ahora, se disculpa con la excusa de que aquella noche no vino por su bien, para que su ya difunto padre no la desheredara y no perdiera lo que le pertenecía, y argumenta que ahora que son libres pueden consumar su destino, y conforme ella se va ablandando y da señales de perdonarlo, la voz se va limpiando, caldeando y abriendo, y en una segunda primavera vuelve a florecer de promesas, hasta que ella acaba por aceptar, y de nuevo acuerdan que él la recogerá en otro coche que a través de la fuga que años atrás no efectuaron los lleve a la felicidad eterna.

                  

Y tras un corto intervalo ahora el coche sí se detiene puntual, oigo el taconeo de unas botas en los peldaños de la entrada y el primer campanilleo en la puerta, siguen dos más impacientes, perentorios, luego tres aldabonazos, y al final desesperadas llamadas como si quisiera que le abrieran las puertas del paraíso, mientras yo prolongo mi labor de bordado, salvo que la puerta acaba por dar paso a un coro de voces, se encienden las bujías de la lámpara, y asoma un espigado canoso que identifico como el empleado de la inmobiliaria, precediendo al atildado matrimonio de posibles compradores, y  los tres miran el bastidor y cuando el primero se refiere a la chimenea de pórfido que bosteza a mis espaldas, con tranquilo horror comprendo que sus miradas me traspasan y que no han visto a ninguna intemporal dama que borde humilde y a la vez furiosa, transparente de ausencia, desgraciada y feliz, o más bien apaciguada, repudiada por toda esperanza, desesperadamente tranquila, desengañada y regocijada, encorvada contra el pasado pero vindicada por sí misma.       
                   
     
                                             
                                             

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