lunes, 19 de marzo de 2018

UMBERTO D.



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Hermana Soledad,
a la fuerza me acojo a tus brazos yertos, a tu hábito áspero,
a tu seno blanco y ciego de monja con la piel de cera,
siempre tan fría desgranando el rosario de mis penas,
con la tristeza tan bien plisada en tu falda almidonada,
porque eres rigurosa con tu silencio de clausura,
solo generosa con los huérfanos y los ermitaños,
con los borrachos y los poetas, con los enamorados,
pero no te queremos los pobres y los ancianos, los desesperados.
Permíteme que me presente, por desgracia nuestro trato será frecuente:
Me llamo Umberto Domenico Ferrari, natural de Ferrara,
hijo de Exposito y María Dolorosa,
tengo sesenta y cinco años en estos tiempos tan jóvenes, tan crueles,
no debería decírtelo porque así vendrás a diario,
con tu cara demacrada, Hermana Soledad, y esa cofia sudada,
pero vivo en el trece de San Martino de la Batalla, tercero,
altura que solo asegura el éxito de la caída al paso del tranvía,
soy funcionario jubilado del Ministerio de Obras Públicas,
lo digo por si te hago falta para el papeleo,
aunque para presentarte no necesitas ningún formulario,
eres sumaria, expeditiva, a covachas y palacios tienes paso expedito,
éste es Flike, mi perro, un ratonero, tu peor enemigo,
ya se sabe que no admites perros en tu presencia, les tienes alergia
porque te ignoran y con su alegría contagiosa rompen tu cerco,
en cambio te gusta María, la muchacha de la casa,
te entiendes bien con los adolescentes y con las solteras embarazadas
y cada noche la visitas entre las sábanas, su crisálida de soñadora.
No tengo familia ni existen los amigos en el invierno,
solo ex colegas que me rehúyen: husmean la vergüenza de mi pobreza,
así que vengo a tu encuentro llamándote por tu nombre,
Hermana Soledad, mi piel vistes como la fría fiebre,
ya me conformo con tu consuelo triste y gratuito,
no puedo permitirme una compañía más cara,
con mi pensión no alcanzo ni a alimentar al perro
y con mi presupuesto me desequilibro al abismo del desahucio,
al menos si viviera en un quinto el suicidio sería seguro,
eres mi último recurso, mujer pálida y descarnada,
me recuerdas a una prostituta vieja que cojea por un parque bajo la lluvia,
tienes los ojos de polvo y los pechos manchados de mala sombra,
como pieles de lagarto tus besos cuelgan al sol nublado,
tus caricias son heridas abiertas con sal en carne viva,
pero también eres propensa a ser imaginada como no eres,
recreada, idealizada, sublimada por alguna fantasía compensatoria,
con el maquillaje lunar puedes resultar tersa, con una paz estirada,
la mujer ideal que nunca he encontrado porque solo es un fantasma,
Hermana Soledad, siempre tan paciente, tan pocas veces dulce,
avanza a tu encuentro quien todo lo pierde,
tu tristeza pulula como el camino de hormigas de la cocina,
si al menos me compraras este reloj, te lo dejo por tres mil liras,
a mí ya me sobra el tiempo, vivo de prestado, ojalá de balde,
eres la reina de la gran ciudad, cómo evitarte a mi edad,
soledad, hermana de la desolación, alcahueta de la muerte bella,
con la coartada de la meditación, de tu sicario el pensamiento,
con la excusa de hacer inventario de la vida, del recuerdo,
me infiltras en el ánimo la humedad viscosa de la pena,
por tu culpa como un grillete el hastío se apodera de mis gestos,
se me estanca con bacterias de cieno en la boca del estómago,
viaja conmigo en un vagón desvencijado por las cloacas, en el subsuelo,
y como los grumos de un charco salpica de mis pasos enfermos,
déjame ir por hoy, estás vacía y podrida por dentro, pero me pesas
como si todos mis años me colgaran de la espalda,
en tu silencio oigo rumores de los preparativos de un viaje muy largo.